Domingos de ficción

Secuestro

Fotografía de Franck Michel | Flickr

04/09/2022

Lo primero que Juan escuchó en su secuestro fue la puerta trasera del carro abriéndose. Escribía mensajes de texto mientras esperaba que el semáforo cambiara, con la vista puesta sobre el celular que había escondido entre sus piernas para mantenerlo oculto de los ojos criminales de las calles ardientes de Caracas. Volteó para ver un hombre lanzarse sobre el asiento trasero, con una pistola inexpertamente apuntada hacia él, en un ángulo que llevaría la bala a cualquier lugar excepto a su cuerpo. ¡Corre!, pensó Juan, y extendió el brazo hasta manilla de la puerta y giró el torso para salir del carro. No pudo completar el giro sin notar que otro hombre terminaba de poner el culo en el asiento del copiloto, con un gruñido de quien tiene dolor de espalda, la calma de quien se acomoda para un viaje largo y un revólver apoyado sobre la barriga apuntando a Juan.

–Tranquilo o te dejo pegao –dijo el nuevo copiloto–. Dale que está verde. ¿Cargas pistola?

Juan dijo que no. Se acomodó en el asiento, tomó de nuevo el volante y levantó el pie del cloche. El carro brincó y el motor se apagó.

–Ah, pues, ¿tú no sabes manejar? –soltó el copiloto.

–Sí, sí, voy –dijo Juan, encendiendo el carro.

–Dale a la autopista, como si fueras para Plaza Venezuela. Cierra los seguros.

–¿A dónde vamos? –preguntó Juan.

–¡Que le des! –gritó el nuevo pasajero, pateando el asiento de Juan.

El copiloto volteó a mirar a Juan, y una vez que el carro estaba andando miró a su compañero en el asiento trasero.

–¿Calmado, okey? –le dijo el copiloto al pasajero.

El copiloto escondió bajo el suéter la mano que sostenía el revólver y con la otra encendió la radio. Juan había notado la diferencia de edad entre sus secuestradores en los pocos segundos que pudo verlos. El pasajero era joven como Juan, de unos veinte años, y vestía jean con chaqueta de un equipo de béisbol. El copiloto –jean, suéter y chaqueta azules– con seguridad les doblaba la edad. Se decidió por una estación de radio de salsa, lo que provocó un gruñido desde el asiento trasero que el copiloto ignoró.

–¿Y tú qué haces? –preguntó el copiloto.

–Estudio en la universidad –dijo Juan.

–¿Y no trabajas? ¿Qué estudias?

Juan explicó que estudiaba Derecho y trabajaba como pasante en un escritorio jurídico. El copiloto preguntó en cuál universidad, cómo le iba en el trabajo y si era difícil conseguir empleo de abogado. Juan miró por el retrovisor, casi sin querer, al pasajero, que lo seguía apuntando con la pistola.

–Cruza aquí, sube hacia Sabana Grande –dijo el copiloto.

Una buena noticia, pensó Juan. Sabana Grande, con sus aceras colmadas de peatones y vendedores a esa hora del mediodía, no parece un lugar conveniente para asesinar un rehén y tirarlo de un carro. Se atrevió a intentar convencerlos de dejarlo ir.

–Oye, amigo, ¿crees que me puedo quedar por aquí? –dijo Juan, señalando la acera–. Me bajo y se llevan el carro, el celular, billetera, les dejo todo.

–Quédate tranquilo –dijo el copiloto–. Estamos paseando. No te vayas a poner nervioso.

–Me pone nervioso la pistola –dijo Juan. Se arrepintió enseguida.

–¿Qué pistola? –dijo el copiloto mientras volteaba hacia el asiento trasero.

El pasajero recogió el antebrazo con la pistola dentro de la chaqueta y miró por la ventana, pero ya era tarde.

–¡Pero tú no aprendes, no joda! –dijo el copiloto– ¿No te digo siempre que calmado?

–¡Qué pasa, lo estoy vigilando! –gritó el pasajero, señalando a Juan con su mano libre.

–¿Quieres que un policía te vea por la ventana? ¿Tú estás vigilando qué coño, este carajo te va a sacar una metralleta? ¿Este Rambo con lentes y flaquito? ¡Contigo no se puede trabajar!

–¡Yo no quiero trabajar contigo! –dijo el de atrás.

El insulto estuvo de más, pensó Juan. Tenía casi un año entrenando en un gimnasio, y juraría que ya se estaba notando en su cuerpo.

Los detuvo el tráfico en una calle que más adelante cruzaba el bulevar de Sabana Grande. Juan sudaba, quería subir el aire acondicionado, pero no se atrevía a separar las manos del volante. En la radio comenzaba a sonar «Pedro Navaja», y quiso sonreír.

El copiloto bajó el vidrio, sacó una caja de cigarrillos nueva de la chaqueta y comenzó a golpearla contra su mano. Ofreció un cigarrillo a Juan, que solo fumaba cuando bebía, pero esta vez no harían falta las cervezas. Juan pensó que, si el copiloto fuera un amigo, le hubiera pedido que no abriera la ventana en el tráfico; es peligroso. El cigarrillo le dio una excusa para separar las manos del volante, y abrió su ventana.

–¿Y este carro es tuyo? ¿Te salió malo? Los Cavalier son carros malazos –dijo el copiloto.

–Es de mi mamá. Lo estaba llevando al taller. Hace poco le hicieron el motor, pero no quedó bien.

–Vende esta mierda –dijo el de atrás–, estos carros no sirven, y menos después de que le rompes la correa.

–¿Y tú qué coño vas a saber de mecánica? Si cuando te puse a trabajar en el taller no duraste ni un mes –respondió el copiloto con hastío.

Copiloto y pasajero se quedaron en silencio.

Estaban a media cuadra del semáforo en la esquina del bulevar. Juan vio dos policías que los secuestradores parecían no haber notado. Podría bajarse rápido enfrente de los policías e irse caminando como si nada. Juan asentía mientras el copiloto explicaba que no valía la pena rehacer el motor a un Cavalier; venderlo averiado era mejor que pagar la reparación.

–Una vez conseguí un Cavalier usado –dijo el copiloto–, esa vaina se la pasaba mala. Le hice el motor, le cambié la caja, el condensador; yo también trabajo de mecánico.

El tráfico apenas se movía, incluso cuando la luz estaba en verde. Quizás sería mejor bajarse ahora y correr hasta los policías, pensó Juan, y no arriesgarse a que se fueran antes de que llegara a la esquina. El copiloto seguía hablando.

–Hasta que un día dejé ese pote estacionado enfrente de la casa y cuando salí se lo habían llevado. ¡Al fin se robaron esa mierda!

Juan no pudo contener una carcajada, pero un grito dentro del carro lo dejó con la risa atragantada.

–¡Qué dice ese catire! –dijo el copiloto, mirando hacia afuera, con un brazo alzado por la ventana.

Un hombre sentado tras la barra de un cafetín que daba a la calle respondía al saludo del copiloto.

–¡Qué dice ese Nené! –gritó el hombre.

–Trabajando –respondió el copiloto, y le contó a Juan que ese era un amigo de las carreras de caballos.

El tráfico avanzó lo suficiente para estar a pocos metros de los policías, que estaban de espaldas. Juan tiró a la calle el cigarrillo y dejó el brazo cerca de la manilla. Esperaría que alguno de los policías volteara para salir del carro y caminar hacia ellos. El copiloto subió el volumen de la radio. Juan miró el retrovisor; el pasajero escribía en el celular. Uno de los policías volteó. Juan recogió las piernas y apretó la manilla.

–¡Esa bruja! –gritó el copiloto.

El grito quebró el impulso de Juan y lo ancló de nuevo en el asiento. El policía que había volteado caminaba hacia el carro.

–Respeta, Nené, respeta. ¿Cómo está la vaina? ¿En qué andas?

–Aquí, echándole bola, buscando unos repuestos para el carro del cliente –dijo el copiloto, señalando a Juan con un movimiento del pulgar.

–¿Vamos a jugar softbol el domingo? –preguntó el policía.

–¿Cómo coño voy a jugar si no me devuelves el guante que te presté? Va casi un mes.

–Yo te lo llevo, tranquilo. ¿Y este aquí atrás qué, lo tienes trabajando también? –dijo el policía, inclinando la cabeza hacia el asiento trasero.

–Para ver si se pone las pilas, ningún hijo mío va a pasar todo el día durmiendo y jugando en la computadora mientras yo me parto el lomo –dijo el copiloto.

Juan miró el retrovisor. El pasajero miraba los edificios, el cielo, como si no hablaran de él. El copiloto y el policía se despidieron.

Cruzaron el bulevar.

Juan vio que el copiloto sacaba otro cigarrillo y le pidió uno.

–¿Entonces, a dónde vamos? –preguntó el pasajero.

El copiloto miró la hora en su celular.

–Van a ser las dos, yo tengo como hambre –dijo el copiloto, bostezando.

El tráfico había mejorado, se alejaban del bulevar. Juan manejaba lento, no sabía si seguir derecho o tratar de regresar al tumulto protector del bulevar.

–Párate aquí adelante –dijo el copiloto, señalando un espacio en la calle–. Sube los vidrios.

Juan estacionó el carro. Copiloto y pasajero acomodaron sus armas en la cintura bajo los jeans y cerraron sus chaquetas.

–Saca el celular y anota mi número –dijo el copiloto–. Si necesitas resolver cualquier cosa, matar una culebra con alguien, cualquier problema, me llamas, yo puedo hacer ese trabajo.

–¿Y después de este paseo ni siquiera el celular nos vamos a llevar? –dijo el pasajero.

El copiloto ignoró la pregunta mientras Juan anotaba el número.

–Llamas y preguntas por el Nené.

***

[Texto generado en el Taller de Cuentos de Fedosy Santaella dictado desde Ciudad de México]


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