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“(…) una noche excepcional en que Santa considerábase reina de la entera ciudad corrompida, florescencia magnífica de la metrópoli secular y bella, con lagos para sus arrullos y volcanes para sus iras, pero pecadora, pecadora, cien veces pecadora (…)”
Federico Gamboa, Santa (1903)
1. En algunas de mis noches televisivas, cuando el sueño no me vence, he alcanzado a ver por el canal mexicano De película, la versión hollywoodense de Santa, dirigida por Norman Foster y Alberto Gómez de la Vega en 1943. Entiendo que hay otras adaptaciones cinematográficas, incluyendo la pionera de 1931, que se supone sea la primera película sonora del cine azteca. Pero esta del 43, protagonizada por Esther Fernández en lugar de Dolores del Río – pensada para el mismo proyecto que iba a rodar Orson Welles, antes de que los amantes se separaran – es considerada un clásico entre las producciones latinas de la Metro-Goldwyn-Mayer. Además del protagonismo de la Fernández, quien inaugurara la Edad de Oro del cine mexicano con Allá en el Rancho Grande (1936), la cinta fue realzada con Ricardo Montalbán en el elenco, mozo y guapísimo en su papel del torero Jarameño, uno de los amantes de Santa. Ello fue antes de que el galán migrara a Hollywood y terminara haciendo comerciales para Chrysler, hasta que fuera rescatado por La isla de la fantasía y otras series televisivas, en la década de 1970.
Suerte de best seller en las postrimerías del régimen de Porfirio Díaz, la novela homónima de Federico Gamboa (1864-1939) fue publicada en 1903, en México y Barcelona a la vez. La historia parte de una inocente provinciana de Chimalistac, quien es estuprada por un apuesto oficial; la joven sufre entonces el repudio de su familia y termina como prostituta en la capital, que como Santa misma alegoriza, dejaba de ser gran aldea conservadora para trocarse metrópoli babélica. Al igual que en otras obras recreadoras de esa mudanza en las urbes poscoloniales – de La bolsa (1891), de Julián Martel, en Buenos Aires, a Quincas Borba (1892), de Machado de Assis, en Río – lo que más me sedujo, al leer la novela de Gamboa, fue el urbanizado elenco de escenarios y personajes del primer fin de siglo republicano. En Santa encontré por vez primera el México de las bullentes concentraciones en la Plaza de Armas, bordeada por el Palacio Nacional y la Catedral, como en la temprana república, pero mejor accedida ahora a través de los tranvías y las anchas avenidas; así como un Zócalo más cosmopolita y vivaz, coloreado a la sazón por innúmeros restaurantes y cantinas, por el café de París y el Tívoli Central.
De esa urbe, que superaba las 325 mil almas en el 1900, hizo su patria la joven provinciana trocada en meretriz, como ocurriera con las cortesanas decimonónicas de Honoré de Balzac o Émile Zola. Y también como estas, completando el simbolismo que de “la metrópoli secular y bella” ofreciera Gamboa – alegórico del México concupiscente, en el centenario republicano — Santa exhibe su engañoso esplendor en la noche antigua y efímera, “cien veces pecadora”, populosa y esplendente. Es una nocturnidad alejada ya de la de aquellas “grandes aldeas” conservadoras y adormecidas, que como ocurre en la novela epónima de Lucio López sobre Buenos Aires, se desperezaban todavía de la Colonia en los primeros tiempos independientes.
2. Si bien algunos de esos escenarios urbanos no aparecen en la cinta, quizás debido a los elevados costos de producción que habría supuesto, la película conjuga varios motivos estéticos, culturales y sociales de la Bella Época latinoamericana, presentes asimismo en la novela. Junto al elegante vestuario de Santa y sus compañeras de lupanares, prolijo en sombreros con plumas, ajustados corpiños y abullonadas faldas con polisones, según la moda de entre siglos, los burdeles por donde Santa transita compendian el europeísmo criollo de salones y paseos porfiristas.
En el apogeo de su Belle Époque mestiza, preparándose para el centenario republicano, don Porfirio mismo había comisionado el palacio Legislativo en 1897 a Émile Bernard – asistente de Charles Garnier, arquitecto de la ópera parisina – así como los de Correos y de Bellas Artes al italiano Adamo Boari. Este último edificio sería concluido décadas después, tal como lo delatan sus toques art déco, mientras que la cúpula del primero terminaría como monumento epónimo de la Revolución. Y en el crepúsculo de ese eclecticismo porfiriano, la renovación del Paseo de la Reforma reconstruyó monumentalmente la historia mexicana, con el Ángel de la Independencia de Antonio Rivas Mercado, símbolo universal de modernidad y soberanía nacionales.
Desde las variopintas conversaciones de sobremesa hasta el fervor por las corridas de toro, especialmente la protagonizada por el Jarameño en la tarde en la que Santa lo traiciona con un viejo amante, también se respira, tanto en la novela como en la película, algo del arielismo y modernismo que envolvían el clima intelectual hispanoamericano. Sobre todo, tras la derrota de España por Estados Unidos en la fulminante guerra de 1898, cuando aquella perdiera sus últimas posesiones en el Caribe y el Pacífico, Rubén Darío fue una de las voces más altísonas de ambas corrientes, las cuales entreveraron posturas políticas con literarias. Antes de llegar a México en 1910 en baño de multitudes, el vate nicaragüense había proclamado su enemistad definitiva contra los yanquis bárbaros, quienes habían humillado a “la Hija de Roma, la Hermana de Francia, la Madre de América”.
Tal como testimonian las historias de algunos personajes novelescos, el hundimiento del imperio de marras precipitó el reencuentro de la Madre Patria con las otrora colonias, como también lo reconociera José Vasconcelos, futuro adalid de la Revolución y miembro antes del Ateneo de la Juventud, primero de los cenáculos intelectuales del México finisecular. “A la hora en que España comenzaba a ser negada por la Generación del 98, jamás repuesta del traumatismo de la derrota, nosotros, los vástagos separados hacía un siglo, comenzábamos a levantar el español como bandera”, proclamaría Vasconcelos en Ulises criollo (1935).
3. La presencia de actores españoles en la Santa del 43 era típica de la industria cinematográfica de la Edad de Oro, cuando muchos exiliados de la Guerra Civil y el franquismo llegaban al México de Lázaro Cárdenas y Manuel Ávila Camacho. Pero de hecho están ya perfilados motivos y caracteres hispanos en la novela, entre los que destacan las regentas de pensiones, como doña Nicasia, junto a las madamas de lupanares, como doña Elvira. En la literatura del período, incluyendo novelas de los venezolanos Pío Gil, Rufino Blanco Fombona y José Rafael Pocaterra, ambos recintos aparecen asaz como laboratorios del debate público sobre la “indispensable higiene a que se tiene que apelar con objeto de correr los menos riesgos en la profesión” prostibularia. Mandamiento del progresismo médico de la Bella Época, esa Higiene encabezaba el “catecismo completo”, el “manual perfeccionado y truhanesco de la prostituta moderna y de casa elegante”, recitado por la madama española a Santa, cuando esta llegara a su céntrica mancebía.
Allende las casas de vecindad y los lupanares que ambientan buena parte de la novela y la película, la cruzada por la higiene y el saneamiento cundían en el México porfirista. Entre 1896 y 1903, el ingeniero Roberto Gayol desarrollaba proyectos desde la oficina sanitaria de la capital; en 1907, el también ingeniero Miguel Ángel de Quevedo, integrante del Consejo Superior de Salubridad, promovió y presidió la Comisión de Embellecimiento y Mejoras de Ciudad de México. Su labor fue complementada desde el mismo Consejo por el doctor Eduardo Liceaga, quien tuvo participación en las Conferencias Sanitarias Panamericanas, la tercera de las cuales se celebró en la capital azteca en 1907.
No obstante las preocupaciones y mejoras durante el porfiriato, el destacado ingeniero y político Alberto J. Pani, afín a la venidera causa revolucionaria, denunció en su tratado La Higiene en México (1916) que la mortalidad capitalina era de 42,3 por mil para 1911; esto la colocaba increíblemente por encima de las grandes ciudades europeas y norteamericanas, haciéndola solo comparable con Madrás, en la India británica, donde alcanzaba 39,5. De manera que la cruzada por la higiene y el saneamiento se extendería en México más allá de la Bella Época, como en el resto de Latinoamérica.
4. Al igual que ocurriera con Pardo Bazán y Pérez Galdós en España, así como con Balzac, Zola y Flaubert en Francia, esas preocupaciones higiénicas y sanitariasasoman con frecuenciaen el trasfondo de la novelística realista y naturalista, de la que Santa, como una Nana criolla, ofrece muestra en el México novecentista. También destaca en esa narrativa de entre siglos el fresco descarnado de la nueva hidra metropolitana, con sus refinados esplendores burgueses y sus corruptelas políticas; está ya atravesada por una masa inmigrada y obrera que arrastra sus endemias sociales, componentes todos captados con pinceladas naturalistas.
Por analogía con la novelística gala decimonónica, el protagonismo femenino fue con frecuencia, también en la latinoamericana, una manera de alegorizar la mutación urbana. Además de los ejemplos de Lucía Jerez (1895), de José Martí, y de la ya mencionada Quincas Borba, de Machado de Assis, destaca en este sentido Juana Lucero (1902), de Augusto D’Halmar. El escritor chileno ofreció un sombrío retrato de la prostituta, hija del diputado conservador y la costurera pobretona, secundados por un elenco que, desde el proletario barrio Yungay, conjuga el agitado Santiago coetáneo, al tiempo que prefigura la metrópoli dual de la novelística por venir.
Varios de esos ingredientes sociales y urbanos, médicos y literarios del realismo y naturalismo latinoamericano se entrecruzan en la obra original de Gamboa, así como en la versión cinematográfica de 1943. Además de las ya señaladas peculiaridades que había entrevisto en mi lectura de la novela, la recreación fílmica y la interpretación de la Fernández captan fielmente cómo, a diferencia de la muerte pecaminosa de la cortesana de Zola, la heroína de Gamboa parece redimida al final de la trama. Es una redención que, como señaló el profesor estadounidense John S. Brushwood en La novela hispanoamericana del siglo XX (1975), la desmarca del “ejemplo doctrinario del naturalismo”. Purificada por el tratamiento médico y el amor de Hipólito – desagraciado pianista ciego del burdel de Elvira y sempiterno enamorado de la mujerzuela – Santa puede al fallecer, tras los sufrimientos prolongados y la cirugía infructuosa, alcanzar la cualidad mariana invocada por su nombre. Y para ello queda ungida por el rezo final de Hipólito: “Santa María, Madre de Dios, Ruega, Señora, por nosotros los pecadores…”.
Arturo Almandoz Marte
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