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Por distintas razones, llevo varios días buscando escapar de la urgencia de escribir algunas notas sobre Ramón Espinasa. En primer lugar, porque al aventurarse en estas cosas –como ya apuntara Luis Pacheco en su extraordinario Relato hablado– corre uno el riesgo de deslizarse por la resbalosa superficie del sentimiento, y terminar expuesto en una impostura cursi que el mismo Ramón evitó siempre, incluyendo el difícil trance de su enfermedad. En segundo lugar, porque a fin de cuentas hay otros que lo conocieron mucho más, y le fueron más cercanos por mucho más tiempo, y era conveniente esperar a que fuesen ellos quienes –una vez cerradas las compuertas de su futuro– volvieran la vista atrás e hicieran un primer esfuerzo por retratar sus contribuciones, sus aciertos, y recontar diferentes manifestaciones de su extraordinaria bonhomía. Por último, tenía la esperanza de ver mis sentimientos dibujados en esos otros, y pasar así el trago amargo de la página en blanco y el reconocimiento de la propia intrascendencia e inmaterialidad de la vida, apurada por la asombrada hora de su temprana y repentina desaparición. Pero no he sido capaz. Aún después de leer a Luis Pacheco, Francisco Monaldi, Luis Pulgar, y los numerosos mensajes distribuidos en las redes sociales que dan testimonio unánime de la percepción colectiva de su ausencia, no he sido capaz de pasar agachado. Esta última certeza me llega a unos cuantos días de su muerte, justo en el día en que Ramón hubiese iniciado una nueva vuelta alrededor del sol.
He pasado estas noches haciendo memoria, recordando si alguna vez llegué a coincidir con Ramón en Venezuela. No he sido capaz de dar con ninguna instancia. Antes de conocerlo, en mi condición de economista amateur –una palabra que extrañamente ha adquirido una mala connotación, y que describe al que ama lo que hace– llegué a escuchar muchas veces su nombre y a leer con cuidadosa atención sus numerosas contribuciones intelectuales. No lo vine a conocer sino hasta finales del año 2009, cuando ya se contaban varios años de su exilio, y el mío apenas empezaba. Tengo entendido por quienes fueron sus amigos más cercanos que esta experiencia le había sido particularmente difícil, pero a diferencia mía – siempre propenso a desahogar de buenas a primeras los tormentos del extrañamiento – nunca lo escuché lamentarse. A partir de aquél entonces, llegué a coincidir con él en un sinnúmero de paneles, conferencias, reuniones estratégicas, mesas redondas, grupos de contacto, y así hasta agotar todas las denominaciones posibles que describan la congregación de un conjunto de ciudadanos preocupados por la situación de su país, con el objetivo de cuantificar sus males y buscar soluciones a sus problemas más urgentes.
Coincidir con Ramón en estos eventos era siempre una fuente de presión para los demás panelistas, porque para él no había ocasión pequeña. Sus presentaciones eran siempre una suerte de tour de force intelectual: Partiendo de los hechos inobjetables, procedía a levantar el andamiaje de su pensamiento, de ahí a sus hipótesis e implicaciones prácticas en términos de escenarios y política petrolera. No había allí certezas –con los años cada vez hubo menos– sino probabilidades. No importaba el grado de sofisticación de la audiencia, sus presentaciones estaban siempre construidas para hacerle sentir a los demás que sabíamos casi tanto como él. Aunque coincidimos muchas y muy seguidas veces a lo largo de estos años, jamás lo vi refreír presentaciones, ni repetir ideas en sordina. Las más de las veces nos ponía a todos en evidencia, compartiendo versiones impresas o vínculos a las versiones escritas de sus exposiciones, siempre con algún comentario que le restaba peso (“es una versión muy preliminar”) y efectivamente disipaba cualquier sensación posible de arrogancia o pretensión.
Yo, más proclive a los ángulos agudos en la argumentación y a resaltar contrastes, siempre envidié su capacidad para considerar cuidadosamente las preguntas y cuestionamientos que se hacían a sus presentaciones. Ninguna merecía una respuesta inmediata. Todo lo contrario. Entre la secuencia rápida de imágenes que me vienen a la mente cuando pienso en Ramón, prevalece esa en donde desvía la mirada hacia arriba, buscando sopesar de forma adecuada los argumentos propios y ajenos, en medio de unas pausas largas que transmitían a sus interlocutores la sensación de que sus planteamientos merecían efectivamente ser ponderados (tengo para mí que ese no era siempre el caso).
Y es que si hay algo de lo que Ramón carecía por completo era de cinismo. Esta es una virtud que siempre agradecí, en especial cada vez que me correspondió llamarlo para invitarlo a alguno de esos eventos, o para coordinar nuestras intervenciones en situaciones en donde habíamos coincidido. Quiero decir, han pasado tantos años, y ha habido tantos planes para “el día después”, que ya uno siente una suerte de vergüenza y le surge a uno involuntariamente una voz que retumba desde adentro: ¿Tu vas a seguir en esta vaina? ¿Hasta cuándo? En medio de las dudas que nos han asaltado a todos en estos años duros, escucharlo responder siempre con el mismo entusiasmo ante la posibilidad de reunirnos a repensar una y otra vez a Venezuela, me sirvió a mí para reafirmar mis propias convicciones, disipar mis propias dudas, y terminar por convencerme siempre de que el esfuerzo valía y sigue valiendo la pena.
Quiero cerrar estas atropelladas notas con una pequeña anécdota que ocurrió la última vez que tuve la suerte de coincidir con Ramón. Fue en un taller que organizamos en el Centro para el Desarrollo de la Universidad de Harvard, que congregó a varios expertos petroleros venezolanos, hará poco más de un año. Por esos días, mi hijo Constantino se encontraba de visita en Cambridge, y las vicisitudes clásicas de padre soltero me habían llevado a cubrir una brecha breve en su plan diario trayéndolo a sentarse al fondo del salón, en una sesión que se había prolongado hasta tarde en la noche. Al día siguiente, cuando ya todos los invitados habían vuelto a sus casas, recibí una llamada de Ramón. Luego de agradecer la invitación, organización y logística del taller, me hizo un comentario que describe el tipo de persona que era y jamás olvidaré. “Quería decirte una última cosa Miguel Ángel. Cuando yo me divorcié y me mudé fuera de Venezuela, separarme de mi hija fue muy duro. Hubo una época en que eso me hizo sufrir muchísimo. Así que me imagino que estos años no han sido fáciles para ti. Pero quería decirte también que, después de varios años, mi hija consiguió trabajo en Washington y volvió a vivir conmigo, y eso es algo que me ha hecho muy feliz, y que yo nunca pensé que sería posible otra vez. Si lo hubiese sabido, me habría atormentado mucho menos. Sólo quería decirte eso. Hang in there, que esas cosas pasan”.
No hace falta decir más. A uno no le enseñan en ninguna parte cómo llamar a los amigos que se encuentran enfermos para saber de ellos, qué decir, cómo escoger cada palabra para no convocar esa sensación inminente de desenlace. Desde que supe de la dolencia de Ramón, pasé meses buscando las palabras adecuadas, con ese mismo esmero que él ponía cuando respondía a sus interlocutores. Nunca me imaginé que el final estaría tan cerca. Quizás sea esa la sensación de ahogo y urgencia que me ha perseguido desde que supe la noticia, y me ha obligado a escribirte estas líneas antes de que todo se vuelva fría memoria. O quizás no. Quizás ese nudo siga ahí, hasta que tengamos esa posibilidad de volver y probar nuestros propios remedios, que a ti tanto te entusiasmaba.
Miguel Ángel Santos
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