Fotografía de Carolina Acosta-Alzuru
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El 13 de marzo de este año, el día antes de que comenzara nuestro largo confinamiento por el coronavirus, conversé con Estambul por dos horas de cara al azul del estrecho del Bósforo. Había llegado en la madrugada procedente de Cluj, Rumania, luego de intentar regresar a mi casa a través de diferentes países europeos. La recién declarada pandemia ya se traducía en una avalancha de prohibiciones, cierres de fronteras y vuelos cancelados. Estambul era la escotilla por la cual trataba de regresar a mi hogar antes de que Estados Unidos también cerrara sus fronteras. Tenía pasaje para el vuelo Estambul-Atlanta de Turkish Airlines que saldría a las dos de la tarde, solo trece horas después de mi aterrizaje desde Rumania. Dada la urgencia del momento y el tráfico de esta ciudad de veinte millones de habitantes, cualquiera en mi situación habría pernoctado en el hotel del aeropuerto. Yo no. Cuando Estambul se convirtió en mi breve escala de regreso sabía que tenía que verme con ella y con su azul.
Mis movimientos fueron deliberados. Trataba de controlar lo que podía. Reservé en el Hotel Novotel de Karaköy, un barrio en el lado europeo al borde del Bósforo, el estrecho que separa Europa y Asia en la única ciudad asentada en dos continentes. Karaköy está al comienzo de Haliç, el Cuerno de Oro, brazo único del Bósforo que con frecuencia confunde a los turistas porque allí el agua no media entre Europa y Asia. Allí Europa mira a Europa.
Entré al Novotel a las 2:30 a.m., me metí en la cama media hora después y puse la alarma de mi teléfono para las 7:30 a.m. Sabía que debía tomar el taxi de regreso al aeropuerto a más tardar a las 10:30 a.m. Sabía también que tenía que acercarme al azul de Estambul. Hasta allí mis certidumbres.
Me quedé dormida pensando en ellas. Soñé en blanco y azul.
“La poesía no es de quien la escribe sino de quien la necesita”, le dice el Neruda de Skármeta al humilde cartero en la película Il Postino. Igual sucede con la música. Así que hace varios años me apropié de la estrofa de Yordano: “ella va por ahí robando azules”. Corté la frase y la extraje de su contexto porque así expresaba mi perenne búsqueda del color azul y mi necesidad de exponerme a él como si fuera mi sol personal.
El asunto no es simple. No se puede resumir diciendo que el azul es mi color favorito porque es mucho más: es fuerza, callada euforia, nostalgia, medicina y spa. Es la explicación de que no me gusten los días nublados, de que prefiera la playa a la montaña y de que en mi patio trasero siempre levante la mirada sobre el bosque verde buscando el cielo. También persigo el agua. Todos mis lugares favoritos están definidos, al menos en parte, por la presencia de un cuerpo de agua: Playa Azul, Choroní, París, Santorini, Praga y, por supuesto, Estambul.
Ese 13 de marzo Estambul amaneció con temperatura y cielo de mayo. En la televisión un médico hablaba de la celulitis mientras el generador de caracteres anunciaba apenas el segundo caso de Coronavirus en Turquía. Me bañé y vestí pensando qué haría con mis dos horas allí. A pesar de tenerlo a solo tres cuadras y saber que es un pasaporte seguro a la limpieza y relajación del cuerpo y del alma, descarté ir al baño turco –hamam– porque no quería estar encerrada. Consideré subir a la azotea del hotel y desayunar allí con calma. El desayuno turco, con su increíble despliegue de bollería, quesos, embutidos de carne de res y pavo, jaleas, yogures, aceitunas, huevos, frutas y vegetales, amerita tiempo y hace juego perfecto con la grandiosa vista. Pero después de los días angustiosos en Cluj sabía que necesitaba el azul del mar cerca. Decidí meterme en el agua sin mojarme. Tomaría el ferry y atravesaría el Bósforo hasta Kadıköy, del lado asiático. Es un trayecto de unos veinte minutos que adoro y siempre me llena de serena energía. Compraría en el camino a la estación del ferry queso crema y un simit –el pan redondo con un hueco en el medio que es la arepa de los turcos– y me los comería en el barco bebiendo un té –çay– de los que allí venden. Nada más delicioso, práctico y turco que esa combinación de simit, queso crema y çay. Me sentaría, por supuesto, del lado de estribor en los bancos exteriores con los pies apoyados en la baranda metálica. Es uno de mis lugares favoritos del mundo. Cara al viento, mis pies vuelan sobre el azul mientras mis ojos miran, primero de cerca y luego de lejos, a la Estambul de las postales, la más antigua. En Kadıköy caminaría por el malecón, quizás bebería otro çay y luego regresaría en el siguiente ferry, sentada ahora en el lado de babor, por supuesto. Así le daría a mis retinas una buena dosis de azul y del perfil de Estambul.
Listo. Habemus plan.
Perdí el ferry. Lo vi zarpar cuando llegaba a la estación con mi simit y mi queso crema en la mano. El próximo barco saldría en veinte minutos. Mi plan ya no funcionaba. Pero allí, frente a mí, estaba Estambul con su brillante azul mañanero sonriéndome. No perdí un segundo, me enfilé hacia la derecha, caminé diez minutos –siempre al lado del agua–, compré un çay y me senté en los peldaños de madera al borde del Bósforo entre esa mini ciudad que es el Puente de Galata, con su tráfico, su tranvía, sus pescadores, sus peatones y sus restoranes, y ese otro puente que es la estación de Metro de Haliç. Levanté la vista y Estambul y yo nos miramos a los ojos.
–Hoş geldin Carolina! [¡Bienvenida Carolina!]
–Hoş bulduk İstanbul! [¡Gracias, Estambul!]
Mis ojos, cansados de los nubarrones en Cluj, sorbieron el azul con fruición. Dejé de pensar, sentí la caricia del suave sol de marzo sobre mi rostro y el çay perfecto en mi paladar. El cielo, sin una sola nube, pintaba al Bósforo de un azul purísimo. En la ribera de enfrente minaretes y domos delineaban el horizonte en el que resaltaba la imponente mezquita de Süleyman alardeando de su belleza blanca. Di gracias por estar allí, por sentirme en casa y porque esto último ya no me sorprende. Cualquier cosa ya estaba en Estambul.
–Herhangi bir şey? [¿Cualquier cosa?]
–Evet, herhangi bir şey. [Sí, cualquier cosa.]
¿Y si no me dejaban subir al avión porque venía de Rumania? ¿Y si el vuelo se retrasaba y llegaba después de que cerraran la frontera? ¿Y si me contagiaba en el avión? ¿Y si me aislaban al aterrizar en Atlanta? Mi mente reactivada recorría con desenfreno los escenarios posibles de las próximas horas. Me asomé a mi teléfono buscando no sé qué y encontré dos mails de la universidad que habían llegado mientras dormía. En el primero nos avisaban a los profesores que el lunes 16 habría clase. El segundo mail era solo para mí: me ordenaban que, al llegar del exterior, hiciera cuarentena en mi casa por catorce días y les reportara mi temperatura cada doce horas. ¿Cómo voy a dar clase esas dos semanas si voy a estar aislada en casa? ¿Será que uso Google Hangout?
Zoom todavía no estaba en mi vocabulario. Tampoco “aplanar la curva”, “distanciamiento social”, “shelter in place”, “PPE” y “tasa de positividad”. Una pesada incertidumbre me oprimía el pecho porque no sabía lo que pasaría en las próximas veinticuatro horas y no podía vislumbrar bien las siguientes dos semanas. Pero podría jurar que sí veía perfecto los meses de abril, mayo y junio. Infantilmente creía que todos mis planes se realizarían. Terminaría el semestre a finales de abril. Mis alumnos irían a casa para la última clase de “Telenovelas, Culture & Society”, ordenaría pizza para ellos y les prepararía un Tres Leches. En mi clase de doctorado despediríamos el semestre con un brunch y discutiríamos el lugar que ocupa la escritura en nuestra vida académica. Luego me iría una semana a Brasil al emporio Globo en pasantía de investigación. En mayo vendría a Estambul a observar las grabaciones del final de la temporada televisiva 2019-2020. Y en junio acompañaría a mi esposo a realizar su sueño de ir a Alaska. No imaginaba lo que venía. No podía concebir el confinamiento en el que todavía estoy nueve meses después, ni mucho menos intuir sus aprendizajes. Sí sentía que el Coronavirus radiografiaba a los líderes políticos, pero no sospechaba que veríamos a algunos de ellos divorciarse de la ciencia, desafiar al virus y al sentido común, priorizar la economía sobre la salud pública y manejar la crisis de la peor manera posible, politizándola irresponsablemente. Por mi mente pasaba la pesadilla que sería la epidemia en Venezuela, pero no que Estados Unidos pudiera tener uno de los peores desempeños del planeta, que su Presidente recomendaría ingerir desinfectante, poniendo así en peligro de envenenamiento a la población, que se contagiaría y haría un show mediático de eso, y que la gente se quedaría impasible ante los inauditos números de contagiados y fallecidos. No podía imaginar que tendría que alejarme emocionalmente de gente cercana porque ellos se convertirían en militantes de la desinformación. No concebía entonces las inmensas contradicciones que viviríamos, como que nos sacaran de los salones de clase en marzo y nos obligaran a volver a ellos en agosto, en condiciones de contagio mucho peores.
Tampoco sabía ese día que sería abuela por primera vez a finales de septiembre. Y que esa noticia sería la luz que iluminaría mi confinamiento.
Guardé el teléfono. Mi realidad, mi certeza, era lo que tenía en frente: el azul de Estambul. Respiré profundo. Bebí un sorbo de çay y traté de “estar en el momento”, como recomiendan los que practican la meditación. Eso me cuesta porque no es fácil ponerle riendas y frenar mi mente hiperactiva. Miré cómo el agua se mecía deseando que me hipnotizara.
–Orhan Pamuk, İstanbul’un enerjisini Boğaz’dan aldığını söylüyor. Bence sen de yapıyorsun Carolina. [Orhan Pamuk dice que Estambul toma su energía del Bósforo. Creo que tú también, Carolina.]
–Doğru, bence sürekli hareket olduğu için. Ayrıca mavi olduğu için tabii ki. [Sí, creo que es porque es movimiento continuo. También porque es azul, por supuesto.]
El Bósforo es una autopista de agua por la que navegan desde tanqueros descomunales hasta diminutas embarcaciones de un solo pescador. Debe haber, por supuesto, un sistema que organiza el tráfico, pero no es aparente para mí. Yo lo veo desordenado. Tiene corrientes fuertes, sobre todo cuando nos acercamos a los mares que definen sus dos extremos: el Mar de Mármara y el Mar Negro. Una vez atravesé el Bósforo entre Emirgan y Kanlıca en un pequeñísimo deniz taksi —taxi de mar. Fue como cruzar a pie una autopista de veinte canales por la que transitan todo tipo de vehículos en cualquier sentido y donde reina la entropía. Una experiencia aterradora y, también, extrañamente vigorizante. Pero en el Cuerno de Oro, donde estaba sentada ese viernes 13 de marzo, el agua ondeaba con la suavidad de la melancolía y solo era interrumpida por ocasionales embarcaciones pequeñas y medianas.
El Bósforo es un lienzo que no siempre es azul. No es solo que en días nublados es gris plomo, es que aun cuando hay sol la hora del día lo colorea. El amanecer lo pinta de rosado y plateado, y en el atardecer pasa por el fucsia y el anaranjado antes de llegar a su hora dorada. También tiene su rango de azules dependiendo de la época del año. Azul rey en el otoño, azul pizarra en el invierno, azul cielo en la primavera, como el que yo veía esa mañana. Pero mi favorito es el azul turquesa del verano. Es tan bello que la primera vez que lo vi pregunté si era que le habían puesto algo al agua. Me ruborizo avergonzada cuando pienso que fui capaz de hacer semejante pregunta. Es interesante que en todas las estaciones del año, cuando lo navego y miro hacia abajo, el agua siempre es azul marino; pero cuando hago lo mismo en una de sus riberas es definitivamente verde.
Quizás es que el Bósforo es como Estambul: parece una sola cosa, pero no lo es. Estambul es, realmente, muchas ciudades. Cada barrio, cada zona, tiene personalidad propia. Descubrir esta ciudad es una tarea infinita. Esa mañana yo tenía frente a mí, en la ribera contraria, al área de Eminönü. Mis ojos veían en la distancia los muelles de la empresa Turyol con sus embarcaciones diseñadas para paseos turísticos, también podía identificar el minarete solitario de la pequeña mezquita Ahı Çelebi, pero mi memoria veía mucho más que eso y caminaba contenta entre el gentío perenne de Eminönü. Sentía el apiñamiento en sus cruces de peatones, pasaba por todas sus estaciones, la de autobuses, la del tranvía y la del ferry, y entraba al Bazar de las Especias buscando –determinada– jabón de hamam, diferentes tés y la mezcla de especias con la que se sazonan las albóndigas turcas —köfte baharı. Me montaba en el tranvía que serpentea colina arriba hasta llegar al área de Sultanahmet, donde están la Mezquita Azul, Santa Sofía y el Palacio Topkapı. Allí todo turista comienza a conocer Estambul. Allí la historia te hala de la manga hasta que le prestes atención.
–Uzun zamandır burada turist değildin. [Tú hace rato que no eres turista aquí.]
–Böyle mi düşünüyorsun? [¿Tú dices?]
Miré el reloj, eran las 9:30 y aunque me había prometido emprender la caminata de regreso al hotel a las 10, caminé en dirección opuesta al Novotel. Tenía los ojos puestos en la estación de metro de Haliç. Me encanta que sea al aire libre en el medio de un puente suspendido sobre el Cuerno de Oro. Subí la escalera mecánica y caminé por su lateral derecho hacia la otra orilla. Desde allí podía ver el puente Atatürk con su invariable tráfico. A lo lejos busqué y encontré la mezquita de Fatih, la cual he fotografiado en numerosos crepúsculos dorados. Se veía igualmente bella en esa mañana azul. Tomé fotos con el celular y emprendí el regreso por el lado izquierdo del puente. Desde allí podía ver la emblemática Torre Galata coronando la colina que había tenido a mis espaldas mientras estaba sentada en las gradas de madera. Me detuve a contemplarla. Y de nuevo, mi memoria, que puede ver mucho más que mis ojos, se fue a caminar. Esta vez por las callecitas empedradas y empinadas de los alrededores de la Torre. Allí se tomó un jugo de naranja recién hecho en un kiosquito, admiró cómo torcían el macun, esa pasta dulce de la confitería otomana, hasta hacer un caramelo cuya espiral de colores es una fiesta visual. También compró baklava para llevar y subió a la torre para ver todo el azul de la ciudad.
–Galata Kulesi’nde kaç kez bulundun, Carolina? [¿Cuántas veces has subido a la Torre Galata, Carolina?]
–Bence altı, kez. [Seis veces, creo.]
–İlk zamanı hatırlıyor musun? [¿Te acuerdas de la primera vez?]
–Evet, seni oradan görmenin seninle tanışmak olduğunu sanıyordum. Ben hatalıydım, özür dilerim. [Sí, creía que verte desde allí era conocerte. Estaba equivocada, lo siento.]
Me paré en la mitad del puente entre las dos riberas, en medio del azul. En ese momento los miles de minaretes de la ciudad arrancaron su conmovedor coro de llamados a la oración —el ezan. Un grupo de gaviotas comenzó a revolotear cerca de mí. Era una escena en cámara lenta. De debajo del puente salió un barco pequeño lleno de turistas que avanzó por el medio de la avenida de agua azul hasta perderse de vista en el preciso momento en que finalizó el ezan. ¡Ah, Estambul! Tú y tu obsesión con ser cinematográfica.
Era hora de despedirme.
–Gitmek zorundayım, İstanbul. [Me tengo que ir, Estambul.]
–Ama olağan konularımız hakkında konuşmadık: araştırman, Venezuela ve Türkiye, sorularım, Erdoğan, kadınlara karşı şiddet, vs. [Pero no hemos conversado de nuestros temas de siempre: tu investigación, Venezuela y Turquía, mis problemas, Erdoğan, la violencia contra las mujeres, etc.]
–Bu doğru ama bugün zamanım yok, maalesef. Geri döndüğümde devam edeceğiz, olur mu? [Es verdad, pero hoy no tengo tiempo, lamentablemente. Continuamos cuando regrese, ¿okey?]
–O zaman gelecek sefer görüşene kadar, canım Carolina. Kendine iyi bak! [Hasta la próxima vez entonces, querida Carolina, ¡cuídate!]
–Sen de kendine iyi bak. Seni özleyeceğim. [Cuídate tú también. Te extrañaré.]
Hice el camino de regreso ensimismada tratando de armar el rompecabezas de mis emociones. La opresión de la incertidumbre se había vuelto a instalar en mi pecho, pero ahora cohabitaba con la serenidad que esas dos horas de azul me habían regalado. Estambul me encanta tanto. Estambul me queda tan lejos. ¡Qué bueno que vine, aunque fuera un ratico nada más! Volveré pronto. ¿Volveré? ¿Podré volver? Claro que sí, mayo está a la vuelta de la esquina y ya todo habrá pasado. Cuando llegue a mi casa tengo que reservar el Airbnb que me gusta. Que no se me olvide.
[Texto generado en el “Taller de literatura autobiográfica” coordinado por Ricardo Ramírez Requena.]
Carolina Acosta-Alzuru
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