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Por más de dos décadas, entre 1963 y 1988, Sergio Pitol viajó y vivió en Polonia, Checoslovaquia, Hungría, Bulgaria y la Unión Soviética. Fue, primero, agregado cultural en algunas capitales del socialismo real y, en los años previos a la caída del Muro de Berlín, exactamente de 1983 a 1988, embajador en Praga.
No fue un escritor cubano sino algo muy parecido, un poblano criado en un ingenio azucarero de Córdoba, Veracruz, quien, desde la literatura latinoamericana, logró la mayor inmersión en la cultura de Europa del Este durante la Guerra Fría. Por más de dos décadas, entre 1963 y 1988, Sergio Pitol viajó y vivió en Polonia, Checoslovaquia, Hungría, Bulgaria y la Unión Soviética. Fue, primero, agregado cultural en algunas capitales del socialismo real y, en los años previos a la caída del Muro de Berlín, exactamente de 1983 a 1988, embajador en Praga.
El joven escritor cubano Gerardo Fernández Fe ha estudiado la obra del mexicano, al que dedicó un ensayo en forma de diario, titulado “Moleskine Pitol” e incluido en el volumen Notas al total (2015), que es el mejor obituario que podrá leerse en estos días. Ahí observa Fernández Fe que la literatura euro-oriental más cercana a Pitol (Gogol, Tolstói, Chéjov, Bely, Jlebnikov, Bajtin, Bulgakov, Gombrowicz, Andrejewsky, Brandys…) no sólo marcó la formación de su estilo sino que lo ayudó a resistir la asfixia de la precariedad y el burocratismo de aquellos regímenes.
Algunos personajes de Pitol, como los de los cuentos “Hacia Varsovia” y “El regreso”, son mexicanos que sufren fiebres y alucinaciones bajo el comunismo. Verdaderas crisis biológicas en el traslado de los trópicos al mundo eslavo, que recuerdan las tesis de Stalislaw Baranczak acerca de la vida en el comunismo como una respiración bajo el agua. En la línea de Slavoj Zizek, podría pensarse que todas aquellas fantasías soviéticas con los hombres anfibios y las criaturas interestelares, que Hollywood ya comienza a copiar, eran la sublimación de un trauma respiratorio colectivo.
El crítico Carlos Gabriel Klein Schindler ha estudiado la obra de Pitol de los 90, que la dará su mayor reconocimiento iberoamericano, desde Anagrama, como un largo testimonio sobre su experiencia en Europa del Este. En La casa de la tribu (1989), contó su visita a Yasnaia Poliana, la quinta de Tolstói en Tula, como la entrada a la Mansión de la Historia, donde toda la epopeya del XIX ruso, entre la invasión napoleónica y la Revolución de Octubre, resonaba en las paredes. Y en El arte de la fuga (1996), a propósito de Chéjov, discutía nada menos que con Viktor Sklovski, el célebre formalista ruso, sus escrúpulos contra el realismo.
Formado en el gusto por los estilos de Tolstói, Gogol y Chéjov, Pitol no podía ser otra cosa que un realista. Observaba el escritor mexicano una “vulgarización” y una “banalización” del realismo, en una tradición crítica que se extendía del formalismo ruso al post-estructuralismo francés, que no tenía sentido desde la gran escuela de la prosa rusa del XIX. Sugería Pitol que Gogol o Chéjov se habrían sorprendido de que algunos críticos los estudiaran como expresionistas o simbolistas. Y encontraba más de un vaso comunicante entre los rusos y Neruda, Vallejo, Paz o Fuentes.
Los debates del boom resultaban bizantinos a Pitol, toda vez que el realismo de la memoria era siempre onírico. En El viaje (2000), Leningrado, Moscú y Tbilisi aparecen como escenarios del delirio y la hipérbole. Aunque los recuerdos del escritor se enmarcaban en los años de la perestroika y la glasnost, y reflejaban aquel cambio, había un intento de colocar esas ciudades en un pasado intemporal de la gran cultura rusa, donde la realidad y el sueño se confunden. En una maniobra estética que habrá que dilucidar, Pitol parecía afirmar que la literatura de Europa del Este renacía, en los años del post-comunismo, como tradición latinoamericana.
Rafael Rojas
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