Perspectivas

Recordar hacia mañana: las crónicas de Elisa Lerner

27/11/2024

[En 2016 la Editorial Madera Fina publicó todas las crónicas de Elisa Lerner en un volumen monumental: Así que pasen cien años. Reproducimos el prólogo de esa edición escrito por Rodrigo Blanco Calderón, como homenaje a quien, sin duda, es una de las más importantes escritoras venezolanas de los últimos cincuenta años]

Elisa Lerner retratada por Vasco Szinetar

Constancia de soltería 

En 1931, Federico García Lorca escribió Así que pasen cinco años, una pieza de teatro hermética, bastante compleja y, según la crítica especializada, difícil (casi imposible) de representar. El drama muestra la historia de un Novio que, por esas duplicidades del alma humana, en este caso, femenina, debe esperar reiteradamente cinco años para desposar a su prometida. El casamiento, en las dos ocasiones que se anuncia, se ve frustrado por el cambio de parecer de la Novia y de La mecanógrafa, personajes que son las dos caras de una misma, trucada y decepcionante, moneda.

Por esa época, en 1932, en la ciudad de Valencia, Venezuela, nace Elisa Lerner, quien en su obra de teatro más reconocida, Vida con mamá, pone en boca del personaje de la Hija la siguiente frase: «Permanecer soltera, es persistir en lo desconocido». Pudiera elaborarse un arte poética de la vasta obra de Elisa Lerner (que abarca la crónica, principalmente, pero también el teatro, el cuento y la novela), solo a partir de la imagen de un enamorado a quien su prometida, sea esta una persona, o la patria o el destino, le ha incumplido. La soltería, en la obra de Elisa, puede ser una decisión consciente: el cuerpo femenino como el verdadero “cuarto propio” de la escritora contemporánea; y también una traición, un cambio de vientos, una soledad no prevista.

Llama la atención que Lerner haya parodiado el título de la pieza de García Lorca para bautizar así la memoria y cuenta que hace del siglo XX venezolano. En «Así que pasen cien años», una crónica publicada en 2000, la escritora anuncia que «Venezuela pronto tendrá nuevo traje constitucional». La metáfora no es casual, pues esa nueva constitución es como el traje nupcial con que la Madre sueña vestir a la Hija en Vida con mamá: el símbolo de una espera, de una eterna promesa que, como ya enseñó Beckett, nunca se materializará.

La espera, que ha sido tema constante en la obra de Elisa Lerner, ha terminado por tocar a sus propios lectores. En los últimos años se publicaron varios libros que, por una parte, recuperaron su trabajo teatral y, por otro, han descubierto su faceta menos conocida, la de narradora. Es el caso de los libros Teatro (Caracas, Angria Ediciones, 2004) que reúne todas sus piezas dramáticas. Y también de Homenaje a la Estrella (Caracas, Todtmann Editores, 2002), un breve libro de cuentos, y De muerte lenta (Caracas, Fundación Bigott, 2004), hasta ahora su única novela.[1]

Sus libros de crónicas, sin embargo, que conforman el grueso de su obra, prácticamente no se habían vuelto a publicar desde sus ediciones originales. Solo en Carriel para una fiesta (1997) se recupera y en parte se reescribe el conjunto de textos que aparecieron en principio bajo el título Carriel No. 5, del año 1983. De resto, las crónicas de Elisa Lerner constituían un acervo enigmático para los lectores que, una vez degustado el acento inconfundible de su escritura, debían emprender el intrincado camino de hallar aquellas primeras ediciones, o reproducciones aisladas de algunos fragmentos.

Hoy, afortunadamente, podemos decir que esta espera ha culminado y el lector tiene en sus manos la primera edición completa de las Crónicas reunidas de Elisa Lerner. El volumen compendia toda su producción cronística publicada hasta el momento. Desde su primera recopilación, Una sonrisa detrás de la metáfora, de 1968, pasando por Yo amo a Columbo o la pasión dispersa, de 1979, Crónicas ginecológicas, de 1984, Carriel para una fiesta, de 1997, y llegando hasta En el Entretanto, del año 2000. Esta edición también incluye un conjunto de Otras crónicas, donde se recopilan textos de Lerner publicados anteriormente en obras colectivas y publicaciones periódicas, pero que no habían sido agrupados en un mismo libro de la autora. Finalmente, el volumen se cierra con «La calle de mi infancia», crónica inédita, escrita expresamente para la presente edición.

Una duda crónica

Algo que siempre ha acompañado la escritura de Elisa Lerner es la interrogación sobre la clasificación genérica de sus textos. La propia Lerner, desde su primer libro, se refiere a estos que ahora publicamos como «crónicas». Rodolfo Izaguirre, en el prólogo de Teatro, habla específicamente de «crónicas cinematográficas», para referirse al primer período de su obra. José Balza, en cambio, en la introducción a Yo amo a Columbo se decanta por la denominación de «ensayos». Alicia Perdomo, por su parte, señala que Lerner desafía todos los géneros, dejando en segundo plano las clasificaciones y prestando más atención a «su trabajo con el narrador y su desplazamiento».

En el fondo, esta discusión se ha querido soslayar acudiendo al expediente de la particularidad de la escritura de Elisa Lerner, que no se detendría ante viejos debates sobre géneros literarios. Sin embargo, percibo en este apuro por desclasificar esta parte importante de su obra un desconocimiento u olvido de lo que es la crónica en su origen. Quiero decir, que la discusión se puede resolver dentro del campo de la propia crónica, solo que ampliando el concepto que de ella tenemos. O recordando que este tipo de discurso no es exclusivo de los autores del llamado Nuevo Periodismo norteamericano, sino que también se ha manifestado en Hispanoamérica, con matices propios y varias décadas antes de que Gay Talese, Truman Capote o Tom Wolfe hubieran nacido. Afortunadamente, este trabajo de arqueología ya lo realizó Susana Rotker en La invención de la crónica, texto imprescindible sobre el género, donde destaca los aportes tempranos de José Martí y Rubén Darío.

En las crónicas de Elisa Lerner hay una preponderancia de la subjetividad con respecto a lo vivido. La mirada particular sobre un hecho cotidiano o histórico tiene más importancia que una de esas experiencias espectaculares y peligrosas que a veces acometen los cronistas contemporáneos para la fascinación casi deportiva de su público. En más de un sentido, Elisa Lerner encarna un paradigma que es diametralmente opuesto al llamado periodismo gonzo. Las historias y los personajes que interesan a Elisa son accesibles a cualquier persona. No exigen poner en riesgo la vida, ni ninguna destreza física, ni una paciencia de detective privado. Solo piden algo más sutil y complejo en estos tiempos: una sensibilidad hacia las diversas manifestaciones del dolor y de la belleza y una vocación por la memoria.

La accesibilidad de la experiencia en las crónicas de Elisa Lerner se refleja en uno de sus temas constantes: el cine norteamericano. Pocos escritores han dedicado tantas y tan tempranas páginas a desentrañar el funcionamiento de esa máquina de sueños que fue Hollywood para el siglo XX. De manera casi simultánea al Roland Barthes que, en 1957, con Mitologías, sentaba las bases de los Estudios Culturales con sus análisis sesudos de la lucha libre, Elisa Lerner, a finales de los años cincuenta, emprendía una rigurosa lectura de la cultura de masas, tal y como se expresaba en el cine, las revistas de vanidades y las historietas.

Este interés por discursos considerados poco serios o pseudointelectuales no tiene nada que ver con la evasión o el escapismo. Lerner no olvida el contexto “deprimido” de los años treinta en el que, por ejemplo, una actriz como Katharine Hepburn aparece y deslumbra. Tampoco deja de lado la platea nueva y tambaleante que es la escena mundial que emerge de la Segunda Guerra cuando se enfoca en ese eterno misterio que es Marilyn Monroe. Basta prestar atención a cómo aparecen los cielos en la prosa de Lerner: espacios donde la inteligencia y la imaginación pueden despejarse, pero que aún están ensombrecidos por la estela de remotos ataques.

El dolor sin el recuerdo, la risa con la memoria

Hija de inmigrantes rumanos, Elisa Lerner nació en un lugar y en una época a su modo afortunados: lejos de la Europa que preparaba su propia hecatombe y ya en el crepúsculo de la longeva tiranía de Juan Vicente Gómez. Sin embargo, como buena judía, Lerner se sabe una sobreviviente. «Guardo un dolor sin recuerdo», dice en una crónica sobre la familia perdida. Y luego agrega: «Unos muertos que me pertenecen pero a los que nunca vi, me ordenan callar. Pero luego, desde su soledad, desde su aniquilamiento del viejo campo de concentración añoran alguna de las cartas de familia. Es cuando permiten que el bolígrafo, como una lumbre azul, se encienda suavemente sobre mis cuartillas».

Este dolor sin recuerdos es el que le conmina a su vez a hacer un incansable ejercicio de memoria sobre las atrocidades, tampoco vividas por la autora, del gomecismo. En la recién estrenada democracia, la palabra de Elisa Lerner es un faro solitario que arroja su luz taciturna en medio de la alegría solar del nuevo régimen de libertades: «Hay una viva –heridora– contradicción en la sociedad venezolana. La moral pública, mayoritariamente, tiene una aspiración democrática. Pero en el hombre, en su moral privada, pervive una conducta inexorablemente gomecista». Este diagnóstico data de 1982 y es uno de los tantos oráculos que encierran estas páginas para comprender la historia reciente de Venezuela.

No obstante, la escritura de Elisa Lerner, esa que Eugenio Montejo caracterizó como una «de las más personalizadas y singulares con que cuentan nuestras letras», no tendría todo su vigor si se limitara a construir un catálogo de lamentos, advertencias y diagnósticos sobre el ser judío, o sobre el ser venezolano o sobre la condición femenina. Pues, Elisa Lerner no tiene solo un origen europeo («un europeo, un ser con memoria»), sino que ella es también la niña que nació en Valencia, la que recorría con su hermana Ruth las calles de San Juan, barrio de Caracas en el que vivió, al igual que en el honorable refugio calmo que fue el sector de San Bernardino. Elisa Lerner, con el humor y la irreverencia que la han caracterizado, ha ejercido también su condición caribeña. Su agilidad verbal, que es sonrisa irónica y al mismo tiempo guiño seductor, nos recuerda que ella es un pájaro hermoso, hecho no tanto de viajes sino de mudanzas. Un ave rara, prodigiosa, nuestra, pero inatrapable.

Así, Elisa Lerner, «la transgresora», como la llamó con mucho tino Susana Rotker, se salta todas las correcciones posibles: religiosas, políticas, literarias y de género. Hollywood deviene entonces «en una sinagoga fantasiosa, divertida y por demás cosmopolita». Un congreso internacional de escritoras es la excusa perfecta para ponderar a sus colegas solo por su corte de cabello o el largo de su falda. Las reuniones de la asociación de escritores destacan únicamente por las deliciosas galletas María. Las mujeres de la clase pobre caben bajo el mote electoral de «simpáticas y desheredadas Coromoticos», y un sin fin de impertinencias enaltecedoras que logran reconciliarnos con nuestras peores menudencias.

Ya se asuman nuestras tribulaciones y modos de ser con un talante trágico o cómico, lo fundamental es la posibilidad del propio registro. El tan celebrado estilo de la escritura de Elisa Lerner, que la lleva a la formulación de insólitas imágenes («Paulina atraviesa el escenario con insolente velocidad de tenista nocturna») en alambicadas oraciones, nunca es adorno y tampoco fin en sí mismo. El estilo, aquí, es inevitable filtración de lo íntimo para mejor fijar una realidad que nos convoca a todos. Con Elisa Lerner somos testigos de un nuevo modo de escritura en las letras venezolanas, las primeras articulaciones de una nueva memoria.

Una nueva memoria

«La falta de testimonio nos ha convertido en un pueblo en constante y hábil postergación, que va dejando para un indefinido mañana el esclarecimiento, la verdad del país», dice Elisa Lerner. La memoria, o la falta de memoria, es una preocupación cardinal en la vida y la obra de nuestra máxima cronista. En estas latitudes, el clima es un obstáculo más en el esfuerzo de testimoniar el paso del tiempo, pues, como también lo señala Lerner, para nosotros la siesta «es la primera frustración de un país tropical. Cuando se despierta de ella, ya es demasiado tarde».

La historia, que para Stephen Dedalus, un europeo, era una pesadilla de la que trataba de despertar, para nosotros ha sido un letargo en el que preferimos permanecer inmersos. No por nada afirma Lerner (la más subrayable de nuestros escritores) que «después de descubierto el petróleo, a nuestros conciudadanos solo les interesa que alguien invente la máquina del olvido». Tan olvidadizos somos que hasta se nos ha olvidado que esta máquina ya existe y que reaparece intermitentemente en la historia a modo de revoluciones, con el infaltable operario que pretende anular el tiempo transcurrido, arrasar con el pasado y comenzar de cero.

A la muchachita venezolana, de raíces judías, que con apenas quince años vio en acción a la máquina del olvido derrocar a Rómulo Gallegos, le tocó construir a partir de entonces lo que después llamó «una nueva memoria: desnuda, despojada. Una memoria del desamparo».

En las crónicas de Elisa Lerner el lector encontrará los vestigios y las ruinas de un país y de un tiempo arrasados. Pero también hallará en su escritura las instrucciones para un nuevo uso de la memoria, donde lo joven y lo viejo, como esos otros dos personajes importantes del drama de García Lorca, nos recuerdan la dirección total del tiempo:

VIEJO.

Hay que recordar, pero recordar antes.

JOVEN.

¿Antes?

VIEJO. (Con sigilo)

Sí, hay que recordar hacia mañana.

JOVEN. (Absorto)

Hacia mañana.

(Caracas, 15 de mayo de 2015)

***

Notas:

[1] En 2016 publicaría su segunda novela: La señorita que amaba por teléfono (Caracas, Fundavag Ediciones). [Nota de Prodavinci]

 


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