Retratos, hitos y bastidores

Retratos de juambimbas

Retrato frente a la Panadería Solís, Caracas. 1916 | Autor desconocido ©Archivo Fotografía Urbana

31/10/2019

Por una parte esperan incorporarse a la vida jurídica y moral de la nación esos ‘Juan Bimba’ sin historia (así se les ha llamado en 1936) cuyo destino étnico y espiritual todavía es un secreto…

Mariano Picón Salas, “Proceso del pensamiento venezolano” (1937), en Suma de Venezuela

 

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De la galería conservada en el Archivo Fotografía Urbana, el primer grupo de individuos anónimos es de autor desconocido. Aglomerados en la esquina de la panadería Solís en 1916, en el creciente sopor del gomecismo, son adultos y niños trajeados modestamente, varios con alpargatas, pero todos decorosos. Flanqueados por un policía de punto con morrión y una dama de claro traje escotado, los más de los hombres y zagaletones llevan sombreros y gorras, mientras que algunos van de pajilla. Y en usanza ya muy venezolana para entonces, asoman entre algunas manos las bolsas con barras de pan francés, seguramente recién horneadas.

Otro grupo de cinco hermanos es también de autor desconocido, pero son retratados en un estudio en 1925. Con sombreros entre jipijapa y panamá, llevan flux claro con chaquetas cortas, que en mucho semejan al liquilique criollo. Todos van calzados y posan con formalidad, como queriendo dejar su huella para la posteridad a través de esta fotografía, acaso la primera que se tomaban.

El tercer grupo es una familia retratada, cerca de 1940, en el estudio Luz y Sombra. Aunque quizás vengan los padres de algún pueblo comarcano, ya están asentados en la ciudad, a juzgar por los atuendos dicentes de modas. Todos exhibiendo, en primer plano, zapaticos trenzados y relucientes, con medias a rayas, los varoncitos visten algo casuales, entre overoles y chalecos, como si los trajes domingueros de los pueblos comenzaran a dejarse atrás. No solo por las serias expresiones de sus rostros, los esposos denotan la solemnidad del momento fotográfico a través de sus trajes. Ya sin sombrero, el señor lleva un flux oscuro a rayas, con corbata y pañuelo en el bolsillo, presidiendo con su altura la jerarquía de la composición estudiada. A su lado la esposa, con el cabello recogido, viste un traje de talle alto y falda con volantes, a tres cuartos sobre la pierna. La cartera de sobre, bien colocada a un costado, así como los zarcillos y el medallón, completan un arreglo que parece inspirado en las películas que, mexicanas o hollywoodenses, la doñita ya habría visto.

Dignos y decorosos, son todos retratos de habitantes populares en proceso de avecindamiento urbano. Por la sucesión de sus años fotográficos –1916, 1925, 1940– hacen pensar en el Juan Bimba que, con ese y otros nombres, asomaba asimismo en la caricatura y la literatura venezolanas. Sobre todo desde finales de la década de 1920, cuando el país comenzó a dejar de ser predominantemente rural, y esos sujetos populares arribaron a las urbes incipientes. Con referencias a una narrativa cuya galería en este sentido resulta inabarcable, pasemos revista a tempranos retratos ensayísticos de esos juambimbas, que como en las fotos, buscaban lugar en una sociedad lastrada de rémoras.

Los cinco hermanos. 1925 | Autor desconocido ©Archivo Fotografía Urbana

Los cinco hermanos. 1925 | Autor desconocido ©Archivo Fotografía Urbana

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Aunque Venezuela no conociera un definido proceso de industrialización a comienzos del siglo XX, la preocupación por la inserción económica, social y cultural de la mano de obra provinciana y extranjera en las ciudades era tema de vieja data en la literatura nacional. Así por ejemplo, dentro de las “Previsiones y conjeturas” incluidas en El hombre y la historia (1896), al revisar la constitución de grupos sociales en la Venezuela tradicional, de cara al proceso de industrialización y modernización que se avecinaba con el siglo XX, José Gil Fortoul había resumido con penetración lo que pasaría en las ciudades: “Acrecida la población, el obrero urbano y el peón de los campos forman asociaciones de resistencia contra la opresión de los industriales y los dueños de la tierra…”. Vislumbró así el pensador positivista, a contarse entre los doctores del Benemérito, la coincidencia de contingentes campesinos y citadinos que, con diferentes procedencias y educaciones, pero convergentes intereses de irrupción dentro del dominio urbano, señalaría José Luis Romero como componentes de la “masa” amalgamada en las ciudades latinoamericanas tras la Gran Guerra.

Ciertamente las “ciudades masificadas”, distinguidas por el historiador argentino en Latinoamérica: las ciudades y las ideas (1974), resultan en buena parte de la hibridación de grupos inmigrantes campesinos y extranjeros, con sectores populares urbanos de diferente data, tanto obreros como de pequeña clase media venida a menos. Esos grupos se entremezclaron desde la década de 1920, por contraposición a la nueva burguesía industrial y su americanizada ciudad de rascacielos, grandes almacenes y avenidas, reclamando sus propios lugares en metrópolis que acentuaban así su segregación socio-espacial, además de funcional.

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Sin el apoyo de las reformas constitucionales, electorales y sociales ocurridas en el Cono Sur y en el México revolucionario, la cristalización y emergencia de esa masa urbana fue retardada en Venezuela por la dictadura de Juan Vicente Gómez. Según las voces disidentes de José Rafael Pocaterra y Mariano Picón Salas, entre otras, ese régimen que era “la vergüenza de América” mantuvo al país en formas cuasi feudales, propias de las sociedades pre-modernas hasta finales de los años treinta. Describiéndola en Suma de Venezuela como «una inmóvil provincia suramericana», Picón Salas acuño la imagen del país de Gómez como una suerte de inexpugnable Shangri-La, el aislado monasterio lamaísta que ambienta Lost Horizon (1933), la novela de James Hilton. Y viendo en retrospectiva hacia aquel anacrónico Shangri-La tropical, don Mariano sentenció su famoso aserto: “Podemos decir que con el final de la dictadura gomecista comienza apenas el siglo XX en Venezuela”.

A pesar de esa demora secular, los grupos proletarios y migrantes fueron reconocidos en la novelística que recreara el período, a través de la que – parafraseando a Romero – puede denominarse masificación de los techos rojos, por haber tenido lugar antes de la expansión metropolitana. Acaso el ejemplo más temprano sea el tráfago de peones y jornaleros escapados de las haciendas que ya ocurre en Peregrina, o el pozo encantado (1921), registrado por la pluma, gomecista por cierto, de Manuel Díaz Rodríguez. Y aunque posteriores a la dictadura, Fiebre (1939) de Miguel Otero Silva, así como Campeones (1939) del primer Guillermo Meneses, son también ejemplos de esa Caracas chata pero congestionada ya con estudiantes y obreros, asentados en pensiones y casas de vecindad, mientras buscaban insertarse en la sociedad urbana.

Grupo familiar, circa 1940 | Luz y Sombra ©Archivo Fotografía Urbana

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Fue sin duda con la serie de reformas subsiguientes a la muerte de Gómez, cuando esa masa tendría ocasión de entrar en la nueva civilidad de la democracia naciente. La preocupación por la inserción política y educativa de ese conglomerado social en trance de urbanización cobró rostro, en un primer momento, en el emblemático Juan Bimba, personaje salido de la caricatura de Mariano Medina Febres en el diario Ahora, a finales de la década de 1930. Con sombrero de cogollo y liquilique raído, ese Juan Bimba de MEDO era de clara ascendencia rural, pero cruzaba ya los puentes hacia las ciudades, de la mano de bachilleres que lo alfabetizaban y políticos que buscaban su voto.

Tras los relatos de Julio Garmendia, tempranas andanzas urbanas de ese juambimba arribando a las pensiones y barriadas fueron registradas por José Fabbiani Ruiz en Mar de leva (1941). Más tarde, Andrés Mariño Palacio, el segundo Meneses –sobre todo en La misa de Arlequín (1962)– y Salvador Garmendia, entre otros, pondrían a andar a ese “pequeño ser”, con alteridades diversas, por laberintos novelísticos de la Caracas metropolitana. Pero antes de ello, desde el registro poético y con tonos más bien tristes –incluyendo los proverbiales “angelitos negros”– Andrés Eloy Blanco dio voz a la saga en La juanbimbada (1928-1954); aquí resuena la ascendencia rural del personaje, emparentada, por los expertos en costumbrismo, con el Palmarote decimonónico de Daniel Mendoza.

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Por ser “ridículo apodo” para el tradicional “pobre diablo” de los pueblos, Enrique Bernardo Núñez no gustó, en un ensayo homónimo de 1936, de esa denominación de Juan Bimba; se anticipaba acaso don Enrique a la apropiación clientelar que haría Acción Democrática del personaje caricaturesco. Mirando en cambio la faz urbana del otrora campesino, Ramón Díaz Sánchez bien reconoció en aquella señalada hora de Transición (1937) que Andrés Eloy había creado “una entelequia poética aplicando a esa entidad múltiple e ingenua que se llama Pueblo”, el nombre del personaje que se había impuesto a otros que por entonces circulaban, como Juan Nadie y Juan Pueblo; ello debido a “la entusiasta aceptación de la propia masa, con la fuerza popular que adquieren los aciertos cuando están impregnados de simpatía”. Dentro del “Panorama político” que su libro trataba de bosquejar en aquel momento crucial de la historia social venezolana, don Ramón advirtió que ese “pueblo llano” encarnado por juambimba, no debía ser manipulado por la intelectualidad o la élite posgomecista, en aquel 1936 proclive a antagonismos que prescindían de toda exégesis histórica.

Preocupado más bien por la ciudadanía del personaje popular que se había domiciliado ya en las urbes incipientes, en “Proceso del pensamiento venezolano” (1937) Mariano Picón Salas advirtió que 1936 era el momento de incorporación “a la vida jurídica y moral de la nación” de esos juambimbas “sin historia”, de destino todavía incierto, “masa campesina y proletaria en cuya sangre se han confundido al través de las generaciones el blanco, el indio, el negro; raza nuestra cuya única expresión colectiva fue la violencia”. Una década después, en “Rumbo y problemática de nuestra historia” (1947), don Mariano se preguntaba por las formas de inculcar una “educación histórica” y patria al que puede ser visto como otro gran componente de esa masa venezolana en fragua, a saber: los inmigrantes provenientes de la Europa convaleciente, quienes desde los años veinte engrosaban las ciudades del país petrolero, nuevo Dorado secular.

Migrantes de provincia y del extranjero, aunados a grupos urbanos venidos a menos, amalgamaron todos así esa masa que engrosó las ciudades venezolanas desde finales del gomecismo. Enmarcados en tapices narrativos o históricos, los rostros de los personajes populares serían abocetados innúmeras veces en la literatura y las artes del segundo tercio del siglo XX, cuando ocurrió la transición rural-urbana en Venezuela. Pero antes de ello, desde el dominio visual, las citadas imágenes del Archivo Fotografía Urbana ofrecen tempranos retratos de juambimbas que, con decoro y denuedo, se avecindaban en nuestras ciudades.


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