Perspectivas

Seis notas al margen de un “Preámbulo”

07/06/2021

Antonio López Ortega retratado por Vasco Szinetar

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Preámbulo (Caracas, Monroy Editor, 2021) es la novela más autobiográfica que debemos a Antonio López Ortega o, quizá, la autobiografía más novelesca que ha publicado. Y cuando escribo lo anterior no pierdo de vista, por una parte, que contar los avatares de nuestra familia es contar, en cierta forma, los nuestros; por otra, tampoco ignoro la dimensión contradictoria desde la que medito: no hay novela sin ficción y no hay (auto)biografía cuando lo que leemos es una novela. El pacto de lo ficticio y el pacto de lo testimonial se excluyen entre sí. En principio.

¿Es posible una novela “autobiográfica”? Solo de la manera como a una novela también le es dado afiliarse a lo “caballeresco” o lo “pastoril”: convirtiendo su materia en imagen y signo, elevándola a lo que Félix Martínez Bonati denominó «lenguaje potencial», el que a propósito se sitúa fuera de la esfera de la comunicación directa. ¿Cómo ocurre cuando ciertos elementos convergen con los de una existencia real? La noción clave es el tipo de cosmovisión irónica –y muy moderna– que cristalizó en el Romanticismo germánico, maravillosamente compendiada por Albert Béguin:

Ya que la vida es terrible si se afronta con toda la gravedad de su incertidumbre y sus esperanzas, hemos de representarla. No basta darse un papel ante la mirada ajena: representemos tan bien que nos engañemos a nosotros mismos. Mostrémosle a la vida que somos capaces de desenmascararla, de convertirla en juguete, y probarnos así la soberanía de nuestro espíritu. A tal virtuosismo llamaron los románticos ironía (L’Âme romantique et le rêve, Paris, Librairie José Corti, 1939, p. 31).

La teatralización del sujeto lo despersonaliza, lo universaliza, y no otra cosa hallaremos después en el drama em gente postulado por Fernando Pessoa, donde se legitimaba como fingido aun el dolor genuino.

En una novela autobiográfica, por lo tanto, la psique se transforma en expresión pura, instituyendo una aporía voluntaria: extraña criatura que se niega a cada paso para afianzar su talante artístico.

2

Hay en toda la obra de López Ortega una inclinación autobiográfica que no se limita a manifestaciones recientes como Diario de sombra: extractos 2004-2005 (2017). Desde sus primeros títulos, el diario, el epistolario y otros géneros de lo doméstico o privado negocian con el imperativo de la ficción.

Es el caso de Cartas de relación (1982), una colección juvenil de epístolas –al padre, a la madre, al amigo, una conyugal y otra «mayúscula (o a sí mismo)»–. Además de la fluctuación entre la prosa lírica y la narración propiamente dicha característica de la primera fase de su carrera, en aquel volumen se observaba una tenaz indagación íntima que, paradójicamente, nos conducía a la otredad y a lo que podía tenerse como una constante genesíaca. Me refiero a un lenguaje fundacional en el que el anhelo o la fascinación por los orígenes resonaban con acento bíblico: «hágase tímidamente la lluvia», «tíñase aquí mi ceguera», «hágase entonces un sol», «instálese el mediodía» eran frases que encaminaban los afanes mnemónicos hacia un instante del pasado en el cual escritura y vivencia se confundían. La primera pieza de la serie sin rodeos formulaba el objetivo: «Papá, contéstame: ¿dónde está la palabra que inaugura?».

A ese fervoroso rastreo de lo primigenio responde, desde el mirador de la madurez y una maestría indiscutible, una novela como Preámbulo. Lo corrobora su índole autobiográfica y no del todo apócrifa. Para hablar de sí, un narrador que solo adquiere papel central en las últimas páginas reconstruye los vaivenes de su linaje –no heroico, por cierto: imbuido de taciturnidad, inmediatez cotidiana–. Al mismo tiempo, los lectores inferimos, gracias a datos históricos y apellidos que nos salen al paso tanto en la narración como en la dedicatoria y la solapa –a los que se añaden otras fuentes llamadas por Gérard Genette «paratextuales»–, que ese narrador refleja en la superficie especular de lo literario al padre del autor, lo cual convierte la mudanza del personaje a Falcón, contratado por la Shell, en una sincronización de lo ficticio y lo verídico, pues también sabemos que en ese estado nació López Ortega. Una autobiografía ilusoria, en el nivel más pragmático de la comunicación, asimila una autobiografía fáctica, lo que perfila como núcleos enunciativos no una sino dos primeras personas: ostensible, la de un padre y, adivinada, encubierta, la de un hijo; el decir de aquel prepara la existencia de este, consiguiendo reunir en nuestra imaginación un origen y un presente.

En Preámbulo el narrador elabora el memorial de los suyos, comenzando con la inquietante secuencia en que, rumbo a Caracas, sus hijos y el nieto comparten los asientos de un Packard con el cadáver de Rafael Flores –tras su muerte súbita en un festejo de Catia La Mar– y terminando con el período en que la voz reminiscente es la del adulto. Entre esos dos momentos desfilan visiones de Zaraza, de donde proviene el clan; las minucias de la pensión que la abuela Victoria regenta; la singular hermosura de la tía Carmelina; la migración progresiva de la parentela a la capital; los éxitos y los tropiezos de una fábrica de chocolate; las relaciones del padre, Antonio López Levy, con empresas extranjeras; el vínculo del narrador, a la postre, con la pujante industria petrolera. Ha de subrayarse en todo ello, no obstante, la simultaneidad de lo referencial, lo cognitivo y lo lingüístico. La noción de un rodeo o un preludio –preambulum– nos remite a un lenguaje absorto en sus mecanismos. En el anuncio de un discurso que vendrá, un discurso definitivo, se conciertan el trasiego de lo personal y la inminencia de lo textual: el libro encapsula el destino, con él se amalgama. El “yo” que aloja en su relato a los seres que contribuyeron a formarlo contribuye a su vez a que el olvido no los suma en la inmovilidad y el acechante silencio de los epílogos.

En L’Écriture du désastre Maurice Blanchot argumentó que toda autobiografía, propóngase la confesión o el análisis, en situación artística, implica el deseo de sobrevivir a través de un suicidio perpetuo: para que nazca el ser textual debe borrarse el ser vital (Paris, Gallimard, 1980, p. 105). Preámbulo se convierte en novela cuando se emancipa del testimonio, cuando el hijo, entregado al ejercicio de la ficción, se borra a sí mismo para figurarse en el lugar del padre y así permitir que sus subjetividades fluyan conjuntamente.

3

López Ortega hace hincapié en la naturaleza verbal del recuerdo. Lo delata el título, como hemos visto. Si prestamos atención al plan de la narración, nos percataremos de que esta se desarrolla episódicamente –secciones dedicadas a diversos personajes de la familia Flores-Chacín y luego a los López– con fragmentos intercalados –muchas veces poéticos– que glosan, suspenden o precipitan eventos. En su mayoría, dichos segmentos se identifican como «Introito».

El vocablo proviene del latín introitus («entrada»), que pasa a las lenguas modernas en su sentido litúrgico de canto inicial de la misa, posteriormente desplazándose al teatro como sinónimo de “prólogo”. Equivale, entonces, a “preámbulo” y enfatiza un impulso estructurante: cada paréntesis sobre la acción («Introito») consolida el significado de la totalidad (Preámbulo) y, mientras avanzamos, regresamos al título general, a la idea misma de que no llegaremos nunca al centro, sino que nos mantendremos en lo que lo anticipa, aquello fuera de él.

La estrategia crea una distancia interna: el texto se autocontempla o, quizá, trasluce que la realidad solo existe ahora en la elocución. Ello supone una «parábasis permanente» como la que cautivó a Friedrich von Schlegel: la voluntad de evidenciar el artificio profundo, la opacidad de los productos estéticos, cuando se constata que no nos conducen de nuevo a la vida por surgir de su ausencia («Zur Philosophie», frag. 668).

Me parece inevitable traer a colación algunas reflexiones de Borges en «Nueva reivindicación del tiempo»:

Consideremos una vida en cuyo decurso las repeticiones abundan: la mía, verbigracia. No paso ante la Recoleta sin recordar que están sepultados ahí mi padre, mis abuelos y trasabuelos, como yo lo estaré; luego recuerdo ya haber recordado lo mismo, innumerables veces (…) Esas tautologías (y otras que callo) son mi vida entera (Obras completas, Buenos Aires, Emecé, 1974, pp. 762-763)

En tales laberintos –lúcidos laberintos– se extravía el referente original de las novelas “autobiográficas”. Preámbulo, como todas, se supedita al régimen de lo ficticio: lo que en teoría la engendró se ha vuelto inalcanzable tras la suma “tautológica” de intentos. La idealización de lo espectral interviene, pero de igual modo la melancolía por la certidumbre de una pertenencia para siempre desvanecida.

4

Lo perdido, aquello que se nos escapa al mencionarlo, emerge en el tono elegíaco del epígrafe seleccionado por López Ortega:

Prueba la taza sin sopa
ya no hay sopa
solloza hermano
prueba el traje
bien hecho
a tu medida

te cuelga                te sobra por
la solapa
nos falta sopa.

Ese puñado de versos ha sido tomado de Juan Sánchez Peláez, y el poema –sin que lo haga explícito el epígrafe– se titula, ni más ni menos, «Preámbulo».

Sucede que, en otra ocasión, en calidad de ensayista, López Ortega ha examinado con detenimiento esa composición de Rasgos comunes. Para nuestros fines, juzgo útil repasar su análisis –con el cual se abre «Las voces contiguas: poetas de la contemporaneidad venezolana» (Cuadernos Hispanoamericanos, junio 2016)―:

La primera intriga viene dada por el propio título (…), como si estas líneas pudieran antecederlo todo, como si debieran leerse siempre como un pórtico o una advertencia. Luego está la pista de la hermandad, el hecho cierto de decirle solloza hermano a quien tengo sentado al lado de la mesa. Más adelante, puede pensarse en dos acciones básicas: comer y vestir, porque por un lado estoy probando sopa, pero, por el otro, probándome un traje. Solo que ambas acciones, si bien se anuncian, terminan por no realizarse: no pruebo la sopa porque ya no hay sopa, ni tampoco me pruebo el traje porque me sobra por la solapa. En síntesis, anunciar algo que voy a hacer para, al final, no hacerlo. El arte de decir y desdecirse, o la imposibilidad de realizar las cosas porque me basta con el enunciado.

Decir y desdecirse: el diferimiento perpetuo del significado absoluto o el fin de la ilusión de la absoluta presencia. Todo eso se agazapa en la novela que nos ocupa.

5

El énfasis en la sustancia discursiva de la memoria no se agota con lo hasta aquí señalado. Preámbulo la resalta en grado no menor mediante gestos que atan nuestras expectativas de lectura a la expresión. Aludo a las perseverantes apariciones del “yo” que visibilizan su papel articulador: «Me pregunto si ese era el cielo que recibiría a mi abuelo Rafael» (p. 7); «No quisiera recordar ahora la escena porque aún no la entiendo» (p. 10); «El relato [de mi madre] me hace ver el patio, las sillas desordenadas de madera» (p. 11); «Yo visité la pensión de niño, en el mismo viaje en que conocí al abuelo Rafael, pero casi no la recuerdo» (p. 13); «Si me piden una fecha, diría que la familia llega a Caracas en 1933» (p. 27); «Debo decir que conmigo Luis Enrique siempre tuvo especiales cuidados» (p. 119); «Si me obligo a recordar, diría que fueron años de dicha» (p. 120)… En varios pasajes donde se materializa activamente la voz, la ausencia también se cuela, como si fuese no solo la piedra angular de la novela, sino del mundo. La descripción de Caracas al regresar de un viaje a Estados Unidos ofrece uno de los mejores ejemplos:

Recuerdo esa primera visión, la de la vuelta, y me parecía llegar a otra ciudad, una ciudad que se había decidido a crecer y cambiar, armonizando calles con árboles centenarios, niños con plazas, aceras anchas con jardineras llenas de flores (…) ¿Por qué tantos cambios concentrados en un solo instante? ¿Por qué no me reconocía en lo que eran mis orígenes? ¿Por qué intuí tan claramente que, pese a las novedades del momento, con todo y casa como nunca la habíamos tenido, mi vida estaba en otra parte, lejos de los míos (…)? (p. 91).

6

He sugerido líneas atrás el cariz melancólico de la narrativa de López Ortega. Esta muestra con frecuencia las huellas –a veces, más que huellas– de una noble tristeza que ha ganado terreno en sus libros recientes y se percibe, sobre todo, en la forja de personajes, afronten o no situaciones conmovedoras –como las de su primera novela, Ajena (2001)– o abiertamente trágicas –como las de algunos cuentos de Fractura (2006), Indio desnudo (2008), La sombra inmóvil (2013) o Kingwood (2019)–.

Preámbulo no es una excepción. Lidiar con el pasado, con la niñez o con lo que la precede –la juventud del padre– extiende una franca invitación a la nostalgia. Aunque no creo que a ello se limite la melancolía en esta oportunidad. Hemos de reparar en que la narración se detiene hacia principios de los años cincuenta del siglo pasado. Aquella fue una época de esplendor del proyecto modernizador venezolano, cuando el producto interno bruto del país se contó entre los mayores del mundo –en 1950 era el cuarto–. Que las circunstancias nacionales de la ficción y las de la actualidad contrasten tanto revela otro aspecto de la carencia o la pérdida que llenan de significado este hermoso libro. Preámbulo de ninguna manera “aborda” la ruina venezolana como sí lo hizo su autor en los ensayos de La gran regresión (2017), pero mucho dice que no lo haga mientras se remonta novelescamente a la coyuntura de máximo entusiasmo por el futuro venezolano. Estamos ante la elocuencia de quien traslada u omite cuando el dolor es demasiado.

En lo que va de siglo XXI abunda en las letras venezolanas el cultivo de distintas vertientes de lo autobiográfico: diarios, memorias o narraciones oscilantes entre la fábula y la vivencia. Una lista con los nombres insoslayables de López Ortega, Ana Teresa Torres, Alejandro Oliveros, Rafael Castillo Zapata, Victoria De Stefano y Ricardo Ramírez Requena seguiría incompleta. Sospecho que ese auge tiene como factor común un diálogo soterrado con el entorno inmediato. Si el sentido parece haberse hundido en el exterior, la introspección se convierte en necesidad de supervivencia, tabla salvadora. Con ella se afronta la debacle de los ilusorios relatos colectivos y se busca –como si de un preámbulo se tratase– un nuevo principio.

Tal vez la intimidad constituye otro de los idiomas con que nos habla un aleccionador desengaño.


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