Retratos, hitos y bastidores

Reminiscencias de King’s Road

01/06/2023

Mary Quant. Fotografía de AFP Files | AFP

1. Cuando llegué a Londres en el otoño de 1993, para iniciar mi doctorado, alquilé una habitación en un apartamento en Brompton Road, justo enfrente de Harrods, uno de los templos del comercialismo victoriano. Con su veteranía de esquire inglés, instalado en Knightsbridge desde la segunda posguerra, mi landlord me previno de hacer compras cotidianas en la zona costosísima, recomendando en cambio desplazarme a sectores aledaños. De cara a adquirir los enseres para instalarme, así como la ropa otoñal, me sugirió míster Wheeler trasladarme a Peter Jones en Sloane Square, al inicio de King’s Road. Era, según mi casero, la más distinguida de las tiendas por departamento londinenses. Pertenecía al mismo consorcio de John Lewis, en Oxford Street, pero esta era concurrida por “gentehorrenda y vulgar”, sentenció el gentleman con dejos aristocráticos.

Años antes de las búsquedas por Google y los celulares inteligentes, para poder ubicar la tienda apelé a mi guía London. The Circle Line (1990), de David Wallace, la cual había comprado en mi primera visita a la capital inglesa, al abrir la década. Está estructurada según las estaciones de metro más céntricas, por lo que pude ubicar que debía trasladarme a la de Sloane Square, alimentada por las líneas Circle y District. Sin embargo, con mi apetito de recién llegado, decidí caminar a lo largo de la calle homónima, que comunica Knightsbridge con la plaza. En aquella época, la high street desplegaba, en sus amplias aceras, boutiques de firmas lujosas, de Lui Vuitton y Pierre Cardin a Kenzo y Emporio Armani.

Finalmente desemboqué en la plaza presidida por la tienda, junto al Royal Court Theatre, los cuales sirven de antesala a King’s Road. El almacén fue adquirido en 1877 por Peter Jones para su negocio de pañería y mobiliario; tras el fallecimiento del negociante en 1905 – continúa la guía de Wallace – la tienda fue adquirida por el magnate comercial John Lewis. Era un nombre que se me tornaría familiar en los años por venir, con las sucesivas compras de enseres que hube de hacer, cuyos precios a veces comentaba con míster Wheeler, siempre ávido por economizar.

2. Fue también mi casero quien me sugirió que, para comprar comestibles, debía caminar por King’s Road hasta un supermercado que, según él, “era el más barato del distrito de Knighstbrige & Chelsea”. Y como ocurre a veces en la flânerie urbana, esa búsqueda tan pedestre me fue desplegando la calle legendaria, aunque fuera más a través de reminiscencias y evocaciones que de vivencias actuales. Porque ya no estaba, según recuerdo, la mítica boutique Bazaar, de Mary Quant, epicentro de la moda londinense durante los swinging sixties. Creo que tampoco se exhibían ya diseños de Vivienne Westwood, los cualesvistieron a los punks de la década siguiente, capitaneados por los Sex Pistols y David Bowie. Sin embargo, las tiendas de King’s Road – de Review y Academy a Quasimodo y Boy, pasando por Hetherington – actualizaban todas, en medio de la gentrification y estilización de los años noventa, la herencia fashionable del “Chelsea look”.

Aunque no exhibía todavía la placa conmemorativa – como se estila en Londres con los edificios patrimoniales desde 1867 – sabía por la guía de Wallace que en el número 138 de King’s Road estuvo la boutique de Quant, fundada en 1955 con quien sería su esposo, Alexander Plunkett-Greene. Resonaba en mí por supuesto el nombre de la diseñadora, desde mi infancia caraqueña en los años sesenta, cuando las minifaldas de mi hermana Corina y sus amigas hacían rabiar a mamá y mis tías, aunque a la postre terminaran todas por adoptarlas (con diferentes largos). Pero fue al vivir en Inglaterra cuando leí que Quant había estudiado en el Goldsmith College of Arts, antes del éxito con la boutique emblemática, el cual había sido apurado por la imposibilidad de conseguir en el mercado convencional, ya fabricadas para vender, las inusitadas prendas que la harían famosa. No solo la miríada de minifaldas multicolores – cuya paternidad sigue en discusión con los franceses André Courrèges y Paco Rabanne – sino también las túnicas acampanadas ribeteadas en plástico, así como las piezas impermeables del wet look, entre otros diseños rabiosos. Todo un ajuar desenfadado y futurista adoptado de inmediato por modelos y celebridades, de Twiggy a Brigitte Bardot, pasando por Claudia Cardinale, sin excluir a la misma Quant, realzada por los icónicos cortes de cabello de Vidal Sassoon.

En 1966 aparecieron los delineadores plateados para los ojos y las sombras escarchadas, compactados todos en estuches de maquillaje, estampados con la margarita que había adoptado la casa Quant como logo, hasta devenir emblema de la generación flower power. Como muestra de que la contracultura generaba sus propias antítesis, en 1968 fue lanzada la maxifalda, alternada, en la década siguiente, con botas altas, pantalones acampanados y cinturones a la cadera, entre otros accesorios de aquella era entre hippy, protestataria y psicodélica. Curiosamente, ya para entonces, no obstante la continuidad del culto por la margarita, el futurismo pop de Quant, basado en la industrialización y el consumo masivo, era socavado por el desaliño de la generación Woodstock, que resentida por Vietnam, se decantada por diseños étnicos y ropa reciclada. Al menos eso pensé yo más de una vez, mientras caminaba por King’s Road, al pasar por el número 138, donde funcionara el otrora local de Bazaar.

Retrato de Thomas Carlyle. 1877. Alphonse Legros

3. Sintiéndome ya más baquiano en este distrito de Londres, durante sucesivos recorridos a lo largo deKing’s Road comencé a aventurarme por callejuelas que, desde estratos temporalesanteriores, asomaron otras referencias históricas y literarias. Antes de que la thoroughfare dejara de ser calle privada de Charles II en 1830, ya la famosa fábrica de porcelana de Chelsea se había establecido en Lawrence Street, al promediar el siglo XVIII. Y muy cerca, en la Royal Avenue, residió el mismísimo James Bond, según indica la guía de Wallace, la cual continuó siendo compañera durante mis primeros meses londinenses, cuando no había perdido todavía el sentido de aventura turística.

El hallazgo más revelador fue la casa del políglota escocés Thomas Carlyle (1795-1881), quien viviera en el número 24 de Cheyne Row, desde 1834 hasta su muerte. Había escuchado sobre el pensador desde los cursos sobre el idealismo alemán de Hegel y Fichte, mientras estudiaba yo la maestría en Filosofía en la Universidad Simón Bolívar, al promediar la década de 1980. Entonces el resonante nombre de Carlyle fue mencionado por la importancia concedida a los prohombres en el devenir histórico, tal como lo plasmó en su obra On Heroes and Hero Worship and the Heroic in History (1841), así como en sus biografías de Oliver Cromwell y Federico II de Prusia, entre otros personajes.

Pero ahora, al visitar la casa del “sabio de Chelsea”, cobró forma el intelectual y literato que reunió en su residencia a figuras de la inteligencia victoriana, sobre algunas de las cuales había yo leído. De John Stuart Mill y Charles Darwin, a poetas y dramaturgos como Alfred Tennyson y Robert Browning; junto a novelistas de la talla de Dickens y Thackeray, sin excluir críticos de arte como John Ruskin. Y así, durante aquel mi primer otoño en Londres, en una visita de sábado por la tarde, mientras oscurecía especialmente temprano, recorrer su casa me permitió vivificar y contextualizar la imagen de Carlyle, que hasta entonces había sido una inánime figura libresca: desde el sombrero de copa que todavía cuelga en el perchero del vestíbulo; pasando por la cocina del sótano, adonde se retiraba el erudito a fumar; hasta el estudio del ático, donde gustaba de escribir en silencio imperturbable.

4. Durante mis años londinenses continué recorriendo un buen trecho de King’s Road, casi semanalmente, para hacer las compras en el supermercado barato, siguiendo el temprano consejo de mi casero. No tenía ese local, por supuesto, la rancia sofisticación de Fortnum & Mason, establecido en Picadilly desde el siglo XVIII, de donde míster Wheeler traía a veces el té, las mermeladas y los quesos, sobre todo el Stilton azul que tomaba con el Bloody Mary al mediodía. Tampoco era este supermercado comparable con los Food Halls de Harrods, donde ocasionalmente adquiría yopencas de arenque o caballa, lonjas de salmón noruego y escudillas con paté de hígado, algunas de las cuales conservo como souvenir en la cocina de mi apartamento en Las Palmas. Sin embargo, este supermercado anodino,ajustándose a mi presupuesto de estudiante becario, me permitía comprar, además de los víveres básicos, otros snacks favoritos, como los scones con arándanos y los Scottish pies, los cuales fabricaban con su propia marca.

No obstante la rutina casi semanal de compras, procuraba que King’s Road, como otras high streets londinenses, no dejara de sorprenderme con su caleidoscopio de asociaciones. Para ello trataba de adoptar la perspectiva del flâneur de Walter Benjamin, aunque esta referencia comenzaba a tornarse tópica entre los estudios culturales de aquella década de 1990. Por ello más bien apelaba al pensador neoyorquino Lewis Mumford, quien en The City in History (1961), afirmó que las grandes calles y avenidas vuelven simultánea la historia. Es una tesis que, desde una escala más geopolítica, encontré actualizada por Karl Schlögel, en su sugerente libro En el espacio leemos el tiempo (2003), donde la calle asoma en tanto escenario del spatial turn por el que aboga el historiador alemán. Acaso por haber sido uno de los corredores donde – a la manera de Mumford y Schlögel – concité la historia con el imaginario, junto al comercio con la moda, entre la sorpresa y la rutina, con frecuencia regresan a mí las reminiscencias de King’s Road. Y así lo hicieron de nuevo en abril de 2023, al fallecer dame Mary Quant, en su casa de Surrey, a los 93 años.


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