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1. Arropada por la expansión de Caracas hacia el este, Sabana Grande pasó a ser, desde mediados del siglo XX, la principal zona bohemia, con toques rosa, recipiendaria de mucho del ocio tabernario desprendido del centro histórico. Aunque manteniendo varias de sus funciones administrativas y financieras, cívicas y comerciales, ese centro venía debilitándose, en términos residenciales, desde finales de los años treinta.
Dinamizada por ese éxodo residencial, a lo largo de urbanizaciones como La Florida, La Campiña y Las Delicias, Sabana Grande despuntó como distrito polivalente, donde confluyeron la sofisticación comercial y el pintoresquismo de la inmigración europea, abundantes en la capital petrolera. Al mismo tiempo acogió algo del “submundo de las ‘malas ocupaciones’”, como las llamó Rodolfo Quintero: “crímenes pasionales, homosexualidad, prostitución, alcoholismo, toxicomanía y alta frecuencia de relaciones extraconyugales” componían, según el autor de El petróleo y nuestra sociedad (1978), el “mal vivir” diseminado por el oro negro a través la urbe licenciosa. Sabana Grande desplegaba así, en la metrópoli adolescente, un bastidor menos céntrico y provinciano, más aburguesado y mundano, para la “mala vida” prefigurada, desde las postrimerías gomecistas, por personajes de Guillermo Meneses y Salvador Garmendia en las parroquias del centro tugurizado.
Al promediar el siglo XX, parecía olvidado el capítulo ecuestre de Sabana Grande. En la Bella Época caraqueña, aquellas planicies entre las quebradas de Maripérez y Chacaíto fueron cruzadas por damas y caballeros de caché, concurrentes al hipódromo homónimo inaugurado por Joaquín Crespo en 1896, eclipsado una década más tarde por el nacional de El Paraíso. Ya en años gomecistas, la zona era visitada por clientes del famoso herborista Jesús María Negrín, quien fue apresado por ejercer la medicina sin licencia, a pesar de sus prodigiosas dotes curativas. Llegó a ser tan popular que, como reseña Morella Barreto en Caracas en catorce estaciones (1984), “Sabana Grande y Negrín” voceaban los conductores al tranvía detenerse en la parada, cercana a la residencia del “brujo” fallecido en 1934. Y del apellido del “piache” legendario tomó nombre la conexión de La Florida con la antigua calle Real, más tarde bulevar.
Si bien lucían remotos a la postre, ambos antecedentes parecen fundidos en la alquimia de Sabana Grande, asomando en el palimpsesto del distrito licencioso y bohemio cristalizado con la metamorfosis metropolitana. Por un lado, el ocio reunido en torno al hipódromo elegante, como en los cuadros de Arturo Michelena, reminiscentes de Degas. Por otro, el herbolario díscolo de resonancias esotéricas, quien acaso conjuró arcanos vivificadores en las inmediaciones de la calle Negrín.
2. Jalonados por los de Savoy y Vogue en la avenida Abraham Lincoln –como fue después bautizada la calle Real– los anuncios rutilantes y las marquesinas de neón, junto a las arcadas de Galerías Bolívar y el Centro Profesional del Este, en la avenida Casanova, conformaban todos, en los años de Pérez Jiménez, un paisaje de high streets comparable al de la avenida Urdaneta, aunque más sofisticado y cosmopolita. Efervescente asimismo en cafés y bares –por donde habrían desfilado desde Brigitte Bardot y Claudia Cardinale hasta Perón y García Márquez– la bohemia de Sabana Grande exhibía ya a la sazón algunos de los atributos que Robert Park, en su famoso análisis del Chicago de los roaring twenties, atribuyera a las “regiones morales” adonde los urbanitas concurren por afinidades de ocio y culto.
En los rabiosos años sesenta, los primeros cafés de mesas en la calle, como el Piccolo Mondo y otros italianos, aunados a las galerías de arte y nuevas librerías como Suma, Cruz del Sur y Ulises, renovaron la escena cultural caraqueña. Esos locales albergaron grupos que habían comenzado a reunirse en cafés del centro tradicional, tales como el Techo de la Ballena, que además de poetas –Caupolicán Ovalles, Juan Calzadilla, Ramón Palomares, Luis García Morales, Francisco Pérez Perdomo, Efraín Hurtado– convocaba narradores como Salvador Garmendia, Adriano González León, Orlando Araujo y Francisco Massiani. Y la vanguardia intelectual de la zona era confirmada por Tabla Redonda, presidida a la sazón por Rafael Cadenas y Jesús Sanoja Hernández.
Posteriormente, la proliferación de restaurantes, pizzerías y tascas –Franco’s, Il Vecchio Mulino, Camilo’s, Da Guido, La Vesubiana, La Bajada– permitió la articulación de la así llamada República del Este. En la peña no solo confluía la intelectualidad bohemia de la Gran Venezuela, sino también se colaban personajes variopintos del espectro político, desde adecos hasta ex guerrilleros. Con su “barra de más de 200 personas” en Caracas, según cálculos de González León, reforzada por sus “cantones” en el interior, la confederada república era un ambiente de confraternidad que espejaba la ilusión de armonía en la aceitada democracia petrolera. Guerrillas y comunismo parecían disolverse con el campaneo de los güisquies y el trasiego de las birras en las barras.
3. Una de las tempranas apariciones literarias de Sabana Grande ocurre en Piedra de mar (1968) de Francisco Massiani. El escritor novel articuló, acaso por vez primera en la narrativa venezolana, el mundo pequeñoburgués de la clase media del este de Caracas, con las hasta entonces efímeras referencias de una cultura pop y comercial, masificadas por el cine y la televisión, e incrustadas profundamente en la modernidad venezolana. La despreocupada cotidianidad de Corcho y sus amigos está en buena parte poblada de chicas vistiendo biquinis amarillos en un litoral trocado en suburbio. Se entremezcla también con las novelas de Corín Tellado leídas por Carolina, así como con las revistas Play Boy adquiridas por Marcos en los quioscos de Sabana Grande y Plaza Venezuela, aprovechando las vacaciones de sus padres en Nueva York.
Si bien recorren la casi totalidad de la conurbación caraqueña, Corcho y su patota deambulan sobre todo entre Chacaíto y la Gran Avenida, a lo largo de Sabana Grande, en un gran polígono definido por el bar Hipopótamo, el Café Castellino, el cine Radio City y la librería Suma. Como dijo José Balza al prologar la novela: “un reino entre Chacaíto y la Plaza Venezuela”, jalonado por los hitos psicodélicos, comerciales e intelectuales de una generación.
Casi en sincronía con los personajes de Massiani, también la zona fue atravesada por Andrés Barazarte el día de su odisea subversiva a través de la capital de País portátil (1968). El Ulises de González León la había recorrido innumerables veces con Delia, su compañera, cuando la calle Real se les antojaba una “selva metálica”, por su proliferación de “paseantes agitados, las colas de auto, los reflejos, los ruidos de las puertas automáticas y el acoso de los vendedores ambulantes…”. Pero el día de la odisea que da unidad a la novela, en media hora que tomó a su protagonista atravesarla, González León más bien contrasta el barullo comercial de la zona que tanto frecuentaba, con el tráfago de otros distritos metropolitanos.
4. Sabana Grande es, por supuesto, corredor y distrito articulador de Historias de la calle Lincoln (1971). Como notara Silda Cordoliani en el prólogo a la obra de Carlos Noguera, aquí la ciudad, entre bohemia y convulsa, “no es simple fondo decorativo, sino también, como la época, como la nocturnidad, otro protagonista de la novela”. Uno de los vértices de ese distrito es el Centro Comercial Chacaíto, con sus cafetines servidos de club houses y leches malteadas, donde Patricia o Graciela impresionan a sus amistades con las historias de cuñas publicitarias que ellas protagonizan. O con la ropa unisex que compran en Carnaby y otras boutiques entre extravagantes y exclusivas, adonde acuden pavos hippies y sifrinos por igual, venidos en soberbios Mustangs y Camaros. El distrito está atravesado por la calle Lincoln, con toda su carga de extravagancia comercial de tiendas de postizos y bisutería psicodélica, de camisas de amibas y minifaldas como las que Mary Quant acababa de poner de moda en Londres. Cual King’s Road caraqueño, es un corredor de discotecas reventando de gente y estruendos, donde se mezclan los Beatles con las rumbas de Peret. Y también asoman en la Lincoln los anuncios de centros espiritistas prodigando cura para problemas sexuales y económicos por igual.
Los relatos de Noguera no solo recrean espacialmente ese abigarrado collage desplegado a lo largo de un corredor distrital tan urbano como Sabana Grande, sino también lo tornan babélico. Al decir de Celso Medina, esa “narración dialógica” busca articular el multilingüismo de las tribus citadinas confluyentes allí. Al mismo tiempo, la de Noguera es una serie de historias entrecruzadas a lo largo de esa calle que, tal como señaló Armando Navarro,
“durante toda la década del 60 y parte del 70 significó el sitio de encuentro azaroso y fortuito, de la noche de amor y embriaguez, de la consigna política y la clave subversiva, de la pedante cita y la charla inteligente, de la arrogancia y la humildad. Calle con asientos marcados para Oswaldo Trejo en el Gran Café, Adriano González en el Chicken’s Bar, Rafael Muñoz en la Vesubiana”.
5. Aunque visitan otros distritos y centros comerciales de la metrópoli, los intelectualizados personajes de D (1977) parecen preferir los oscuros barcitos de Plaza Venezuela y sus alrededores. Son frecuentes los itinerarios de Cien y sus amigos entre el Chacaíto del centro comercial, con sofisticadas boutiques como Adams; la Sabana Grande del Mambo Café, y La Florida que les sirve de centro residencial y de operaciones. Como el Corcho de Massiani, el Cien de Balza es un sujeto urbano: la ciudad es “su mejor cómplice”, nos confiesa el narrador. “Nacido en la ciudad, Cien no tenía por qué añorar montes ni sabores selváticos; pero (siempre la extraña simetría) los buscaba con regularidad, explorando las montañas vecinas o haciendo breves y ciegos viajes al litoral…”, acota el autor oriundo, no olvidemos, del delta del Orinoco. Sin embargo, buena parte de esa añoranza vegetal de Cien parecía resolverse en la frondosidad de la urbanización caraqueña:
“Exaltaba, sin decirlo nunca, todo lo de La Florida: esas avenidas de sol y sombra bien definidos, los rincones con casas exuberantes, el extraño dominio donde las arboledas se dibujan con trazos gruesos y negros, la sosegada proximidad de la montaña. Todo ello fue su escenario: las muchachas, los vendedores, las tiendas. Tomar un trago o un café, con Cien en La Florida”.
Influidos por la nouveau roman de Robbe-Grillet, aunque sin fe carbonaria en esta, como hiciera notar Orlando Araujo, D y otros ejercicios narrativos de Balza supusieron no solo una ruptura con el realismo contextual, sino también con la experimentación en la narrativa hispanoamericana. Con todo y ello, esa novela deltaica puede leerse como urbana en buena parte de su paisaje y de sus personajes, a través de quienes asoma el escritor mismo, como otra voz de la “polifonía narrativa”, que según Medina, D potencia en la prosa balziana. Como el Corcho de Massiani, como los personajes de Noguera, el Cien de Balza se une a los nuevos sujetos narrativos. A diferencia de los personajes de Meneses y Garmendia, e incluso del Andrés Barazarte de González León, en estos sujetos propiamente citadinos, las reminiscencias provincianas no refractan el palpitante presente metropolitano. Y a lo largo de los años sesenta y setenta, la Sabana Grande bohemia y psicodélica, heredera del ocio licencioso y consumista, devino distrito emblemático y locación preferida para las odiseas narrativas de esos sujetos literarios.
Arturo Almandoz Marte
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