Perspectivas

Ramos Sucre, el tío políglota

04/06/2020

Incluyendo nuevo material fotográfico, esta versión ampliada y revisada de la crónica, originalmente aparecida en 2016 es publicada en ocasión del 130 aniversario del nacimiento y 90 del suicidio del poeta.

José Antonio Ramos Sucre | Foto cortesía ©Archivo Fotografía Urbana

A Alba Rosa Hernández Bossio

1. Papá solía presumir de su “tío políglota” en conversaciones que recuerdo de la infancia. Tenían lugar en nuestra casa en la avenida Cristóbal Rojas de San Bernardino, o en la cercana de la avenida Arturo Michelena, donde vivían los abuelos Almandoz Ramos. No sabía yo al comienzo el significado de palabra tan altisonante, pero pronto lo deduje por los idiomas en los que, según comentaban, era versado mi tío abuelo. Papá aseguraba que frisaban los doce en lectura, pero la abuela Trina, hermana mayor de José Antonio, estimaba que, en rigor, no han debido superar los nueve. Primero el español, dominado temprano en la escuela de don Jacinto Alarcón Blanco en Cumaná. La lengua materna fue templada con los rigores del latín aprendido con su tío el padre Ramos, durante años austeros cuando el adolescente fue enviado a la casa lorquiana del presbítero en Carúpano. Más tarde vino el francés impartido en el Colegio Nacional de Varones, a su regreso a Cumaná. Fue seguido del inglés, el italiano y el alemán domeñados en la biblioteca de los Ramos en la calle Sucre, para asombro de compañeros y parientes.

La abuela Trina recordaba los comentarios de prensa sobre su erudición precoz, cuando José Antonio partiera a Caracas a estudiar Derecho en 1910, el primero de los hermanos Ramos Sucre en emigrar a la capital recién tomada por el general Gómez. Allí acometería traducciones del griego, en las interminables noches de las pensiones. Bajo la guía de Christian Witzke, director del Museo Nacional, absorbería el danés, seguido del sueco y el holandés. A estos ayudaron los sucesivos cargos del tío políglota, especulaba papá, incluyendo el de traductor e intérprete de la Cancillería en tiempos de Manual Díaz Rodríguez.

Enrique Almandoz Ramos | Foto cortesía ©Archivo Fotografía Urbana

2. Además de un retrato desvaído en tonos sepias, mostrando al joven encorbatado con gesto adusto, legados del tío paterno asomaban en rincones de nuestra modesta casa en San Bernardino. En la pequeña biblioteca improvisada en el pasillo entre las habitaciones de la planta alta, había un ejemplar de sus Obras, publicadas en 1956 por el Ministerio de Educación. Fue indicio temprano de que Ramos Sucre era autor nacional considerado clásico; no era empero tan conocido como otros de la misma Biblioteca Popular Venezolana, como el mismo Díaz Rodríguez y Urbaneja Achelphol, cuyos volúmenes utilizaban para tareas mis hermanos mayores, ya adentrados en bachillerato. Si bien fijé desde la infancia la carátula marrón con un grabado cubista, no osé entonces leerlo, aunque sí supe que las tres obras principales del tío tenían títulos “tan sugerentes como enigmáticos”, al decir de papá: La torre de timón (1925), El cielo de esmalte (1929) y Las formas del fuego (1929). Según conversaban los tíos en sobremesas no exentas de resabio, su poesía en prosa, “tan erudita como críptica”, hacía de José Antonio un autor menos asequible que sus coterráneos cumaneses, como Andrés Eloy Blanco y Cruz Salmerón Acosta.

Por no caber en los diminutos estantes de esa biblioteca de pasillo, unos gruesos tomos empastados en negro con letras doradas, pertenecientes a su tío según papá, eran atesorados por este en su propio clóset. Más que el exlibris de la primera página y las iniciales JARS grabadas en los lomos, anotaciones en los márgenes confirmaban que el erudito había consultado aquellos folios enmohecidos de la primera edición de la enciclopedia Espasa. Su tío los había adquirido, según papá, tras dejar aquella Cumaná nativa y egregia, cuna del mariscal Sucre y puerta de entrada de Humboldt; pero a la vez –como en “La vida del maldito” de La torre de timón– “lejana del progreso, asentada en una comarca apática y neutral”. Fueron estos los primeros versos del tío políglota que alcancé a leer en las Obras, después de haberme intrigado el título del poema susodicho, durante una sobremesa dominical en casa de abuela Trina.

3. Siempre que se conversaba sobre José Antonio, aparecía entre bastidores y miradas cruzadas (que no por niño se me escapaban) la figura casi legendaria de Mamá Rita, mi bisabuela paterna y madre del poeta. Sobrina nieta del mariscal de Ayacucho, como siempre recordaban los tíos al invocarla, Rita Sucre Mora había sido desposada a los diecisiete años por Jerónimo Ramos Martínez en aquel Cumaná de once mil almas a finales del siglo XIX. Sin educación formal, como era frecuente a la sazón, incluso para niñas de su abolengo, ello no fue óbice para cultivar caligrafía y redacción excelentes. Estas le capacitaron para ser maestra de primeras letras, cuando enviudara joven y hubo de mantener la prole de seis niños Ramos Sucre. Pero sobre todo, como destaca Alba Rosa Hernández en su biografía del poeta, “Rita brillaba por su habla llena de ingenio y matices de humor, luego irónicos o mordaces”.

Rita Sucre de Ramos | Foto cortesía ©Archivo Fotografía Urbana

Junto a su orgullo por el linaje prócero que la entroncaba con el Mariscal, reforzado por la hidalguía con que sobrellevó la viudez precoz en la ciudad de su prosapia, conocía yo de las ocurrencias ingeniosas de la bisabuela gracias a la historia familiar. Con el cabello recogido en moño, el entrecejo fruncido y los labios delgados de los Sucre; adornado tan solo por un discreto cuello de encaje sobre el vestido abotonado, en estilo que perpetuó su hija Trinita, el austero rostro de Mamá Rita aparecía en una foto desvaída del álbum familiar. No obstante la severidad del gesto y el atuendo, mamá solía evocar el gracejo de “misia Rita”, como ella siempre la llamó con el término reservado a las matronas, que como mis abuelas, eran más que doñas. Con el deleite de quien hace suyo el legado parental del cónyuge, mamá citaba a nuestra bisabuela, por ejemplo, cuando se hablaba de un caballero de dudosa respetabilidad en tanto “señor”, solo “porque no es señora…”. O cuando protestaba que no había que “gastar la lástima” con demasiada frecuencia en cosas inanes. O cuando alguien le mamaba el gallo importunamente y mamá ripostaba, como misia Rita, “el gallo mío no se mama”.

Pero allende la hilaridad provocada por sus “salidas cumbre”, como las refería mamá, percibía yo que la sola mención de Mamá Rita arrojaba una como sombra sobre la memoria de José Antonio. Con este al parecer había sido la madre harto severa y represiva, sobre todo cuando, ya muchacho, regresara a vivir a Cumaná, al fallecer el padre Ramos en Carúpano en 1903. Si este le había inculcado el estudio de los clásicos con una disciplina inclemente, la madre, respetable y decorosa en sociedad, era obsesiva y tiránica puertas adentro, atosigando la existencia cotidiana del adolescente retraído y ensimismado de por sí.

Era ese un drama familiar que había yo barruntado en conversaciones que no se me permitió presenciar, pero que escuché a hurtadillas, intrigado al mencionar abuela Trina cartas de José Antonio quemadas tras su muerte en 1930. Tanto o más que la admiración por este, aquellas cuitas despertaron en mí desde niño el interés por Mamá Rita, cuyo retrato presidía la habitación de mi abuela en la casa de San Bernardino. Lo acompañaba un inmenso crucificado heredado del presbítero Ramos, el cual fue traído a Caracas al ser desmontada la casona solariega de la calle Sucre. Aunque el cristo era esculpido, me recordaba al de Velázquez que ya había visto yo en uno de los tomos de Espasa, marcados con las iniciales de JARS.

4. También teñida de congoja, otra famosa memoria familiar de José Antonio era el telegrama despachado a mis abuelos José y Trina, cuando la benjamina de la familia Almandoz Ramos falleciera joven. “Condolencias, José Antonio” eran las tres palabras cifradas por el tío desde Ginebra, adonde había sido enviado como cónsul. A pocos meses de llegar a Europa, sin conocer todavía París, en la pensión Huguenin se suicidó el 9 de junio de 1930 con una sobredosis del elixir de veronal, uno de los barbitúricos con los que combatía el insomnio. No obstante lo doloroso del recuerdo, papá siempre celebraba aquel telegrama como ejemplo de concisión, adoptándolo para sus propios pésames por escrito. Y ello hizo que yo, a la postre y respetando las distancias, lo continuara en los míos, sobre todo ahora que el correo electrónico ha sustituido al telegrama.

Junto al sustantivo “condolencias”, era la primera vez que escuchaba yo el nombre de la ciudad suiza que albergó la Sociedad de las Naciones. Desde el telegrama de marras, no pude disociarla del insomnio y el suicidio, incluso tras visitarla fugazmente en 1988. Fue en la breve estadía europea cuando hicieron crisis el desasosiego y la vigilia padecidos por José Antonio “desde su llegada a Caracas”, como respondió una vez abuela Trina ante la pregunta de mamá por la decisión del hermano. En la capital había sobresalido en los estudios de Derecho, así como de Filosofía y Letras en la Universidad Central, hasta que esta fuera clausurada por el Benemérito en 1913. Ganó también las cátedras de Historia y Geografía en el liceo Sucre, seguidas de Latín y Griego en el Andrés Bello. Aquí compartió con Rómulo Gallegos, fundador de La Alborada, entre otros intelectuales novecentistas que ya leían los textos de José Antonio en El Cojo Ilustrado o Billiken. Pero la admiración de sus alumnos y el respeto de sus colegas no disiparon, incluso tras obtener el puesto de traductor y el título de abogado, la austeridad de la vida pensionista y recoleta. Incluso prefirió no abandonarla para regresar a vivir con su madre y hermanos, establecidos en una casa de La Pastora desde 1915.

Prudente y lacónica como era, no quiso remontarse abuela Trina, en su respuesta a mamá, a los años germinales de aquella angustia de José Antonio durante la infancia formativa pero implacable, bajo la férula del padre Ramos. Ni tampoco a las diarias desavenencias del hermano ya mozo con la madre inquisidora, las cuales seguramente hubo de zanjar en más de una ocasión la hermana mayor. Escapaba de las luces de Trinita, por lo demás, que Ramos Sucre, como hace notar Hernández Bossio, no obstante sus desvelos y tormentos, siempre asoció la muerte temprana, que no a destiempo, con el heroísmo que le atribuyeran los griegos. Y también la vio con la naturalidad con la que Lucrecio la prefiriera ante las cadenas de la vejez.

5. Fue hacia finales de la década de 1960 cuando mi abuela y mis tías ofrecieron en su casa de San Bernardino un coctel vespertino, según recuerdo de niño, en ocasión de ser publicada una nueva edición de trabajos del tío políglota. Años después me di cuenta de que se trataba de la Antología poética preparada por Francisco Pérez Perdomo y editada por el Ministerio de Educación. Tras el olvido estigmatizado que siguiera al suicidio, cuando el hermetismo de su poesía fue apenas sondeado por los grupos Viernes y Contrapunto, las vanguardias de los sesenta, lideradas por Sardio, comenzaron la reivindicación de Ramos Sucre, quien resonaba ya señero con aquellos dos apellidos que tanto le costaron.

Tras el luto por la muerte del abuelo José, aquel agasajo discreto fue la primera y última recepción ofrecida en casa de las Almandoz Ramos, antes de la mudanza a la quinta construida por mis tías en la Alta Florida. En vísperas de esa mudanza, coincidente con mi entrada al bachillerato, tía Maruja me obsequió una edición de bolsillo de Macbeth, uno de mis primeros libros en inglés, así como una traducción de Las almas muertas de Gógol. Ambas habrían pertenecido a José Antonio, como atestiguaban anotaciones hechas a lápiz y pluma en los márgenes, sobre todo de vocabulario en la primera.

Tía Virginia, por su parte, me obsequió los tres tomos de la Encyclopédie des peuples, los cuales ella, profesora de historia y geografía, había rescatado entre los 1.270 títulos de la biblioteca del tío, extraviados los más a su deceso. Igual suerte corrió el Macbeth llegado a mis manos demasiado temprano: por no haberlo sabido apreciar y guardar, no lo encontré al regreso de una de mis estadías en el exterior. Si bien se trataba probablemente una edición resumida, recriminé mi descuido. Sobre todo al leer, a comienzos de los años ochenta, la traducción de Luis Astrana Marín en las Obras completas publicadas por Aguilar. También al atreverme con el texto original, en la versión establecida por el profesor Peter Alexander, la cual fue reeditada en 1994, mientras vivía yo en Londres. Como buscando resarcir el extravío de aquel Macbeth familiar, a mi regreso a Caracas dos años más tarde, presté esa edición canónica a tía Maruja. Ya para entonces enferma de cáncer, me confesó que había elegido la carrera de normalista en inglés como homenaje al tío políglota.

6. En el año 2000 doné los tomos de la enciclopedia francesa a la Casa Ramos Sucre en Cumaná, proyecto patrocinado por la corporación y la Universidad de Oriente, la gobernación del estado Sucre, junto a la fundación creada por los primos Isabel Cecilia Ramos González y Roberto Salvatierra Ramos. Sin ser yo especialista en la obra del poeta, los parientes tuvieron la delicadeza de invitarme aquel año a la bienal Ramos Sucre, para hablar de la representación literaria de la ciudad del gomecismo. Para entonces era la bienal evento concurrido por expertos internacionales, en concordancia con la proyección alcanzada por la obra de José Antonio en la década de 1990, cuando varios estudios críticos fueran publicados en ocasión del centenario de su nacimiento.

Dos participaciones notables recuerdo de aquel evento entre académico y familiar para mí. Una fue la ponencia sobre el poema “El mar latino”, presentada por Alba Rosa Hernández, a quien ya conocía de referencia en mis años de estudiante en la Universidad Simón Bolívar, donde se desempañaba como profesora del departamento de Lengua y Literatura. Con maestría supo explicar cómo la poesía en prosa de José Antonio era en gran parte descifrable a través de modelos lingüísticos pretéritos, especialmente a partir de las estructuras del latín que fuera su segunda lengua, paterna más que materna, podríamos decir, en vista de que la asimiló del tío sacerdote. Y como después leí en su libro que Alba Rosa me obsequiara, esa “reivindicación de la retórica como ciencia, como un método poético”, hizo de Ramos Sucre “un poeta artesano, artífice, selector excepcional de fórmulas poéticas”, alejado a la vez de la espontaneidad y originalidad creativas, mientras que estas eran celebradas por las vanguardias novecentistas.

Otra ponencia señalada de aquella bienal fue la de Rafael López Pedraza sobre las relaciones tortuosas del poeta con la madre. Siguiendo la tendencia analítica de Jung, la ilustraba el psicólogo con arquetipos mitológicos, documentándola con cartas familiares a las cuales se le había permitido acceder al también profesor de la Universidad Central de Venezuela. Las reacciones encontradas que entre parientes suscitó esta última intervención, algunas de las cuales aducían que tales asuntos debían quedarse en familia, mientras que otras preconizaban la publicidad digna de la universalidad de la obra ramosucreana, me recordaron aquellas polémicas entreoídas de niño en las casas de San Bernardino.

También me retrotrajo a esa época el retrato de José Antonio que presidía la restaurada casa cumanesa, comprada por la fundación a los parientes Madriz. Es similar al que heredé de papá y me acompaña ahora en el estudio de mi apartamento de Las Palmas. Junto a su ejemplar de Las almas muertas –este sí a buen resguardo y todavía por leer, a diferencia del Macbeth– ese retrato es la única herencia material que conservo del tío políglota.


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