Memorabilia

Reminiscencias de la vida literaria

06/12/2019

[Este texto que rememora los avatares que Sarmiento, autor del célebre Facundo, vivió en su carrera como periodista en Chile apareció en Nueva Revista de Buenos Aires, en 1881. Se trata de un jocoso trabajo con aire de crónica que muestra otra vertiente en la escritura del reconocido letrado argentino del siglo XIX.]

Domingo Faustino Sarmiento retratado por Benjamín Franklin Rawson

Escribieron al autor de estos apuntes casi a un tiempo, luego después de la muerte del ilustre hombre de estado de Chile don Manuel Montt, tanto su hijo don Pedro, distinguido debater de la Cámara de Diputados, el señor Balmaceda, ex plenipotenciario en la Argentina, y la señora de Toro, amiga de la familia, que la víspera de morir, mostrándose muy alegre y comunicativo el enfermo, les entretuvo largamente contándoles las aventuras de su viejo amigo Sarmiento en sus primeros años de vida política y literaria en Chile, sus horas y maneras de sentarse y escribir, con mil anécdotas que refería riéndose y gustando de comunicarlas a sus oyentes, como muestra del aprecio que le conserva.

Este incidente puso al autor en camino de referir algo que a aquellos tiempos se ligare, y coordinó en las siguientes reminiscencias.

I

Decía una dama, hablando de la vida de las provincias, que allí viven apenas los hombres, o más bien están ya medio muertos, si el trabajo material no los absorbe. Siéntanse a tomar mate horas, permanecen sentados inmóviles medio día, y si van a un café es para sentarse de nuevo en silencio, fumar un cigarro tras otro y dejar transcurrir el día. Ni diarios, ni libros, ni ópera, ni alguno de tantos movimientos intelectuales que solicitan en los grandes centros, y son otros tantos componentes de la existencia.

Como el extremo opuesto, otra es la vida de los que escriben; y era de ver al doctor Vélez, cuando preparaba los trabajos y estudios que formaron el Código de Comercio. Había rejuvenecido diez años, hablaba del código con entusiasmo, y desgraciado el amigo, si no era aficionado, que le cayese a las manos, porque tomándolo de un botón para que no se le escapase (ésta era invención nuestra), le decía: «¿Sabe usted lo que son los papeles de crédito?». Y contestándose a sí mismo, le espetaba el capítulo entero sobre los papeles de crédito, que estaba ordenándose en su cabeza antes de ponerlo por escrito.

Por estos entusiasmos pasan más que nadie los escritores públicos, y más que todos los que entran en alguna de esas polémicas literarias o políticas que exaltan el espíritu, y nos hacen vivir de la lucha y de las ideas. «El libro sabe más que el autor», solía decir el doctor Vélez; «y a mí me ha sucedido, a veces, asombrarme a los años de lo que he escrito, muy superior a mis fuerzas y conocimientos de ahora, y aun dudar un rato si no sería algún plagio, no obstante que tengo la conciencia de que no cometí ninguno a sabiendas, ni como Molière diciendo: tomo mi bien donde lo encuentro».

Pero hubo una época en que este estado de exaltación del espíritu alcanzaba a muchos, a todos casi, y fue la de la emigración argentina a Chile. Escribieron por necesidad y sentirse capaces, sin duda, Vicente F. López, Miguel Piñero, J. M. Gutiérrez, Alberdi, J. Carlos Gómez, y tantos otros.

¿Qué extraño que escribiese yo, si desde el primer ensayo encontré tal aprobación del público que un artículo anónimo en el Mercurio de Valparaíso fue en verdad un acontecimiento político y literario por aquellos mundos y en aquellos tiempos? La rehabilitación de San Martín y un escritor salieron de ahí; el pasado y el porvenir.

Todos los emigrados participaban de aquella seguridad y conciencia de sí mismos que sentían los más aventajados; no obstante que había a la sazón en Chile universidad, colegios, y no sólo jóvenes instruidos sino escritores notables como don Andrés Bello, García del Río y otros.

Las emigraciones por causas políticas o religiosas han producido en todos tiempos este estado febril que ha llevado la civilización o el movimiento intelectual de un país a otro. Así se explica cómo los árabes han acarreado civilizaciones; así los Estados Unidos son el fruto de las persecuciones religiosas en la Inglaterra. Un oficialito puntano, teniente de milicias, de familia decente, pero que no sabía leer, cosa muy común en San Luis entonces, me decía con su acento golpeado y la mayor convicción: «¿Pero ha visto usted, amigo, chilenos más bárbaros que éstos?». Y yo tenía que convenir, en efecto, que entre todos los chilenos del mundo, aquéllos eran los más bárbaros.

Don Vicente López había llevado en clase de allegado un medio pariente suyo, quien vino cierto día, después de varios de separación, a pedirle algún libro así como para enseñar geografía, porque, le dijo:

–He puesto un colegio en Talca.

–Pero animal, ¡si tú apenas sabes leer!…

–¡Eh! ¿Qué quiere? Por allá todos creen que siendo pariente de usted, del escritor López…

La verdad es que hicimos muchísimo bien a Chile, despertando a la juventud, iniciando mejoras, creando diarios, escribiendo cosas buenas, hijas de esa misma exaltación febril del espíritu, como se ve en el Facundo, en la Oración a Casacuberta, y en cien artículos de la prensa de diversas plumas, que llevaban la agitación hasta Bolivia, residencia de Mitre, Frías, Paunero; hasta el Perú, donde tomaban interés todas las gentes de letras en aquellos debates.

En 1864, al pasar por puertos intermedios el vapor que llevaba en el palo mayor la bandera argentina, anunció de ir a bordo un ministro; las poblaciones estaban en los puertos para saludarlo y conocerlo. Bartolito Mitre, Juan Lavalle, Halbach, preguntaban asombrados:

–¿Qué significa esta popularidad en todos estos puertos?

–Esta es una reputación –les decía– de ahora veinte años atrás, que ustedes no conocen en la República Argentina; es del escritor del Mecurio, el Progreso, etc., etc., en Chile.

De regreso por el Atlántico, iguales manifestaciones en Pará, Bahía, etc.

–Esta es otra reputación distinta –les decía–; es la del Ejército Grande y la polémica con Rosas.

II

Quiero contar cómo se sostenían aquellas polémicas puramente literarias a veces, y cómo se apasionaban las poblaciones, siguiendo las peripecias de duelos en que corría mucha tinta, y entre galicismos y barbarismos se cruzaban excelentes y buenas ideas.

Estaba establecida mi reputación de escritor en Chile, gracias a un magnífico artículo de entrada en escena, al favor de un ministro de mucho poder, y a la lisura y franqueza de decir todo lo que le viene a uno al magín y baja a la punta de la pluma; pues que si no es tonto, o demasiado ignorante o fatuo, y con tal que tenga su chispa de ingeniatura, ha de salir bien por fuerza el que tenga las dotes naturales. Pero el favor público y oficial, la infatuación producida por situación tan nueva, inspiraban al escritor novel audacias que se hacían al fin intolerables, a las gazmoñas una vez por alguna burla, a los clérigos por alguna alusión poco piadosa, al país, en fin, por las razones que cada zote tiene de hallar el suyo irreprochable, y muy impertinente al extranjero que pretenda que es posible que se parezca a tantos otros.

La juventud universitaria se sentía ajada con la idea de incapacidad nacional que argüía el ser argentinos todos los escritores; bien es verdad que muchos reputados literatos tenían a menos escribir para diarios… ¡Folicularios!

Ocurría esto por los tiempos aquellos en que llegaba a Chile la primera oleada del romanticismo y que, con pasaderos actores, el teatro repetía el Hernani, el Podestá de Padua y las demás piezas de Víctor Hugo. Reinaba a la sazón en las aulas de la universidad Hermosilla, purista español y enemigo jurado del galicismo, como ferviente adorador de las tres unidades, etc.; y tales enormidades debimos enjaretar, López que no creía en Cervantes, y yo que hallaba a Larra mejor que a Moratín, en favor del drama y de la escuela romántica y contra la gramática, que no pudieron llevarlo con paciencia los que de entendidos se preciaban; y doce literatos, ni uno menos de doce, se pasaron la palabra para vengar tanta afrenta, y produjeron a escote entre los alaridos de la montaña… El semanario de Santiago, con el resuelto propósito de acabar con la cuyana chocarrería y poner a buen recaudo a los tales románticos de allende y de aquende, conservando en su no eclipsada fama a los Moratines y demás plagiarios del empíreo clásico.

Todavía me acuerdo del alborozo con que me aparecí en casa de Vicente López, que departía en el patio con Miguel Piñero, alzando en alto un papel, diciendo a gritos y a saltos:

–¡Tenemos fiesta! Un periódico nuevo contra nosotros, que escriben Talavera, Tocornal, Sanfuentes, Lastarria, Bello hijo, etc., etc., hasta dónde ¡Un periódico contra nosotros… y los románticos! –A Piñero, que se reía a carcajadas de mis muecas–: ¡Chut! –le repetía yo–. ¡No nos espante la caza! Les vamos a dar una sableada. López desde la Gaceta de Valparaíso (que redactaba) vendrá detrás con la gruesa artillería, las carronadas, los razonamientos, las citas de autores y demás, mientras que yo, desde el Mercurio… déjenmelos a mí guerrillarlos todos los días, y ya verá usted el desparramo que vamos a hacer.

Y manos a la obra. Nada más cortés ni más zalamero que el artículo del Mercurio (no había diarios en Santiago), aplaudiendo la aparición oportuna y necesaria, que ya se hacía esperar demasiado, de una publicación hebdomadaria, escrita en lenguaje castizo y correcto por la ilustrada juventud chilena… (¡ah pícaros!, decía yo, mientras escribía estos cumplidos, ¡ya me las pagarán!)

En efecto, en el segundo número se les escapó decir: escritores extranjeros, y aun me parece que famélicos, hablando sin el debido respeto de Víctor Hugo y comparsa romántica… ¡Ira de Dios! ¡Todavía siento sabrosa la mano que movió aquella vengadora pluma! ¡Qué tunda! ¡Y qué iniquidad a la vez!

Figúrense ustedes que ellos daban el sábado un artículo que había pasado tres veces por la criba, y se publicaba con licencia del ordinario, como los antiguos libros, mientras que el Mercurio se les dormía desde el lunes de una pieza hasta el sábado, que salía el nuevo número del Semanario ya todo acontecido y aboyado, y con el brazo en guardia para los nuevos zurriagazos que se aguardaba.

El Mercurio era una especie de revólver, tum… tum… tum… seis tiros a la semana.

Estos artículos, no habiendo diario en Santiago, o temporal, llegaban de Valparaíso, y despertado el interés por el primero, al día siguiente llegaba un segundo más incisivo, seguido de otro más contundente.

El efecto era desastroso. En una antigua casa de la Plaza de Armas del lado del este, que fue después imprenta del Progreso y es hoy un palacio mansardé corrido, estaba la oficina de correos, y el de Valparaíso llegaba a las siete de la mañana trayendo el Mercurio.

Toda persona que sentía rebullirse allá en sus adentros el patriotismo chileno, que es un patriotismo asaz reacio, acudía a esa hora al correo, y desde mi balcón (recoba del sur), como en territorio extranjero y con anteojo de largo alcance, podía divisar la mancha negra con puntos blancos de gente devorando, no que leyendo, el recién llegado Mercurio. ¡Qué crispaciones de nervios! ¡Qué sacudidas a guisa de protesta, y amenazas de hacer pedazos al sarcástico diario! Uno de los viales vino a decirme de parte de don Manuel Montt, el ministro: «¡Dígale que si está en su juicio, que las piedras bailan en las calles!». ¡Y en efecto bailaban los guijarros del empedrado de puro patriotas! Pero era el caso que cuando llegaba a Santiago impreso el artículo improbado, ya iba en camino otro; y que se estaba a la sazón imprimiendo otro en Valparaíso, del mismo jaez y catadura de la tropilla; y no se había inventado aún el telégrafo para decirles: ¡Bárbaros! No publiquen el tercero, que me va a matar.

Agregábase a la fatalidad de las distancias, para mal de mis pecados, la presencia en Valparaíso de un literato granadino que gustaba apasionadamente de aquellos escritos y se levantaba a las siete para ir a leer de primera mano en la imprenta los manuscritos recién llegados, a reírse a más y mejor de las diabluras que contenían. Llega mi carta a Rivadeneira pidiendo por gracia que suprimieran tal o cual frase que dejaba presentir desde Santiago el efecto de una carda sobre el cutis de mis clásicos contendientes en particular y del público santiaguino en general, que nada entendía de la materia de la disputa; pero el granadino decía: «Yo cargo con la responsabilidad de conservarla tal como está. ¡No hay que tocar el manuscrito! Toda la sal del cuento está en esa palabra o frase que quiere suprimir». ¡Y yo en Santiago esperando a mi vez la llegada del Mercurio! Y entre trances y agonías, abriéndolo cautelosamente, desdoblándolo, y llegando con mirada furtiva a la columna del diario más o menos donde debía estar la malaventurada frase, y ¡oh horror!, ahí estaba, íntegra, tangible, brillante por su brutal oportunidad.

¡Ah! ¡No sé cómo no me morí esos días a fuerza de sustos! Y sin embargo, ¡lo que son las cosas de este mundo!, al tercer día estaba furioso todo Santiago; al cuarto empezaba a aburrirse de estar enojado; al quinto una ligera sonrisa desarrugó algunos mustios y sañudos semblantes, y tantas desvergüenzas les dijo a los literatos chilenos el Mercurio, y tan bien fundadas eran sus razones, que el público sensato acabó por reírse, y cuando les rieurs están de vuestro lado, el pleito está ganado. Santiago acabó por celebrar la invención, el chiste, las burlas a clásicos, Morantines castizos, puristas y Hermosillas. La victoria quedó por los cuyanos, disipándose el sanedrín de los doce apóstoles, a quienes no fue dado por entonces el don de lenguas, quedándose con la suya pegada; y anunciando que se iban a tomar los baños al campo, cada uno por su lado, con lo que acabó el Semanario, después de haber vivido lo que viven las rosas: doce números. Nunca se habló más de él.

III

Imposible dar una muestra de las armas corteses usadas en aquellos torneos. Llevábamosle al vulgo escritor grande ventaja. Reinaban aún en aquellas apartadas costas Raynal y Mably, sin que estuviera del todo desautorizado el Contrato social. Los más adelantados iban por Benjamín Constant.

Nosotros llevábamos, yo al menos, en el bolsillo a Lerminier, Pedro Leroux, Tocqueville, Guizot, y por allá consultábamos el Diccionario de la conversación y muchos otros prontuarios.

Llegó un libro, hoy clásico de la literatura francesa, Les animux peints por eux mêmes. A guisa de exposición y prólogo trae un solemne congreso de los animales que preside el león. Forman la oposición todos los carnívoros y rapaces, teniendo a la sazón la palabra el tigre; forman la derecha los sostenedores de todo gobierno constitucional desde el buey, el carnero, el camello y toda la gente cornuda y de pesebre; ocupa la parte baja la canalla sin opinión propia, lo que entonces se llamaba le ventre, es decir, todos los reptiles, tortugas, sapos y culebras, etc. La zorra se ha colocado al centro, de manera de no comprometerse con ningún partido, etc. Este es el texto francés. Pero era preciso agregarle un capítulo especial para pintar ciertos literatos hostiles de Chile, y ponerlos en exhibición como si fuera traducido del original. Contamos, pues, la historia del Gallo, animal definido por Aristóteles, bípedo célebre en los tiempos heroicos, como emblema del valor, de la galantería más tarde, de donde sale la palabra coqueta, de coq-gallear, ostentar belleza, garbo y elegancia. Compañero de Esculapio, tiene un gran papel en la pasión cantándole tres veces a San Pedro cuando hubo negado tres veces lo que las mujeres negaran diez, a saber, que lo conocen o las han visto con él. Suministra muchas frases a la lengua: oír cantar el gallo y no saber dónde, otro gallo te cantará. Gallos de mala ralea es de posterior advenimiento.

El gallo es francés, de donde gallus, galo, gálico, galicismo por el hablar afrancesado; las armas de la república lo tuvieron por emblema, y su vigilancia es el símbolo de la policía.

Pero hay gallos de gallos. El gallo que vino a América, decía el cuento, llamado gallo castellano, viste de jerga gris, como padre franciscano. Llámanles brutos a sus descendientes para distinguirlos del gallo inglés, que llaman fino por ser extranjero. A Chile se habían introducido recientemente algunos pollos mestizos, que no eran tan castizos como los brutos refinados del país, y por tanto no hablaban tan bien el castellano. Es de advertir que les achacaban a los argentinos sus galicismos, y que el gramático, dramaturgo de entonces, era uno a quien llamaban Taita Lucas, un poco despaturrado y muy hueco de vanidad con su purismo exótico, a fuerza de ser castellano rancio.

Promueve éste un certamen sobre el lenguaje, y el polluelo extranjero que se anda agazapando como pollo en corral ajeno, es provocado a singular combate para mostrar sus galas de estilo. Sale a la palestra, y haciendo de tripas corazón canta con voz triple un ¡ki, ki, ri, kiiii! provocando la risa y el desdén de la gente castiza, es decir, de los gallos brutos que hallaban afrancesado aquel canto y chocarrero y vulgar además.

Canta algún otro, y ya, ya, dicen moviendo la cabeza los jueces del campo, pase su desaliñado ¡ko…ko…ro…kooo! por tolerable. Pero aquello no es castizo ni correcto. Avánzase entonces con aire de padre prior una jaca castellana despaturrada (ya el público está reconociendo a Taita Lucas el gramático), con sus enormes y retorcidos espolones, con su franciscano plumaje de bruto refinado, y con voz grave y con su ganguera exclama: ¡Chriiis…to, na… cióooooo!!!

Aquel Christo nacióooooo arranca los aplausos furibundos de los literatos. Se dicen unos a otros congratulándose: esto sí que es castellano castizo, anterior aun a Cervantes, contemporáneo del Alcipreste de Hita y los romanceros y, en fin, de todos los grandes escritores, que nada que valga y dure (si no es el inmortal manchego) han escrito.

Don Andrés Bello aplaudía como el golpe maestro de la composición la h de Cristo, sin la cual el Cristo nació que oyen las comadres en el canto del gallo, pierde su significado tradicional. Lastarria se pasa a nuestras filas con armas y bagajes, y la polémica toma nuevas formas.

IV

Como es de la exaltación cerebral que trae en los escritores aquel continuo ocuparse de ciertas ideas de lo que venimos hablando, no terminaré estos apuntes hechos a la ligera sin contar una escena a cuyo recuerdo se me erizarían todavía los pelos, si los conservara.

Entre tanta pieza romántica, diose un dramón llamado la Nona sangrienta, en que los asesinatos, los esbirros, las mazmorras que se hunden y llenan el teatro de polvo, y los faroles de serenos o espías o bandidos fugaces o fugitivos se cruzan en todas direcciones. No me acuerdo del asunto, sino que era un tejido de horrores. Debía mandar mi artículo al día siguiente a Valparaíso. De regreso del teatro, y con el sombrero encasquetado y la cholla montada con tan gordos disparates, escribí la crítica del drama archi-romántico, riéndome a carcajadas de los elogios burlones que le prodigaba para más realzar su fealdad; y como buen obrero que ha sacado su tarea, me entregué, luego de acabada, en brazos de Morfeo, para usar de una rancia y muy gastada y gustada figura.

Dormía, como un bienaventurado mozo que era, a puño cerrado y con la sinceridad que pongo en todas las cosas, cuando burundum… un sacudimiento horrible de temblor, lo que es frecuente en Chile. Vivía yo en un segundo piso y estaban lejos las escalas. Incorporeme, quise pararme al lado de la cama, y sentí que se había hundido el piso de madera; y el doctor Quiroga Rosas, que vivía conmigo, había puesto su bulto en salvo, sin decirme una palabra. ¡Y vaya usted a creer en la amistad! Pero no era ocasión de andarse en quejas. Armeme de valor, y palpando cautelosamente con los pies desnudos el piso a lo largo de las murallas, sentí que estaban los arranques de las vigas, y de viga en viga, y caminando de costado con ambos brazos tendidos a lo largo de las murallas para sostenerme, llegué a la puerta que estaba abierta, como debía haberla dejado naturalmente Quiroga; pero cuando iba a tomar el portante, un esbirro me pone al rostro un farol de los que había visto en la Nona sangrienta, y me pregunta de sopetón y autoritativamente: ¿quién es usted?

Pues, ¿eh?, es lo mismo, me decía para mí, que me estoy preguntando también yo, ¿quién soy? Yo debo ser alguno de los actores de la Nona sangrienta, que era lo último de que me acordaba, a quien el esbirro del farol le pregunta: ¿quién es usted?, pero no me acuerdo cómo se llamaba el actor, y por eso…

–¿Quién es, señor? –me repitió el esbirro o fantasma, poniéndome blandamente la mano sobre el hombro–. ¡Bueno, reconozcámonos!…

Todo esto pasa en un segundo. En el proscenio el arco de una gran bóveda daba frente hacia la platea como telón de fondo, y en el segundo plano pasaba la escena. Aquí estaba al revés el arco detrás del esbirro, y más atrás un paisaje con una pila y una línea de palacios, estrellas en la parte del cielo que se alcanzaba a ver. Ocurríame, pues, que el caso mío sucedía detrás de bastidores; pero me sentía ya otro hombre, y en lugar de contestar a la retirada pregunta «¿quién es usted?», yo le hice a mi vez una muy solapada al chino:

–Dígame, amigo, ¿ha temblado?

–¿Temblado? No, señor.

–¡Hum!, entonces es pesadilla, decididamente he salido huyendo dormido a causa de esta maldita Nona sangrienta.

Dile las gracias al sereno de la galería que me había salvado de caerme corriendo dormido, entré al cuarto, desperté a Quiroga, que roncaba como un serafín, nos reímos a desternillarnos de tan pavorosa aventura. Poco después fundé en Santiago el Progreso, primer diario de aquella capital, que con el brillo de su prensa alumbra los escritos de sus literatos y la escurana de sus pensadores. ¡Pero tiempos como aquéllos y polémica y escritos como los de entonces! Con pueblos enteros por espectadores apasionados, justicieros cuando les arrancan a tirones la justicia, pero justicia al fin; como sucedió con el antes detestado San Martín, en Chile, que fue restablecido a la cabeza de la lista militar, y conmemorada su imagen en la estatua ecuestre de bronce que decora la cañada de Santiago, una de las más bellas alamedas de América. La señal de esta rehabilitación diola un desconocido teniente de Artillería, que ha poco se supo ser su servidor.


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