Crónica

Mucho gusto, Estambul

Fotografía de Carolina Acosta-Alzuru

15/07/2018
Cualquier cosa que digamos sobre las características generales de una ciudad, sobre su alma o su esencia, acaba convirtiéndose de forma indirecta en una confesión sobre nuestra vida y, especialmente, sobre nuestro estado espiritual
 Orhan Pamuk.

Tengo los ojos llenos de azul, los brazos bronceados y el andar ligero. Mi mente repasa lo que deberían ser las próximas dos horas: el tema del día, las láminas que preparé y los objetivos de aprendizaje que quiero lograr con mis alumnos. Llego a la entrada de la universidad, muestro mi identificación y el guardia me sonríe:

Günaydın, profesör. (Buenos días, profesora.)

Günaydın.

Emprendo la bajada hacia el campus con los ojos clavados en el Bósforo. No puedo pensar más, soy puro agradecimiento.

İstanbul’dayım. (Estoy en Estambul.)

Mucho gusto, Estambul, encantada de conocerte

La primera vez que fui a Estambul lo hice para ponerle un “check” a esa ciudad en la lista de lugares que quiero visitar antes de morirme. Fue en el verano de 2009, estaba dando clase en Oxford y me fui a Estambul por menos de 72 horas con mi hija María Teresa. Fuimos unas turistas muy eficientes con nuestro corto tiempo y vimos siete de los 10 lugares que dicen que no te puedes perder -la Mezquita Azul, Hagia Sofía, el Palacio Topkapi, el Cuerno de Oro, el Gran Bazar, el Bazar de las Especias y el Hamam de Çemberlitas-. Hasta hicimos el crucero del Bósforo bajo un sol inclemente que nos importó bien poco mientras recorríamos asombradas las orillas europeas y asiáticas de la única ciudad del mundo que queda en dos continentes y que es tanto occidente como oriente. Regresamos fascinadas con una urbe que no se parecía a ninguna que hubiéramos visto antes. Nos pareció mágica.

La segunda vez fui en julio de 2011 por cinco días a una conferencia académica a presentar parte de mi investigación sobre telenovelas. Esta vez me preparé para la ciudad con el mismo esmero que para mi ponencia. La leí y la caminé lo más que pude. Me enfrenté a sus muchas subidas y bajadas. Observé protestas políticas en Taksim sin entender ni sus consignas ni sus pancartas, pero sintiendo el aroma de la búsqueda de justicia que me recuerda a mi sufrida Venezuela natal. Subí a la Torre Gálata una mañana muy temprano cuando había pocos turistas y pasé una hora bebiendo con los ojos la inmensidad y variedad de Estambul. También su azul. Creí que eso era conocerla.

¿Cuándo dejamos de ser turistas?

¿Cuándo hacemos nuestra a una ciudad?

¿Cuándo una ciudad se apropia de nosotros?

¿Cuándo una ciudad se sabe nuestro nombre?

Seis años después aterricé por tercera vez en Estambul para una semana de entrevistas y observaciones relacionadas con mi investigación académica. Fue ahí que realmente empecé a intimar con la ciudad.

O quizás ese proceso había comenzado ya en la pantalla de mi computadora cuando mi investigación movió su foco de las telenovelas latinoamericanas a los dramas turcos.

La invasión turca

En el año 2004, Turquía ganó apenas $10 mil vendiendo sus dramas televisivos en el mercado global. En el 2016, esa cifra fue de $350 millones. Los dramas turcos –dizis- son contenidos seriados melodramáticos con altos valores de producción y un nivel de intensidad dramática que puede sorprender incluso a alguien como yo que tiene 20 años estudiando melodramas. Al igual que las telenovelas, las dizis son, como decía Cabrujas, “espectáculos del sentimiento”. Ambos géneros son productos de la televisión comercial, su éxito se mide en términos de audiencia. Como las telenovelas, las dizis son –paradójicamente- tanto de consumo masivo como de menosprecio masivo. Es fascinante constatar que el número de personas que dicen despreciar a los melodramas, pero los ven regularmente, no es insignificante. No somos siempre coherentes y, hay que decirlo, los ganchos discursivos y emocionales de las telenovelas y dizis son poderosos.  

Pero también hay diferencias importantes entre ambos géneros. Entre otras, el uso de la cámara lenta y de la música en las dizis como intensificadores de los sentimientos y constructores de crescendo dramático, el gran peso que le dan los turcos a las locaciones en la proporción exteriores/estudio, el cual es mucho mayor que el de las telenovelas, la ausencia de garantía de que habrá un final feliz y las limitaciones para mostrar en televisión abierta escenas de intimidad entre los personajes debido al esquema de regulación de contenidos que hay en Turquía. Pero la diferencia más evidente es que las telenovelas son de transmisión diaria, con capítulos de duración neta (sin comerciales) de 40-45 minutos, mientras que en Turquía las dizis son transmitidas semanalmente y cada capítulo puede tener una duración neta de hasta 150 minutos. Estos capítulos son luego segmentados para la venta internacional.

Los dramas turcos comenzaron a invadir las grillas de programación de los países árabes en el 2007 y de ahí pasaron a otras regiones: el Medio Oriente, el norte de África, los Balcanes, Europa Oriental y algunas zonas de Asia. Poco a poco fueron desplazando a las telenovelas latinoamericanas en las pantallas de los países de estas regiones.

Yo, estudiosa de las telenovelas, estuve de acuerdo con otros investigadores académicos en que esta sustitución podía ser explicada por las teorías de proximidad cultural y geográfica. Pero, cuando en el año 2014 las “telenovelas turcas”, como les dicen en América Latina, comenzaron a colonizar el primetime de Chile, Perú, Uruguay y Argentina, decidí que tenía que prestarle atención a las dizis. Encontré poca literatura académica al respecto, casi toda de autores turcos o de los países cercanos a Turquía. Entendí que este género, primo hermano de la telenovela, ameritaba más atención. Así que, después de ver unas cuantas dizis y leer todo lo que pude, tomé un caso de estudio, la dizi que, para el momento de escribir estas líneas, se ha vendido en más países –Kara Para Aşk– y me fui a Estambul a entrevistar a su productor, director, escritores, actores principales y empresa distribuidora en el mercado internacional.  

Me enfrenté al reto de la diferencia de idioma y a tener que usar, por primera vez, una intérprete en muchas de las entrevistas que realicé. Aprendí muchísimo sobre dizis en esa semana. Me asombré con el tamaño y fortaleza del sector que produce y transmite estos dramas. Cada semana en el primetime hay 30-35 dizis al aire. También me sorprendí con la agresiva competencia de las televisoras turcas. Es un mercado local como ningún otro que yo haya estudiado antes. Cada noche al menos siete canales batallan por el rating en televisión abierta. La mayoría de éstos no producen los dramas que transmiten porque en Turquía hay un número significativo de empresas productoras. Una dizi cuyos primeros 3-4 capítulos no tengan buen rating sale del aire sin miramientos. Total, siempre hay muchos otros dramas esperando y listos para ser transmitidos. Esa semana me di cuenta de que, a pesar de lo mucho que había aprendido, apenas estaba rasgando la superficie del tema. Tenía que profundizar. Allí había una veta de investigación poco explorada.

Esos siete días no sólo cambiaron el rumbo de mi investigación, sino también mi mirada sobre la cultura turca y sobre Estambul. Comencé a entender que latinoamericanos y turcos no somos tan diferentes como yo creía. Que no tenemos ningún pudor de mostrar nuestras emociones, que nos despechamos igual y manejamos ese dolor exactamente igual. Y que Estambul no es una ciudad, sino muchas.

Fue en ese viaje también que la mejor universidad de Turquía, Boğaziçi Üniversitesi, me invitó a dar clases en el verano siguiente. Así fue como, en junio de 2017, llegué a Estambul por cuarta vez para vivir allí dos meses. Desde entonces he tenido la fortuna de visitarla tres veces más. Ya somos amigas.

Estambul no es cualquier cosa

“No es cualquier cosa”, dije no sé cuántas veces mientras llevaba a mi esposo Guillermo y a mi hijo Gustavo a los lugares más emblemáticos de Estambul. Y es que ésta no es cualquier ciudad. Y la Mezquita Azul no es cualquier mezquita. Y el Palacio Topkapi no es cualquier palacio. Y el Bósforo no es cualquier cuerpo de agua. Y así. Hay tanta historia aquí, tanto que enseñar, tanto que aprender.

La población oficial de Estambul ronda los 15 millones, pero sus habitantes aseguran que es realmente de 20 millones. Su tráfico puede ser infernal. Cada barrio o distrito tiene una personalidad definida. El catálogo de ellos y de sus skylines es tan variado como interminable. Del lado europeo, por ejemplo, está la histórica área de Sultanahmet con sus minaretes y edificaciones ancestrales, que fue el centro de la ciudad en sus períodos bizantino y otomano. Cruzando el Puente de Gálata está Beyoğlu, ecléctico con comercios, arte, vida nocturna y sus codiciados “rooftops”-bares y restaurantes en los que la bebida más espirituosa es la vista sobre el Bósforo-. Muy cerca están las pintorescas calles y callecitas del bohemio Cihangir que contrasta con el barrio chic de Nişantaşı, pleno de boutiques y con los rascacielos de los modernos distritos de negocios de Levent y Maslak. A orillas del Bósforo hay una sucesión de barrios vivaces entre los que destaca el delicioso y costoso Bebek, en cuya colina más cercana, con una vista envidiable, está Boğaziçi, la universidad donde di clases.

El lado asiático de Estambul también es extenso y diverso. La percepción general es que el ritmo de vida allí es menos acelerado y más residencial que en su contraparte europea. Pero, realmente, esto depende de dónde vivas. Entre sus muchos barrios están los emblemáticos Üsküdar, Kuzguncuk y Kadıköy. Üsküdar, de ambiente conservador, tiene más de 150 mezquitas. Muy cerca, Kuzguncuk ha sido habitado por judíos, griegos, armenios y turcos. Allí coexisten, a veces en la misma calle, mezquitas, sinagogas e iglesias cristianas. Y mirando hacia los minaretes de Sultanahmet, con el Mar de Mármara de por medio, Kadıköy vibra de día y de noche.

El Estrecho de Bósforo separa los lados europeo y asiático de la ciudad y comunica al Mar de Mármara con el Mar Negro. Tiene 30 kilómetros de longitud. Su ancho varía desde sólo 750 metros entre las fortalezas de Rumeli y Anadolu hasta 3.700 metros en la entrada del Mar Negro. El color del cielo lo pinta con diferentes tonos de azul o gris cada día. En días soleados, el Bósforo se torna turquesa y contemplarlo se hace imprescindible. Sus amaneceres y atardeceres son épicos. Cuando el sol cae, estrecho y ciudad se visten de rosado, luego de anaranjado y, finalmente, de dorado, antes de darle paso a la noche. El Bósforo no sería lo que es sin Estambul y Estambul tampoco sería la ciudad que es sin el Bósforo. El Estrecho es su espectáculo principal.

Como un actor multifacético, el Bósforo juega una variedad de roles. Es uno de los factores que define el valor de una propiedad. Mientras más cerca esté del Bósforo, será más cara. Si tiene vista al Bósforo, también será más costosa. El Estrecho es una importante vía de transporte marítimo, especialmente de transporte de petróleo. A la vez, es un lugar recreacional. Los que tienen mayor poder adquisitivo lo pasean en lanchas y yates. En el verano hay familias que nadan en sus orillas y en cualquier mes del año, sin importar clima y temperatura, los pescadores son presencia constante en sus puentes y márgenes. El Bósforo es también un atractivo turístico. Está bordeado de bancos, malecones, restaurantes y palacios. Recorrerlo es una manera imprescindible de ver la ciudad. Y, muy importante, el Bósforo es una de las principales y más eficientes vías de comunicación entre los lados europeo y asiático. En esta ciudad, la tarjeta de acceso al transporte público –İstanbulkart– te permite movilizarte en autobús, metro, tranvía, funicular y ferry.

Es que Estambul no es cualquier cosa y el Bósforo no es cualquier cuerpo de agua.  

El idioma tampoco es cualquier cosa

—¿Sabes? Me voy a ir triste de Estambul.

—¿En serio? Yo sé que es una ciudad fascinante, pero ¿no te sientes extraña allí?

—Para nada. Te sonará raro, pero me siento como en mi casa. Hay muchas cosas de esta cultura que me son totalmente familiares.

—Habrá quien diga que viviste allí en una vida pasada. ¡Ja, ja, ja!

—¡Ja, ja, ja!

—Hablando en serio, me impresiona lo que me dices, sobre todo por el tema del idioma y tu día a día. ¿Cómo haces?

—El idioma es dificilísimo y mi turco es mínimo. Pero la gente aquí es muy amable, siempre están dispuestos a tratar de entenderme y a hacerse entender. Por eso también me siento como en mi casa. Tú sabes que dicen que hablar y entender un idioma no significa necesariamente “hablar” y entender la cultura, pero que sí te permite acercarte a ella. Eso es cierto, pero a mí me pasa algo inverso aquí. Siento que “hablo” y entiendo la cultura muchísimo más que el idioma. Yo misma me sorprendo de la familiaridad que siento en mi día a día cuando tengo de por medio un idioma tan complicado de aprender.

—Realmente el idioma suena inextricable, pero todos los idiomas desconocidos suenan así. Dime por qué te parece tan difícil.

—El turco es como un lenguaje de programación de computadoras: es muy regular, pero tiene muchas reglas. También tiene ocho vocales y tres consonantes extras. El orden de las palabras en una oración no se parece en nada al de los idiomas que conozco. El turco funciona a base de aglutinar sufijos. Una palabra puede ser una oración completa: yazabilirim = yaz (raíz del verbo escribir) + abil (sufijo que indica capacidad o habilidad) + ir (tiempo presente) + im (yo). O sea: “Yo puedo escribir”. También es un lenguaje con musicalidad. Rara vez hay dos vocales seguidas, así que cuando agregas sufijos, también hay que colocar consonantes como amortiguadores entre las vocales. Para completar, las vocales de los sufijos tienen que armonizar con la última vocal de la palabra a la que están adosados y las consonantes a veces mutan cuando agregas un sufijo. Suena complicado, ¿verdad? Lo es. Créeme, es MUY difícil.

—Pero yo veo que tú has aprendido.

—Siento que he aprendido muchísimo y, a la vez, sé poquísimo. Aprender un idioma es una tarea interminable. Pero el turco es tan complejo que por primera vez en mi vida estoy estudiando algo que sé que no voy a aprender. Así que, junto con el turco, ando aprendiendo determinación y paciencia (sobre todo conmigo misma), y lo estoy disfrutando un montón. Toda una lección para esta profesora.

Más allá de los estereotipos

Al principio me despertaba todos los días con el primer ezan (llamado a la oración) del día, el cual puede ocurrir tan temprano como antes de las 4 a. m. Luego me fui acostumbrando y ya sólo me despertaba ocasionalmente. Pero cuando lo escucho, de día o de noche, siempre hago una pausa en lo que estoy haciendo. En las películas y videos sobre Turquía y otros países de mayoría musulmana ya es un cliché utilizar como establishing shot la imagen del domo y minaretes de una mezquita con el llamado a la oración como banda sonora. A mí me conmueve escucharlo. Lo siento como una convocación a algo que es universal y que está muy dentro de mí. También me recuerda lo poco que sé y lo mucho que tengo por aprender y comprender. Me hace pensar en la inevitabilidad de los clichés, los estereotipos y la ignorancia, y en el daño que pueden hacer.

En Estambul puedes ver en el mismo lugar desde mujeres totalmente cubiertas por burkas hasta las que se visten tan descotadas como mis alumnas norteamericanas en pleno verano, pasando por todas las opciones que hay entre esos dos extremos. En días de temperatura alta, observo a las que se cubren la cabeza con cualquiera de las posibilidades que dejan el rostro a la vista –hijabs, shaylas, khimars, al-amiras, chadors– y no les veo rastros de acaloramiento ni de sudor. Ellas van perfectas con su maquillaje intacto. Me pregunto qué las hace inmunes al calor y a la humedad mientras yo me derrito.

Me tropiezo con una imagen que me deja pensativa: un grupo de cuatro mujeres vestidas con burkas saliendo de una tienda que sólo vende maquillaje. Traen múltiples bolsitas en sus manos con lo que han comprado. Siento una contradicción tan grande que me doy cuenta de que no es que no entiendo nada, es que realmente no sé nada. Porque, ¿cuántas amigas como ellas tengo yo? ¿Por qué asumo que no se maquillan? Yo me siento muy “experta” en eso de ser mujer venezolana, mujer inmigrante, mujer latina en Estados Unidos, etc. Creo con firmeza en la diversidad como principio y modo de vida, pero la verdad es que mis amigas musulmanas ninguna se cubre la cabeza, mucho menos usan burka. Así que no sé nada. Realmente no sé nada.

Turquía no sólo está en dos continentes y entre oriente y occidente, sino que también está a horcajadas entre lo seglar y lo religioso. Sobre todo ahora que Erdoğan intenta borrar el laicismo de la república fundada por Atatürk en 1923. Eso se siente particularmente en Estambul, una ciudad que tiene más de tres mil mezquitas y que a la hora del llamado a la oración se convierte en un coro de ecos del ezan, pero en la cual puede ser que no te des cuenta de que estás en pleno Ramadán, el noveno mes del calendario musulmán en el cual se supone que los musulmanes ayunan desde el alba hasta el crepúsculo. Las calles, los restaurantes y bares de la ciudad llevan una vida normal en Ramadán. En las zonas más conservadoras, como Eyüp, sí he visto que la gente se reúne en la calle en el crepúsculo para romper el ayuno en comunidad. Pero también he estado durante Ramadán en happy hours –con su consabido consumo de alcohol y comida- que comienzan mucho antes de que se ponga el sol.

Bayram marca el final de Ramadán en Turquía. En casi todo el resto del mundo musulmán la fiesta se conoce como Eid al-Fitr. Las familias se reúnen, así que la población de Estambul aumenta de manera significativa. Caminar por las calles de Sultanahmet y Eminönü en esos días es como tratar de transitar por algunas calles en Delhi: te puede tomar 10 minutos avanzar 100 metros. Nunca vi a Estambul tan llena de gente. Nunca la volveré a ver así.

Se come muchísimo en Bayram, sobre todo dulces. De hecho, el nombre completo de la fiesta es Şeker Bayramı (fiesta del azúcar o de los caramelos). Los abuelos tienen montañas de caramelos para sus nietos que, aunque están exentos del ayuno de Ramadán, no comen dulce en un mes. Ramadán se parece a la cuaresma cristiana. Y es que, cuando te fijas bien, hay muchísimos puntos de coincidencia entre el islam y el cristianismo. Pero nadie que sólo escuche y mire a los radicales me creerá eso. El fundamentalismo es el cáncer de nuestro tiempo y la radicalización es su metástasis. Son distorsiones de la retina y de las creencias que envenenan todo y tienen gravísimas consecuencias.

Todo el mundo debería venir a Estambul. Todos deberían permitirse la libertad y la claridad que ocurren cuando se te estremecen los andamiajes de lo que crees saber y los estereotipos y prejuicios se rompen en añicos ante tus ojos.

Terror

Nadie de mi familia o amigos menciona las palabras “peligro” o “terrorismo”. Es como si, “bueno ya ella está allá sola, entonces, ¿para qué decirlo?”. Tienen razón, para qué decirlo. Yo, la verdad, me siento segura. Aquí nadie tiene miedo de salir a ninguna hora. Es totalmente distinto a Caracas. Así que sólo pienso en “peligro” cuando recibo los emails que el gobierno de Estados Unidos nos manda a sus ciudadanos que estamos residiendo aquí advirtiéndonos que evitemos esta o aquella área porque quizás habrá una protesta.  Hago una nota mental y obedezco. Pero, en lo que al terrorismo se refiere, me rijo por aquello de que “cuando te toca, ni que te quites y cuando no te toca, ni que te pongas”.

El domingo pasado fui a Taksim. Al bajarme del metro me impresionó la cantidad de policías con armas largas y equipos antimotines que había. Y recordé el ultimo email del Departamento de Estado, tres días atrás, advirtiendo que el domingo evitáramos la zona. ¡Muy bien, Carolina! ¡Se te olvidó algo importante! Pero la gente paseaba por la famosa avenida Istiklal Caddesi como si nada, así que hice lo que iba a hacer y regresé a donde vivo con la tranquilidad de no haber corrido peligro. 

Porque uno cree que el peligro está en la calle. Pero las pesadillas y el terror no tienen localidad fija. 

Me fui a bañar. Vivo en un dormitorio estudiantil. Mi suite tiene cuatro habitaciones, un baño y un área de sala-comedor-cocina. La ducha está en un cuartico muy pequeño. Entré y cerré la puerta con el pestillo. Esa costumbre que no sé de dónde me viene de “protegerme” cuando estoy sola. Que no vaya a ser que entre no sé quién mientras me baño. Herencias de la educación católica o quizás de la película Psycho de Hitchcock. 

Cuando fui a salir, el pestillo de la puerta se aisló, dejó de funcionar y no abría. Lo manipulé y me quedé con él en la mano. Del otro lado de la puerta cayó la otra mitad del mecanismo. Metí el índice en el hueco del cilindro y lo palpé, pero no sentí nada que no fuera madera. ¡Estaba atrapada en un metro cuadrado! Sin ventana, sin teléfono, sin lentes para ver bien, sin nada. ¡SIN NADA!

Entré en pánico. Mi garganta y mi mente se independizaron. Mientras que de la primera brotaba un desesperado Ave María, la segunda hacía un atropellado inventario de la situación:

  • Nadie sabe que estoy aquí. Nadie me va a buscar.
  • Faltan 24 horas para que Guillermo llegue de Madrid.
  • No hay ventilación.
  • Tengo agua, eso sí.
  • Soy claustrofóbica. 
  • (Cancela eso, Carolina).
  • Soy claustrofóbica. 
  • Nadie sabe que estoy aquí. Nadie me va a buscar. Nadie sabe que estoy aquí. Nadie me va a buscar. Nadie sabe que estoy aquí. Nadie me va a buscar…

Frustrada, aterrada, le di un golpe a la puerta con el puño y sonó duro, como un tambor.  Y entendí que tenía que hacer ruido y gritar. Tenía que pedir ayuda. Yo, la que rara vez pide ayuda, la que todo lo trata de resolver sola. Yo tenía que gritar. Punto.

Y empecé a golpear la puerta con ambos puños. Quería matar a esa maldita puerta. El ruido que hacía era estruendoso. Alguien me tenía que escuchar. Empecé a pedir ayuda en inglés y en turco:

(BANG, BANG, BANG)

—PLEASE HELP ME!

—I’M STUCK IN THE SHOWER ROOM. THE DOOR LOCK DOESN’T OPEN.

—I’M IN SUITE TWO, FIRST FLOOR.

—HELP, PLEASE!

(BANG, BANG, BANG)

—İMDAT! İMDAT!   

—TÜRKÇEM İYİ DEĞİL. 

—İMDAT, LÜTFEN!

(BANG, BANG, BANG)

No sé cuánto tiempo estuve en eso. Lo sentí como una eternidad, por supuesto. Pero, de repente, escuché voces en turco. Me envolví en la toalla y, oh, milagro, lograron abrir. Y, sí, en esta cultura que puede ser tan pudorosa en relación a lo que una mujer puede mostrar de su cuerpo a un hombre, allí estaba yo sólo con una toalla frente a dos hombres desconocidos. 

—Çok çok teşekkürler! (¡Muchas, muchas gracias!)

Me pidieron disculpas en turco y se fueron de inmediato. Me vi en el espejo. Estaba color remolacha y emparamada de sudor. Me volví a bañar, me puse la piyama y me senté en el sofá a recuperar los números usuales de mis signos vitales y a pensar si había pasado algún momento más angustioso que éste. Creo que no. 

Yo camino por las calles de Estambul como si hubiera vivido aquí toda mi vida. Navego las diferencias de idioma y cultura sin angustia alguna. No pienso ni en los radicales kurdos, ni en ISIS, ni en que Siria queda al lado, ni siquiera pienso mucho en el autoritarismo de Erdoğan. No siento miedo nunca. Pero en el cuartico de la ducha conocí el terror de la absoluta soledad. La verdadera lejanía. 

Negro y azul

23 de junio, 6 a. m., abro los ojos y me asomo a mi celular. En el chat de la familia hay una noticia terrible: el SEBIN se llevó detenido a Roberto Picón sin orden judicial. En Caracas son las 11 p. m. del día anterior. Estamos en shock. Para todos los efectos, Roberto es mi cuñado porque su esposa Elizabeth no es simplemente mi prima hermana, es mi hermana. Así crecimos, así nos consideramos, así nos queremos.

Roberto es uno de los hombres más honestos y democráticos que conozco. Un ingeniero venezolano insigne que no es político, pero es uno de los expertos electorales de la oposición.  Su detención es un zarpazo feroz del régimen. La injusticia es un trago de vidrios rotos. La angustia se instala en mí y en nuestra familia. Tenemos que seguir adelante con nuestras obligaciones aún con esta herida abierta y a la vista de todos. Tenemos que apoyar a Elizabeth y a sus hijos. Tenemos que acompañar a Roberto con nuestras cartas y oraciones.

Tenemos que luchar para que se haga justicia en el país de la injusticia.

Pasan los días y, a pesar de mis clases e investigación, no puedo dejar de pensar en Roberto. Me aferro a su fortaleza espiritual. Sé que tiene algo dentro de él muy sólido y hermoso que nadie puede tocar, que nadie le puede quitar. Me dicen que está en una celda decente en El Helicoide. Me dicen que los abogados están haciendo su trabajo. Me dicen que lo va a juzgar un tribunal militar. Me dicen que hace muchos días que no le permiten visitas. Me dicen ahora que está castigado en un baño inmundo. Una amiga cercana que conoce de estas cosas me envía una nota de voz: “Caro, en el SEBIN todo se paga. Pagas hasta por el jabón para bañarte, pero el que paga se jode, porque lo dejan allí así, pagando por todo”. En esa noche oscurísima no puedo dormir. A la mañana siguiente sigo viendo negro.

Una gaviota llega hasta mi ventana y chilla. Tomo mi cartera y me voy al lugar de donde ella viene: el Bósforo. Necesito su azul. Es el único antídoto contra la oscuridad.

El Gran Bazar

—¿Español? English? ¡Pasen adelante, tenemos buenos precios! Come in, we have good prices!

Las dos primeras veces que fui al Gran Bazar tuve experiencias idénticas. Los vendedores nos escuchaban conversar y nos empezaban a llamar y a perseguir en nuestro idioma. Detesté eso. También debo reconocer que el lugar me abrumó de inmediato. Es un laberinto descomunal y ruidoso de corredores llenos de locales, mercancía, vendedores y compradores. (Según Wikipedia, tiene unas 4.000 tiendas). Las dos veces fui pensando que me divertiría y las dos veces salí espantada luego de comprar dos tonterías, una de las cuales ni quería ni necesitaba.

A decir verdad, no me gusta la compradera, nunca me ha gustado. Vivo en Estados Unidos y evito ir al mall. Hace años que compro casi todo por internet. De hecho, cuando voy a Caracas, hay un diálogo (que ya es un chiste) recurrente con mis amigas:

—Caro, de lo que tienes puesto, ¿qué te compraste por internet?

—Todo, hasta los zarcillos.

(Carcajadas)

A este cuadro hay que agregarle que en el Gran Bazar hay que regatear, (a menos que estés dispuesto a pagar el doble o el triple del valor real de la mercancía), y yo odio regatear. Por eso este lugar, uno de los “Top 10” de Estambul, no funciona bien conmigo. 

Con todo y eso, decidí ir un viernes en la tarde. “¿Cómo no ir si estoy viviendo aquí?” “Tú tienes que superar eso, Carolina”. “No hay mejor lugar para comprar regalos”. Y mientras argumentaba conmigo misma, decidí llevar una lista de lo que necesitaba comprar a ver si así me iba mejor:

  • Una bufanda para mí.
  • Y ya que estoy en las bufandas, comprarle una a cada una de mis sobrinas.
  • Algo que me está haciendo falta: una taza grande para el café.

Es decir, entré al Gran Bazar como si fuera al abasto de la esquina a buscar un paquete de servilletas y un kilo de tomates. Y así me comporté. Caminé determinada, sólo buscando bufandas y tazas grandes. Hay miles, por supuesto. Yo las miraba con ojo clínico de lejitos hasta que algo llamaba mi atención y, entonces, me acercaba asumiendo al regateo como gramática y postura. 

Esta vez, mi primera vez sola en el bazar, ningún vendedor trató de adivinar mi lengua nativa, lo único que escuché de todos fue buyurun (pase adelante). Nadie insistió ni me persiguió. Pensé que quizá alguien les recomendó no ser tan agresivos. Todo se aclaró cuando empecé el primer proceso de regateo en mi muy limitado turco:

Ne kadar? (¿Cuánto cuesta?)

Yüz lira. (100 liras.)

Hayır, otuz lira. (No, 30 liras.)

—(Inentendible lenguarada.)

Türkçem iyi değil. Tekrar eder misiniz? Daha yavaş lütfen. (Mi turco no es bueno. ¿Puede repetir? Más despacio, por favor.)

YOU AREN’T TURKISH? (¿USTED NO ES TURCA?)

—No, I’m not (No, no soy.)

—Where are you from? (¿De dónde es usted?)

—Venezuela

—Venezuela! Ah! You look Turkish. Are you sure you aren’t Turkish? (¡Venezuela! ¡Ah! Usted parece turca. ¿Está segura de que no es turca?)

Ya me lo habían dicho otros: parezco turca. Así que seguí caminando protegida por mi aparente identidad. En media hora tenía lo que decía mi breve lista. Había recorrido un 5% del bazar nada más. Caminé hacia la salida más cercana. Vi un local que vendía juegos de té turcos. Quería uno, pero no estaba lista para comprarlo. Los miré. Un vendedor se me acercó:

Buyurun!

—Sólo estoy mirando, dije de una vez en inglés.

Y yo sólo estoy vendiendo.

Nos miramos fijamente y le respondí:

—Éste es el diálogo más honesto en la historia del Gran Bazar.

De acuerdo.

Soltamos una carcajada al unísono.

Y me fui. Al salir me sentí como el que batalla una fobia poco a poco y saborea cada pequeño triunfo. 

Diez días después regresé con la actriz venezolana Marisa Román, quien me estaba visitando por unos días. La vi navegar el lugar con envidiable naturalidad. Su carisma y belleza tenían arrobados a los comerciantes quienes, por cierto, son casi todos hombres. Compramos una variedad de tés y algunos regalos. Compré, finalmente, el juego de té turco de mis sueños al precio que yo estaba dispuesta a pagar. 

En la entrada de un local de pulseras y collares, mientras Marisa conversaba animadamente con uno de los vendedores, miré a mi alrededor. Estaba rodeada de instrumentos musicales desconocidos, globos de vidrio de diseños y colores diversos que se descuelgan desde los techos ancestrales, cortinillas de bordados delicados como suspiros, cerámicas baratas cuya belleza las hace valiosas y pashminas de todas las calidades y tonos. 

El bullicio desapareció. Vi la belleza. Respiré profundo. Sonreí. Sé que volveré al Gran Bazar. Aunque no compre nada. 

Déjà vu

—¿Venezolana? Creí que era turca. ¿Cómo aprendió a comprar en turco?

—Es que soy profesora en Boğaziçi y estoy viviendo aquí este verano. Pero mi turco no es nada bueno, disculpe.

—Ah… ¿y en qué departamento de la universidad?

—Historia. Bueno, mi clase es sobre historia de la televisión.

—Historia… ¿Sabe quién era Atatürk?

—Sí, claro.

—¿A usted le gusta lo que hizo Atatürk?

—En general, sí.

—Necesitamos otro Atatürk. Tenemos que buscarnos otro. Este presidente que tenemos es muy malo, va a acabar con la república.

Déjà vu.

Vivimos tiempos marcados por una franquicia de líderes políticos que personifican una mezcla letal para la democracia: el populismo con el autoritarismo. Polarizan con alevosía. Dividen para conquistar. No soportan el disenso. Intimidan. Reprimen. Detienen. Torturan. Colonizan todos los poderes públicos, convirtiéndolos en simples certificadores de las acciones del ejecutivo. Mantienen un simulacro de democracia a fuerza de realizar elecciones sólo cuando les conviene y cuando las controlan. Satanizan a los medios de comunicación para luego amedrentarlos, asfixiarlos y, eventualmente, tomar control de ellos. Entonces, la autocensura se convierte en mecanismo de supervivencia y el campo de visión de la población se reduce de manera importante, quedando incompleto.

Los objetivos principales de estos líderes son el poder absoluto y lograr perpetuarse en él. Actualmente, las sucursales más notorias de esta franquicia están en Venezuela (Maduro), Nicaragua (Ortega), Filipinas (Duterte), Egipto (Al-Sisi), Hungría (Orbán) y Turquía (Erdoğan). Y, hay que decirlo, en Estados Unidos. Trump ha tomado el control de los poderes legislativo y judicial y su satanización de los medios de comunicación ya tiene graves consecuencias.

En las calles de Estambul encuentro a diario la polarización. Como venezolana reconozco al vuelo sus síntomas y consecuencias. También el lugar crucial que ocupa la economía. Si está bien, anestesia políticamente a la población. Cuando ya no está tan bien, la activa. La lira turca (TL) se ha debilitado en el último año, pasando de 3,50/$ en septiembre de 2017 a 4,70 en junio de 2018.

Erdoğan adelanta las elecciones de noviembre de 2019 a junio de 2018.

Déjà vu.

En mi investigación sobre las dizis veo las huellas del gobierno. Bien sean evidentes -tramas que jamás tocan el tema político, medios de comunicación que cambian de dueño, actores y directores que se quieren ir del país- o no tan evidentes: todos los canales tienen en su grilla de programación un drama de contexto militar que replica y nunca contradice el discurso gubernamental. Es una suerte de vacuna a ver si los dejan quietos.

A ver si los dejan quietos. Venezuela, año 2005.

Déjà vu.

Limpiecita como un sol

Entro al Kiliç Ali Paşa Hamamı (baño turco) ya sonreída. La recepcionista también sonríe y me da la bienvenida:

Hoş geldiniz, Carolina hanım! Estamos felices de verla de nuevo. Belkis está lista para atenderla.

Belkis y yo nos abrazamos. Nos conocemos bien porque para mí ir a Estambul y no visitar el hamam es una visita incompleta.

Conozco bien la rutina y hace rato que me sacudí los remilgos de niña educada por monjas y disfruto inmensamente la experiencia. En el hamam me bañan, me restriegan como si fuera una bebé con un kese -un guante hecho de una tela que es como un papel de lija para epidermis- y me hacen un masaje mientras estoy cubierta de la cabeza a los pies con una espuma deliciosa que huele a puro limpio. Es una limpieza profunda del cuerpo y del alma. Un nivel alto de consentimiento.

Salgo como nueva. Tanto que ni siquiera reconozco mi propia piel de lo suave que queda, ni el brillo que emana de mí ni mucho menos la rara serenidad que me posee por las próximas horas.

En mi maleta de regreso hay un kilo de jabones de hamam. Ojalá pudiera llevarme el hamam completo.  

Travesía

Todo el que va a Estambul hace un crucero por el Bósforo. Los hay caros (150-500 TL= $30-$100), como el que tomé la primera vez. Pero hace rato aprendí que hay un crucero que sólo cuesta 15 TL ($3) que cubre el mismo trayecto y tiene la misma hora y media de duración. Es tan barato que, cuando necesito un receso de mi investigación, lo tomo.

El Bósforo me llena y me acompaña. Su azul me sana y me inspira.

Hoy miro a mi alrededor en el barco y sé que todos son más turistas que yo. La mayoría está viendo a Estambul por primera vez. En sus ojos veo los míos la primera vez que navegué por el Bósforo.

Ya no soy esa.  

¿Cuándo dejamos de ser turistas?

¿Cuándo hacemos nuestra a una ciudad?

¿Cuándo una ciudad se apropia de nosotros?

Cuando reconoces y puedes nombrar los diferentes barrios que ves pasar desde el barco.

Cuando puedes decir que te has sentado en los bancos de los parques que ves a lo lejos y has entrado a las mezquitas y palacios que los otros pasajeros están admirando.

Cuando desde el Estrecho miras la terraza del Starbucks de Bebek (para mí, el mejor Starbucks del mundo) y no te preguntas cómo será preparar clase allí porque ya tu laptop y tú saben la respuesta. 

Cuando las gaviotas que siguen al barco quedan suspendidas en el aire mientras te miran a los ojos, como si te reconocieran. 

Cuando desde el crucero envidias una ventana en lo alto de la colina donde está la fortaleza Rumeli y de inmediato te das cuenta de que fue tuya por unos días.

Cuando dices “yo viví allí”. 

Cruzo el Bósforo sola. De mar a mar. De continente a continente. Realmente, el Bósforo me atraviesa a mí. 

Onun adı Carolina (Su nombre es Carolina)

¿Cuándo una ciudad se sabe nuestro nombre?

Hay una mesa redonda en Boğaziçi Üniversitesi que sabe mi nombre. En ella sirven çay, teoría, métodos, análisis y resultados. Allí nos reunimos ocho académicas turcas y yo a conversar sobre dizis y telenovelas. Un privilegio. Horas esclarecedoras que nos ubican y orientan antes de continuar ese bordado complejo que es nuestra investigación.  

*

En el Tribeca Café de Yeniköy saben mi nombre. Es el lugar donde nos encontramos siempre Arzu y yo. Ella es la académica que mejor conoce el sector que produce y distribuye las dizis. Pero, sobre todo, es una gran amiga y uno de los regalos más hermosos que me ha dado Estambul.

*

Desayuno con mis alumnos frente al Bósforo. Hablamos de Venezuela y Turquía con la sinceridad que establecí como principio en mi salón de clase. Se sienten seguros conmigo y yo feliz con ellos. Sus rostros serán inolvidables para mí. Ellos se saben mi nombre.

*

Simit! Sıcak simit! Simit! Sıcak simit!Simit! ¡Simit caliente! ¡Simit! ¡Simit caliente!)

El pregón entra por mi ventana. Me asomo y le grito al vendedor que empuja el carrito con su mercancía:

Lütfen bekleyin, geliyorum! (¡Espere, por favor, voy!)

Bajo las escaleras y salgo:

Günaydın Carolina hanım, buyurun. (Buenos días, señora Carolina. Tome.)

Y me entrega un simit simple y uno con aceitunas. Él sabe mi nombre. También mi desayuno favorito aquí.

*

La primavera me rodea. Los árboles están vestidos de verde tierno y hay alfombras de flores. La temperatura es perfecta. Es mayo en Estambul. Estoy en una de las muchas terrazas del Parque Yıldız en el distrito de Beşiktaş. Cerca, unos novios se toman fotos en un puente que parece pintado a mano. El hijab y el vestido de la novia son azul cielo. A mí lado brota la dulce melodía del clarinete de Tarık, mi profesor online de turco. Es un excelente docente y mejor persona. Cuando vengo a Estambul, Tarık me da la clase en las calles de la ciudad, todo un lujo. Hoy me regala su música. El clarinete es su religión y su poesía. Cierro los ojos.

Estoy escuchando a Estambul, con los ojos cerrados,
primero sopla un viento apacible;
las hojas se mecen suavemente
en los arboles;
lejos muy lejos,
los incansables campanilleos de los lecheros
estoy escuchando a Estambul, con los ojos cerrados.

Orhan Veli Kanık

Te estoy escuchando, Estambul. Estás diciendo mi nombre.


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