Fotografía de Leo Ramirez / AFP
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El jueves 1 de marzo de 2018, el presidente de la República, Nicolás Maduro, anunció el aumento del 58% de salario mínimo junto a un incremento de 500 unidades tributarias en la base de cálculo del bono alimenticio. El salario mínimo nominal se eleva a 392.646 BsF. y el ticket de alimentación alcanza los 915.000 BsF.
En una economía hiperinflacionaria como la venezolana, los decretos de aumentos salariales son predeciblemente inservibles para mantener el poder adquisitivo de los ciudadanos. Para los economistas, hacer este análisis se ha vuelto un caso de déjà vu, pero vale la pena reiterar que los incrementos nominales elevarán la cantidad de bolívares que se reciben por concepto de remuneraciones, más no garantizarán aumentos reales en la capacidad de compra mientras que estos aumentos sigan por debajo del alza de precios.
Tomando como base los ingresos percibidos en enero de 1998, al realizar un ajuste por inflación se constata que el salario mínimo real ha caído 92,04%, mientras que el bono de alimentación real ha decrecido en un 82,90%. Es prudente destacar que estos cálculos se realizan sin las estimaciones de inflación de febrero de 2018, las cuales agravarían estas caídas.
La intuición detrás de estos resultados reside en la relación entre los salarios y el nivel de precios. Si los ingresos y los precios crecen en la misma proporción, el poder adquisitivo se mantiene. Si los ingresos aumentan más que la inflación, el poder de compra sube. Si los ingresos se elevan menos que los precios, el poder adquisitivo cae.
A efectos ilustrativos, el último aumento salarial corresponde a un 58% desde el decreto anterior. La inflación acumulada de enero solamente fue del 90,6%, según la firma Ecoanalítica. El rezago entre el salario mínimo y la inflación es evidente y ya es crónico. 43 aumentos salariales en las últimas dos décadas (21 durante el Gobierno de Maduro) han hecho poco para cambiar esa dinámica.
La composición del ingreso mínimo mensual se ha alterado cualitativamente durante las últimas dos décadas. En enero de 1998, el bono de alimentación representaba el 52,07% del ingreso mensual. Para enero de 2013, esta proporción había bajado en un 32,59%. Con el aumento decretado el 1 de marzo de 2018, el ticket de alimentación representa el 69,97% del ingreso mínimo mensual. Esto significa que más de las dos terceras partes del ingreso mínimo de los trabajadores están concebidas para cubrir sólo gastos de alimentación.
En episodios hiperinflacionarios, los mecanismos de ajustes salariales usualmente se indexan para modificarse conforme a la subida de precios; así la erosión del poder adquisitivo de los trabajadores no resulta tan pronunciada. Sin embargo, tal respuesta es de difícil aplicación en un país que sufre una severa contracción económica, como la Venezuela actual, sumergida en su quinto año de recesión económica, con posibilidades de sufrir una caída del 15% del PIB para final de 2018, según estimaciones del Fondo Monetario Internacional.
Aumentos salariales en un entorno recesivo son difícilmente costeables tanto para el sector público como la empresa privada. Para el gobierno, aumentar salarios significa ampliar un déficit fiscal que, ante la ausencia de financiamiento externo, sólo puede ser cubierto vía emisión monetaria del Banco Central. Esta monetización del déficit conforma, a su vez, la principal causa de la inflación. Para el sector privado, aumentar salarios en un entorno de controles de precios y difícil acceso a insumos y divisas representa una considerable elevación de costos sin garantías de generar ingresos para cubrirlos. Las empresas deben aumentar precios o despedir empleados para no quebrar. En ambos casos se genera un círculo vicioso en el cual un aumento de salarios genera presión inflacionaria, la cual es remediada con otro aumento de salarios en una espiral ad infinitum.
Elevar el salario mínimo se ha convertido en la principal política anti-inflacionaria en Venezuela. Lamentablemente, el gobierno es presa de su propia paradoja, pues ha establecido una dinámica donde los aumentos son muy bajos para mantener el poder adquisitivo, y a la vez son demasiado altos para que una economía paupérrimamente improductiva pueda pagarlos.
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Giorgio Cunto es economista y analista de datos.
Giorgio Cunto
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