Perspectivas

Serenidad de montaña, rebulle de volcán

18/06/2022

Soy, he sido y tengo razones para suponer que continuaré siendo un irreductible y consecuente lector de Karl Krispin. Lo he sido de sus artículos de opinión, de sus crónicas, de sus ensayos literarios, de sus relatos y mini cuentos e, incluso, de algunas piezas suyas de ocasión sobre gastronomía y otras incursiones en el mundo de los sabores. Pero lo he sido también, o muy especialmente, de su canon novelístico, desde la primera novela publicada por él en 1992, Viernes a eso de las nueve. Este desfile en torno al catálogo me lleva a mencionar entonces, en estricto orden de aparición, las novelas Con la urbe al cuello (2005), La advertencia del ciudadano Norton (2010) y la que, en esta ocasión, se presenta como su cuarta obra en este terreno: Ve a comprar cigarrillos y desaparece, materializada por Luis Felipe Capriles Editor.

Me gustaría comenzar dándole cabida a una breve comparación. La novela anterior, La advertencia del ciudadano Norton, se centra en un personaje abatido por la contemporaneidad que lo rodea, algo más o menos similar a lo que le ocurre a Esteban Caledonia Garcés en esta última novela, Ve a comprar cigarrillos y desaparece. En los dos casos se trata de una contemporaneidad que ambos protagonistas (Max, en Ciudadano Norton, y Esteban, en Ve a comprar cigarrillos y desaparece) no terminan de entender ni, en muchos casos, de descifrar. Pero creo que existe una importante diferencia entre ambas obras y voy a intentar explicarla.

En la novela anterior, lo que hace que el mundo se torne incomprensible al protagonista es la tiranía que ejerce el intangible ciberespacio, gobernado por extrañas realidades, donde la ubicuidad campea a sus anchas y en el cual hace de las suyas un nuevo tipo de delincuencia organizada o cuasi-organizada: los llamados hackers. Será precisamente un hacker quien se haga cargo de poner de cabeza el mundo de Max, el protagonista de Ciudadano Norton.

En cambio, lejos del universo de lo digital, la incomprensión que ahora nos ocupa en Ve a comprar cigarrillos y desaparece termina afincándose en una geografía concreta: la dolida Venezuela que estamos padeciendo. Me refiero, entre otras de sus gruesas características, a la Venezuela de la diáspora.

Sin exceptuar siquiera a Viernes a eso de las nueve, que es una novela de tempranos desengaños amorosos, me parece que el desarraigo, el destino y las vertiginosas combinaciones del azar son tres elementos que caracterizan toda la obra narrativa de Krispin, incluyendo –claro está– Ve a comprar cigarrillos y desaparece. Solo que de esta tríada (desarraigo-destino-azar) el desarraigo corre quizá mucho mejor expresado en esta última novela que en ninguna de las tres anteriores.

Por razones que van explicándose a través de monólogos y de cartas de carácter personal, Ve a comprar cigarrillos y desaparece arranca tras la decisión que ha tomado Esteban de abandonar a su esposa, María Silvia Dominici; pero, para su sorpresa, ella se le ha adelantado en ese mismo plan y resuelve dejarlo a él. Una imperdonable infidelidad de Esteban tal vez pesará en el ánimo y en la decisión de María Silvia como lo hiciera el hartazgo que sintiera hacia el mundo, inconmoviblemente ortodoxo y lleno de prejuicios, de su marido. Pero lo que, en el fondo, le pesa más a María Silvia es la sensación de extrañeza que le embarga en medio de un país que ha dejado de sentir como suyo, un país que la mira desde los escombros. Está simplemente harta de esta comarca y resuelve dejarla atrás para siempre.

En cambio, puede que Esteban también se vea harto de Venezuela y que, incluso, se sienta extraño ante lo mucho que ha cambiado el país, un país convertido en inexactitud, en incógnita, en certeza de empobrecimiento, o en depósito de desesperanzas, desde la llegada al poder de quien es apodado, a lo largo de la novela, como «El Tirano». Pero Esteban, a fin de cuentas, no halla cómo renunciar a las cuatro esquinas de este vecindario ni, mucho menos, abandonar sus circunstancias a cambio de la promesa de alcanzar algún quimérico paraíso en el llamado “Primer Mundo” o de convertirse en “ciudadano globalizado”. Mucho menos cree tener la fuerza, el coraje o la entereza para reinventarse fuera de las fronteras venezolanas (y, cuando al final lo logra, no lo hace en Miami, Los Ángeles o en París, sino en la Colonia Tovar).

De modo que, rodeado de música y de libros que le hablan siempre de otros mundos posibles, Esteban resuelve asumir su naufragio. Podría decirse, aún más, que mientras María Silvia cree haberse “liberado” al hacer apostasía del país, trazándose un camino que (ella cree) le ha permitido arrancar de nuevo en otras latitudes, Esteban, pese a sentirse retado por una realidad en desbandada, o en demolición, más bien opta por aferrarse a su sentido de permanencia tras el abandono que sufre por parte de María Silvia. Dicho de otro modo: tamaño descalabro lo lleva a reafirmarse en su decisión de no abandonar la nave, pese a que esa nave exhiba mil fisuras en su línea de flotación.

Hasta aquí, y de alguna manera, podría decirse que tal es el drama que afrontan muchas parejas en estos tiempos venezolanos: el drama de quien se quiere ir y de quien quiere quedarse, aun a costa de sacrificar lo que, juntos, hayan podido construir. Ahora bien, si la novela no pasara de este punto no sería capaz, a mi juicio, de despedir las electricidades que despide. Y si lo digo así es porque su hondura dramática radica en otra cosa. Radica en que, entre ellos, entre Esteban y María Silvia, está planteada una guerra sin retorno y sin cuartel. Se trata de una discordia que se ventila entre ellos de manera epistolar –cartas vienen, cartas van, es decir, acusaciones van y acusaciones vienen– cada una más deletérea que la otra (o “tóxicas”, como gusta decirse más bien en estos tiempos).

Nos vemos, pues, ante un duelo corrosivo que nos deja boquiabiertos, un duelo librado sin piedad entre los dos protagonistas, Esteban y María Silvia. Las cartas cruzadas entre ellos terminan produciendo un intercambio tan cáustico que el dúo en cuestión podría perfectamente competir, dentro de ese género de la destrucción mutuamente asegurada, con Marta y George en la obra de teatro Quien le teme a Virginia Woolf, de Edward Albee o, incluso, a su manera, con el empeño por sacarse las tripas protagonizado por el pirata del Caribe Johnny Depp y Amber Heard en lo que a estas últimas semanas de consumo noticioso se refiere.

Pero la lucha que se libra sin tregua entre Esteban y María Silvia podría ser vista también como una metáfora del país violentado por una polarización que, como otro signo propio de nuestros tiempos, nos ha tocado afrontar. De hecho, lo que está planteado entre ellos es una cuasi-guerra civil; hasta el perro de la casa, «Caurimare González», que adora a uno y detesta al otro, forma parte de esa dinámica de destrucción total a la cual está condenada lo que hasta ese punto fuera, al parecer, una vida estable entre ambos.

Ve a comprar cigarrillos y desaparece está hecha de distintas historias. La principal es la mortífera relación que, a esas alturas de su vida, manejan Esteban y María Silvia; pero también figura la relación entre Esteban y la misteriosa «Gatúbela», o la relación, llena de altos y de bajos, que Esteban mantiene con sus vecinos, tal como Madame Pinkerton o «las Morochas». Y así como existen distintas historias, también existen diversas formas de leer esta novela, como ocurre igual con cualquiera otra.

Dado que las circunstancias me obligan a ser bondadosamente breve, y precisamente porque cada quien tiene el derecho de leer una novela como a bien tenga, la lectura que quisiera compartirles está centrada en lo que, para mí, significa el país que se ve habitando detrás del fin de esa unión conyugal sembrada de granadas y bombas de tiempo. Me interesa, por tanto, ver aquí un entorno que vomita violencia, una violencia cotidiana que, a fin de cuentas, le desquicia los nervios a Esteban Caledonia Garcés.

Desde luego que la violencia, y especialmente la violencia política (que es la que, a fin de cuentas, se hace presente como paisaje de fondo), no es algo nuevo en la literatura urbana venezolana. Hago la precisión de hablar de “literatura urbana” para distinguirla de otra clase de literatura de la Venezuela pre-moderna donde la violencia hacía de las suyas montada a caballo, o por obra y gracia de unos gamonales, o de ciertos auto-proclamados jefes de montoneras.

Pongamos un ejemplo que, además, le sirve de contraste al tipo de violencia política que figura expresada en Ve a comprar cigarrillos y desaparece. Me refiero a lo que fuera la violencia que caracterizara a la década de los años sesenta. Pues bien, hablamos en tal caso de una literatura producida cuando la Guerra Fría mostraba sus colmillos, es decir, cuando su traza conflictiva a nivel mundial se manifestaba a su modo en el patio criollo.

Durante esos años inquietantes se dará una toma de posición con respecto a lo que se creía como la necesidad de promover un tipo de violencia, directa y armada, contra la democracia representativa encarnada en las presidencias de Rómulo Betancourt (1959-1964) y Raúl Leoni (1964-1969). Serán años en que esa literatura, o parte de ella, no disimularía un propósito de abierta solidaridad, en clave ficcional, con las organizaciones guerrilleras o los comandos urbanos (las llamadas “UTC”) que operaban en distintas regiones del país.

Se tratará, pues, de una literatura que, a veces con resultados de calidad y, en otros casos, con visible presencia de lo panfletario, intentaría retar lo que significaban Betancourt y Leoni, quienes precisamente se hacían cargo, dentro del marco de la ley, de asestarle un golpe en la nuca a tales movimientos insurreccionales. De modo que esos diversos grupos literarios de componente juvenil, imantados por la Revolución cubana, ficcionarían muchas veces en torno al país en clave de violencia, bien que esa clase de ficción terminara viéndose abandonada en el camino, o que sus resultados no fueran muy perdurables, descontando algunas valiosas y notables excepciones como la novela País portátil de Adriano González León (Premio Seix Barral, 1967) o la obra de ciertos narradores representativos del alero de izquierda del grupo Sardio y de la revista literaria Tabla redonda.

Así como puede percibirse un tipo de violencia en la literatura nacional de los años sesenta, en el caso de la novela Ve a comprar cigarrillos y desaparece se halla presente otra Venezuela y, por lo mismo, una clase de violencia que termina manifestándose con distinta piel. Aquí, en resumidas cuentas, la violencia que le sirve de fondo a esta novela es una violencia que procede de aquellos polvos convertidos ahora en estos lodos. Después de todo, Esteban Caledonia Garcés y todos quienes lo acompañan durante esas interminables marchas callejeras por toda la mitad de Caracas lo hacen para expresar su repudio a un régimen que le dio, dentro de su original anacronismo, por entremezclar la utopía política de los años sesenta, la del amanecer cubano, con otras fuentes de raíces muy oscuras y profundamente autoritarias.

En esta novela, a partir de cuadros que lucen casi como cinematográficos, se puede percibir el humo de las bombas lacrimógenas; se pueden ver las calles abarrotadas de marchistas; hay sesiones de bailoterapia en medio de la vía pública hasta que irrumpe la Guardia Nacional; se reparten perdigonazos a granel como los que impactan en las nalgas de Madame Pinkerton mientras ésta emprende una aparatosa huida junto al resto de los manifestantes; pueden verse los escombros, la desolación y el abandono dejados a su paso por las improvisadas refriegas con la policía; asoman, en algún momento, los chuckies que resisten detrás de sus improvisados escudos de latón y cartón piedra; se percibe aquí, en estas páginas, el miedo cerval a la estampida, como el que experimenta el propio Esteban en una de las marchas de las cuales regresa sin saber, a ciencia cierta, si lograría hacerlo bueno y sano.

¿Y qué resuelve hacer justamente Esteban al regresar, con el corazón dislocado y al borde de la taquicardia, de ese rudo choque con la calle donde el pánico estuvo a punto de apoderarse de él? Entrar a la carrera a su nueva casa de recién separado (o de recién abandonado) y colocar a todo volumen el Réquiem de Gabriel Fauré. O sea, dar con el único refugio seguro que conoce: el de la música y, por extensión, el de los libros que lo rodean. Y aquí, en este punto, es donde quisiera concluir haciendo mención a lo que llamo la serenidad de la montaña y el rebulle del volcán.

Ante esa violencia cotidiana que opera con la furia de un volcán, y que ha provocado, entre otras cosas, la diáspora a la cual tanto se alude en la novela, Esteban opta por guarecerse, una vez más, en lo alto de las cumbres que él, personalmente, ha ido construyéndose. A Esteban, como espíritu sereno que es, lo desquician el caos y la violencia. De allí que se aferre a sus libros, los cuales forman parte de su montaña intransferible; para él, tales libros significan la salvación en medio de la ruina; pero también una forma de verse libre de la tentación de emprender la fuga hacia un destino incierto o escasamente prometedor.

De hecho, la montaña se erige como una imagen recurrente a lo largo de la novela, desde nuestro muy tangible Ávila hasta el Berghof que le sirve de asiento a la novela de Thomas Mann, La montaña mágica, en torno a la cual Esteban intenta congregar, inútilmente, un círculo de lectura conformado por lectores impacientes, hijos de estos tiempos de Netflix. Si Esteban continúa aferrado al país tal cual existe es porque la montaña –su montaña– así se lo permite. La montaña viene a ser, ni más ni menos, que sinónimo de su libertad personal o, por mejor decir, de su liberación interior.

Tal como he querido dejarlo apuntado, Ve a comprar cigarrillos y desaparece es una novela que mantiene una relación de cercanía, cuando no un trato familiar y directo, con esta etapa que nos ha tocado en suerte a los venezolanos. Y, como no cabía esperarlo de otra manera, al juzgar por sus tres novelas anteriores, aquí, una vez más, Krispin ha querido practicar la ficción desde su propio tiempo, incluso dándole quizá mucha más cabida al país de lo que alguna vez lo había hecho anteriormente.

Él mismo quiso resumirlo así, en conversación con la periodista Maritza Jiménez: «La invocación de este país que llevamos a cuestas es parte de lo que nos condiciona y define».

Esto de alguna manera quiere decir que, aunque nos sintamos extraviados en medio de este país que ha mudado tan rotundamente de piel, y que María Silvia quiso borrar de su memoria y abandonar para siempre, el resto de nosotros continúa atado a lo que aún queda del mapa o, al menos, aferrados a los despojos de lo que fuimos alguna vez.


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