Memorabilia

Propaganda y ataque

27/04/2020

[Este texto fue originalmente publicado en 1888 y luego recogido en Páginas libres (París, Imprenta P. Dupont, 1894). Se trata de una reflexión sobre el papel de escritor en la sociedad peruana de su tiempo –último tercio del siglo XIX–, en la que aún es posible leer ciertos problemas de nuestra actualidad. ]

Manuel González Prada

I

Vicio capital de la literatura peruana, la fraseología. Tómese un diario y recórrase el editorial: ¿qué se encuentra? palabras. Tómese un semanario y léase las composiciones en verso: ¿qué se encuentra? palabras. Estamos en el caso de repetir con Hamlet: ¡palabras, palabras y palabras!

Padecemos de logomanía o logomaquia y deberíamos realizar el proyecto, concebido por Saint-Just, de imitar a los lacedemonios y fundar un premio de laconismo. Sí, laconismo, no para convertir el idioma en jerga telegráfica, sino para encerrar en el menor número de palabras el mayor número de ideas; no para dilucidar las cuestiones en una simple jaculatoria de cinco líneas, sino para conceder al pensamiento el desarrollo conveniente y a la frase la extensión indispensable: podemos ser difusos en una línea y concisos en un volumen.

Atolondrados con el monótono chapoteo de un lenguaje campanudo y hueco, nos vemos como hundidos hasta medio cuerpo en torrente que se derrama por cauce pedregoso y ancho: el ruido nos ensordece; pero la corriente no consigue arrastrarnos.

Entre la indecisión y vaguedad de la turbamulta, se delinean dos grupos de escritores: unos que hablan a lo Sancho Panza, con idiotismos, dicharachos y refranes; otros que se expresan a lo don Quijote, solemnemente, en clausulones altisonantes y enrevesados.

Tenemos jerigonza judicial, jerigonza universitaria, jerigonza periodística, jerigonza criollo-arcaica, en fin, todas las jerigonzas que dicen al idioma como las erupciones cutáneas a la piel. Todo hay, menos el estilo franco y leal que precise la fisonomía del individuo, que diferencie al hombre de los otros hombres, que encierre la manifestación exacta del yo. Todo hay menos el lenguaje claro y sustancioso, con la virtud del agua y del pan, no cansar.

No surge una personalidad eminente que seduzca y se imponga, lo que es un bien y un mal: un bien, porque toda eminencia literaria induce a imitación y ahoga la libre iniciativa del individuo; un mal, porque no habiendo superioridades, las falsificamos y nos convertimos en adoradores de medianías y mediocridades.

Los viejos se repiten o se esterilizan, los jóvenes no se estereotipan aún con rasgos definidos y claros. Muerto Althaus, paralítico y moribundo Salaverry, expatriado Arnaldo Márquez, tal vez por carecer aquí de aire y espacio, ¿quién nos queda? Sin embargo, naciones desdeñadas por nosotros poseen hoy un Montalvo y un Llona, un prosador y un poeta.

Carecemos de buenos estilistas, porque no contamos con buenos pensadores, porque el estilo no es más que sangre de las ideas: a organismo raquítico, sangre anémica. ¿Y cómo pensaremos bien si todavía respiramos en atmósfera de la Edad Media, si en nuestra educación giramos alrededor de los estériles dogmas católicos, si no logramos expeler el virus teológico, heredado de los españoles?

Hasta en los cerebros con presunción de sanos reina espantosa confusión, pues las ideas más divergentes y divorciadas cohabitan en amigable consorcio. No se pida lógica: soneto que se abre con apóstrofe racionalista se cierra con declaraciones de fe; discurso con exordio en favor de Darwin lleva peroración en defensa del Génesis. Para concebir algo semejante al desorden estrambótico de nuestra verbosidad incoercible, imagínese la promiscuidad de un ejército en derrota, o el revoltijo después de un incendio: por la boca de un costal repleto con los comestibles de una bodega y las alhajas de una joyería, brotan en risible confusión nabos y rubíes, garbanzos y brillantes, roscas de morcilla y collares de perlas.

Predomina el catolicismo liberal o liberalismo católico. Periodistas y literatos arrojan a un solo molde el Syllabus y la Declaración de los derechos del hombre. Adoran en dos altares, como ciertas mujeres consagran al rezo la mitad del día y al amor libre la otra mitad. Olvidan que el liberalismo católico representa en el orden moral el mismo papel que en el orden físico representaron los lagartos voladores de la época secundaria: organismos con alas de pájaro y cuerpo de reptil, seres que hoy vuelan y mañana rastrean.

Muchos, con aire de emprender el decimotercio trabajo de Hércules, cogen la pluma y disertan horas de horas sobre libertad de cultos, sobre cementerios laicos y especialmente sobre los dos tesoros de su arca santa, el patronato nacional y el exequatur; pero cuando se ofrece aceptar los principios de la Ciencia positiva y aplicar sus lógicas y tremendas conclusiones, cuando llega la ocasión de blandir el hacha para dar el golpe recio, entonces retroceden espantados, y ¡adiós decimotercio trabajo de Hércules!

Los escritos de nuestros más audaces liberales parecen orgías bajo la cúpula de una catedral: entre choque de vasos, vapores de vino y gritos blasfemos, se escucha de cuando en cuando el resoplido del órgano, la interminable salmodia de fraile soñoliento y el chisporroteo de velas hisopeadas con agua bendita.

En fin, el diagnóstico de la literatura peruana se resume en una línea: congestión de palabras, anemia de ideas.

Inténtese hablar al pueblo de sus intereses y fácilmente comprenderá que si antes se hizo todo con él, pero en beneficio de unos cuantos, llega la hora que él haga todo por sí y en beneficio propio. Al escritor le cumple abrir los ojos de las muchedumbres y aleccionarlas para que no las coja desprevenidas el gran movimiento de liquidación social que se inicia hoy en las naciones más civilizadas.

Harto se habló a la Humanidad de sus obligaciones, para que se recuerde ya de sus derechos. ¡Abajo esas mentiras convencionales de respeto y resignación! Todas las antiguallas respetadas, aunque no respetables, sirvieron de cómplices a la tiranía religiosa, política y social. Consideramos el transcurso de siglos como una sanción, cuando, por el contrario, los errores más antiguos merecen más odio y guerra más implacable, porque más tiempo engañaron al hombre y más perjuicio le causaron. Abramos bien los ojos y veremos claro: veremos que muchos individuos nos «parecen colosos porque al medirnos con ellos nos arrodillamos», veremos que respetamos hoy como sagradas las abominaciones que nosotros mismos consagramos ayer, veremos que nos conducimos como el niño que vuelve sus espaldas a la bujía y se espanta con la gigantesca proyección de su propia sombra.

Esa palabra resignación, inventada por los astutos que gozan para encadenar el brazo de los inocentes que sufren iniquidades y atropellos, debe desaparecer de todos los labios, porque resuena como sinónimo de ultraje en el opresor, de cobardía en el oprimido. Quitemos al poderoso algo de su poder, al rico algo de su riqueza, y veremos si conocen y preconizan la resignación. La Tierra produce aún los frutos necesarios para alimentar holgadamente a la humanidad, continúa siendo para sus hijos la madre de fecundas y preñadas ubres, y si hay hambre y miseria en unos mientras hay hartazgo y riqueza en otros, es porque el hambriento y el miserable, en lugar de rebelarse y combatir, se resignan cristianamente a sufrir su desventurada suerte.

Basta ya de compensaciones celestes y de esperanzas ilusorias en una justicia sobrehumana, basta de narcóticos y derivativos que desalientan para la acción, relajan la energía y convierten al hombre en la eterna víctima del hombre. Nadie se halla en la obligación de sufrir para que otros gocen, de ayunar para que otros coman, de morir para que otros vivan. Por el contrario, los desheredados tienen derecho de usar todos los medios para sustraerse a su desgraciada condición. ¿Por qué desmayar de hambre a las puertas del festín, si violentando la entrada se consigue manjar y sitio para todos? Los despojos sociales nacieron de la violencia, se fundan en la violencia más o menos solapada, y combatirles violentamente es ejercer el derecho de contestar a la fuerza con la fuerza.

El respeto y la resignación pueden haber llenado el martirologio romano y el cielo; pero sólo el irrespeto y la rebeldía conquistaron la Naturaleza y cubrieron de flores el camino de la humanidad. Un solo acto de rebeldía suele producir más bienes a la especie humana que todas las resignaciones y todos los respetos. Donde irradia un foco de luz, donde se derrumba una preocupación o un error, donde surge algo que sublima el pensamiento y ensancha el corazón, estemos seguros que ahí corrieron el sudor y la sangre de algún irrespetuoso y de algún rebelde.

Y ¿a quién le cumple más que al escritor la indisciplina y la insumisión? Él debe marchar siempre a la cabeza de los insumisos e indisciplinados, tan ajeno a los aduladores del Poder como a los cortesanos de la muchedumbre. Para demandar justicia no aguarda hora propicia ni ocasión favorable, sino que la exige siempre en todo lugar, principalmente cuando se corre peligro al demandarla y cuando todos tiemblan y callan. Y en esto se diferencia del político.

Los políticos de profesión, los que se desvelan por ganarse prosélitos, hablan siempre con atenciones, circunloquios estratagemas, mientras que el hombre verdaderamente libre lanza el pensamiento en su más cruda integridad, sin que le importe nada herir los intereses de las clases acomodadas ni sublevar la cólera de agrupaciones ignorantes y fanáticas.

II

Muchos pueblos, al sufrir un descalabro, guardan la fuerza de elasticidad suficiente para regresar al punto de la caída. Nosotros, vencidos por Chile, permanecemos colados al suelo como sustancia glutinosa.

Da grima ver el apego senil al camino trillado, el culto sin disidentes a la diosa rutina, el respeto servil a hombres huecos e instituciones apolilladas, a mitos aéreos y entidades metafísicas. En tanto que nuestros vecinos marchan al trote o a la carga, nosotros salimos de marcar el paso.

Aquí no vivimos como hermanos, a la sombra del mismo techo, respirando el mismo ambiente y amando las mismas cosas, sino disputándonos un rayo de sol, como gitanos en feria: tratando de engañarnos sórdidamente, como tahures en mesa de garito; odiándonos interiormente con el rencor implacable de oprimidos y opresores.

A juicio de Bolívar, «no hay buena fe en América ni entre los hombres ni entre las naciones. Los tratados son papeles, las constituciones libros, las elecciones combates, la libertad anarquía y la vida un tormento». En el Perú de hoy, no existe honradez privada ni pública: todo se viola y pisotea cínicamente, desde la palabra de honor hasta el documento suscrito. La vida política se funda en fraude, concusión y mentira; la vida social se resume en la modorra egoísta, cuando no en la guerra defensiva contra envidia, calumnia y rapacidad del vecino.

En todo país civilizado funcionan grupos homogéneos o, cuando menos, se bosquejan embriones de partidos con sus hombres y sus credos: nosotros no conocemos armonías de cerebros, sino alianzas de vientre. No poseemos elementos individuales que reunir en un cuerpo solidario y compacto, porque los ciudadanos útiles y probos esquivan la lucha, se sustraen a la acción y viven acurrucados en el carapacho de su yo. El malo triunfa y manda, hace y deshace, mientras el bueno resume su filosofía en cuatro palabras: tranquilidad en la digestión.

¿Qué tenemos? En el Gobierno, manotadas inconscientes o remedos de movimientos libres; en el Poder Judicial, venalidades y prevaricatos; en el Congreso, riñas grotescas sin arranques de valor y discusiones soporíferas sin chispa de elocuencia; el pueblo, carencia de fe porque en ninguno se cree ya, egoísmo de nieve porque a nadie se ama y conformidad musulmana porque nada se espera. Pueblo, Congreso, Poder Judicial y Gobierno, todo fermenta y despide un enervante olor a mediocridad, Abunda la pequeñez en todo: pequeñez en caracteres, pequeñez en corazones, pequeñez en vicios y crímenes.

El escritor no se exime del envilecimiento general. ¿Dónde la boca libre que hable a las multitudes como se les debe hablar? ¿Qué publicista rompe la mordaza de oro? ¿Qué poeta truena con la cólera engendrada por el odio al malo? El escritor que paladea la miel de un cargo público, enmudece o aplaude, el diarista que inútilmente husmea las migajas del erario nacional, vocifera y ataca: con rarísimas excepciones, sólo hay cortesanos rastreros u opositores despechados. Los que distribuyen la propina y marchan, como ídolos de la India, contemplando a sus pies una muchedumbre de creyentes arrodillados, esos saben lo que significan las reverencias del periodista en el editorial, las congratulaciones del profesor en el discurso universitario y las lágrimas del poeta en la corona fúnebre.

Como profesamos un liberalismo a flor de piel, como nos hicimos al grillete del colono, ignoramos hacia dónde tenemos que ir y no acertamos ni a mover los pies con desembarazo. La independencia nos abruma, como una montaña de plomo. Se diría que lamentamos la esclavitud perdida, como pájaros que, lanzados al aire por un descuido del amo, regresan a revolotear y piar en derredor de la jaula. Siguiendo la tradición de los autores cortesanos que elegían sus mecenas entre los duques y los marqueses, nosotros mendigamos patrocinio y renta de Gobiernos, Congresos y Municipalidades. A la mendicidad de los individuos responde la mendicidad colectiva: las sociedades libres demandan subvenciones y carácter oficial. Somos los hermanos mendicantes de la Ciencia y de la Literatura.

Mas sería muy aventurado afirmar que nuestra miseria social venga exclusivamente de la guerra con Chile: cierto, la derrota apoca, pone en relieve todos los vicios del vencido, infunde gran desaliento en los ánimos, pero no cambia súbita y radicalmente el modo de ser de una sociedad; una conquista duradera u ocupación secular es una inoculación, una guerra de pocos años es una simple sangría. Podremos estar anémicos, mas ¿por qué agangrenados? Lo natural habría sido que, pasada la guerra, hubiera venido la reacción.

Cunde hasta el servilismo internacional: las agrupaciones literarias y científicas tienden a convertirse en academias correspondientes de las reales academias españolas. Literatos, abogados y médicos, vuelven los ojos a España en la actividad vergonzosa de mendigar un título académico. Lacayos del mundo intelectual, nuestros médicos, nuestros abogados y nuestros literatos, se pavonean con las medallas o emblemas de las corporaciones españolas, como los antiguos esclavos de casa grande se contoneaban y crecían con la librea del amo.

En resumen, hoy el Perú es organismo enfermo: donde se aplica el dedo brota pus.

III

Ardua tarea corresponde al escritor llamado a contrarrestar el influjo del mal político: su obra tiene que ser de propaganda y ataque. Tal vez no vivimos en condiciones de intentar la acción colectiva, sino el esfuerzo individual y solitario, acaso no se requiere tanto el libro como el folleto, el periódico y la hoja suelta. Pero actúese personal o colectivamente, de nada serviría la más fogosa propaganda si no viniera simultáneamente con el ataque decidido a política y políticos.

¿Qué fue nuestra política? El arte de gobernar a los hombres como se gobierna una máquina o un rebaño. ¿Qué nuestros políticos? Sindicato de ambiciones malsanas donde por una selección invertida predominaron como flor y nata el médico sin clientela, el banquero en liquidación, el periodista sin suscritores, el hacendado en ruina, el comerciante en quiebra, el ingeniero sin contratos, el militar sin hojas de servicios y señaladamente el abogado sin pleitos.

Por el rodadero de la política bajó todo a corromperse en charco cenagoso y pútrido. Las más preciosas discusiones de forma y de palabras, cuando no en riñas de intereses individuales o de camarilla. ¿Qué sacamos de todas nuestras divagaciones bizantinas? ¿Qué de todos nuestros pandillajes berberiscos? ¿Qué libertades conquistamos, después de las consignadas en las primeras Constituciones? Sacudimos la ruleta de los virreyes y vegetamos bajo la tiranía de los militares, de modo que nuestra verdadera forma de gobierno es el Caporalismo. Emancipamos al esclavo negro para sustituirlo con el esclavo amarillo, el chino. El substratum nacional o el Indio permanece como en tiempo de la dominación española: envuelto en la misma ignorancia y abatido por la misma servidumbre, pues si no siente la vara del Corregidor, gime bajo la férula de la autoridad o del hacendado; si no paga tributo en oro, da contribución en carne; si no muere en la mina, sucumbe en los campos de batalla. Hasta vamos haciendo el milagro de matar en él lo que rara vez muere en el hombre: la esperanza. La historia nacional se resume en pocas líneas: muchas reformas políticas en cierne, adelantos sociales casi ninguno, es decir, estancamiento; porque la civilización de una sociedad no se mide por la riqueza de unos pocos y la ilustración de unos cuantos, sino por el bienestar común y el nivel intelectual de las masas.

Y sin embargo, la política resume todo el ideal de la juventud. Salidos apenas de las universidades, ¡qué!, hasta en los bancos del colegio, los adolescentes refrenan sus arranques de libertad, se adaptan a las pequeñeces del medio y adquieren todos los refinamientos y malicias del cortesano envejecido con la adulación y la mentira. No les pidamos el noble sentimiento de independencia, nada de lo que en otros países constituye el patrimonio de las almas recién abiertas a la conciencia de la vida. Su físico mismo les caracteriza: la humildad del semblante, la curvatura del cuerpo, la sumisa inflexión de la voz, denuncian al hombre destinado a momificarse bajo la piel de un senador, de un ministro, de un juez o de un mero empleado. Que la política no se diferencia de la magistratura ni de la Administración o empleomanía y parasitismo: del cargo público se sale a la política, y de la política se vuelve al cargo público, de manera que los tres poderes públicos deben ser considerados como talleres donde se fabrica el artefacto nacional: el empleado. Como hubo castas en Indias y maestrías en la Edad Media, así hay en el Perú familias de presupuestívoros o empleados por herencia secular. Para esas familias toda profesión, toda carrera, toda industria son estaciones para llegar a la Caja Fiscal. Hombres que en artes, ciencias o industrias hubieran dejado una huella luminosa, malograron sus buenas cualidades y en lo mejor de la vida se hicieron inválidos de la inteligencia. A las puertas del Congreso, de Palacio y de las oficinas públicas, deberíamos repetir las lamentaciones del poeta inglés en el cementerio de una aldea.

Si la política es el mal, si el político es el enemigo, ¿ha de concluirse que el escritor viva encerrado en sí mismo, ajeno a las evoluciones de su país, como ser caído de un astro superior? Por excluirse un hombre de la política ¿deja de verse influido y arrastrado por los acontecimientos? Cuando un partido retrógrado invade el Poder y promulga leyes restrictivas de la libertad de imprenta, ¿no sufre daño directo el escritor? Quien vive cerca de un pantano, lejos de querer prescindir de los miasmas, trata de aplicar el drenaje a las aguas detenidas. Aún más, aunque un hombre se libre de un perjuicio, ¿no le sufren los otros? Por un egoísmo cobarde y frío, ¿dejaremos desencadenarse el aluvión porque arrastra al vecino sin amenazarnos a nosotros? Si algo debe lamentar el hombre que siempre manejó la pluma es no haber consagrado los mejores años de su vida a colaborar en una obra de regeneración social, y si de algo puede congratularse y enorgullecerse un escritor es de haber emitido una idea fecunda, extirpado un error o introducido un rayo de luz en algún cerebro nublado por las preocupaciones de casta y secta. «Cuando empecé a escribir, dice Zola, tuve un extraordinario desprecio de la política. Eso que era en mí la opinión simplista de un poeta exasperado, se me figura hoy la cosa más pueril y más imbécil… La política se me ha presentado como lo que es en realidad, como el enardecido campo donde se lucha la vida de las naciones, donde se siembra la historia de los pueblos para las futuras cosechas de verdad y de justicia. He comprendido que los espíritus más elevados pueden evolucionar ahí, realizando la mejor de las tareas el bien de los otros.»

Si alguien tiene obligación y derecho de inmiscuirse en las discusiones políticas es el escritor, no para quedar oscurecido y anulado en ellas, sino para iluminarlas y ensancharlas; no para defender una legalidad de convención y mentira, sino para descorrer anchos horizontes de justicia; no para divagar sobre interpretaciones de leyes o subsistencias de formas tradicionales y pueriles, sino para elevar las cuestiones políticas al rango de cuestiones sociales. Sereno entre desencadenamiento de las malas pasiones y de los bajos instintos, indiferente a los cambios personales que no entrañan reformas provechosas a las muchedumbres, el escritor defiende al oprimido contra el opresor; en las horas de más envilecimiento de los pueblos y de tiranía de los poderes hace oír una voz de humanidad y de justicia. El político de profesión es soldado que en la humareda del combate no ve más allá del estrecho círculo que le rodea; el escritor es vigía que desde una eminencia sigue las evoluciones de los ejércitos y prevé mejor el resultado final de la batalla.

Nada tan mezquino de miras como un hombre eternamente confinado en la política. Si fiel a su partido, se agita en órbita de microbio, no concibe nada más allá de su grupo y realiza una obra de interés personal o de egoísmo; cuando no, rencores y venganzas; si infiel a sus correligionarios, va de agrupación en agrupación ejerciendo el ignominioso papel de tránsfuga y merodeador público. Hasta el gran estadista, el modelo de generosidad y nobleza, el prototipo de las llamadas virtudes cívicas, descubre algo irreductible y maquinal que infunde antipatía: es siempre el hombre del buen éxito, de la cosa juzgada y de la razón de Estado. Sacerdote laico, todo lo sacrifica en aras del Dios-Estado, como el clérigo católico lo inmola todo en holocausto del Dios-Iglesia. Aunque se jacte de librepensador y ateo, es el peor fanático de la peor de todas las religiones, pues tiene su Gran Fetiche en el Estado, su Papa en el Jefe del Poder Ejecutivo, su Concilio ecuménico en el Parlamento, sus Santos Padres en la Magistratura, su Biblia en la Constitución y las leyes.

Por eso, cuando se intenta amenguar el mérito de un escritor diciendo: ese hombre no es político, tradúzcase en esta frase que implica una alabanza. Ese hombre es a la política como el bisturí a la carne fungosa, como el desinfectante al microbio.

En compendio: el escritor debe inferirse en la política para desacreditarla, disolverla y destruirla.

IV

Sí, los políticos son los verdaderos enemigos, y con ellos se necesita, no sólo el ataque general y el globo, sino la expurgación individual para cogerles uno por uno y practicar una vivisección moral. Sí, la política es el mal, y toda propaganda debe tender a utilizar en provecho de las reformas sociales todas las fuerzas desperdiciadas hoy en luchas y divagaciones políticas.

Aunque se escandalicen los adoradores de mitos y de fraseologías tradicionales, conviene prescindir de cuestiones sobre fundamentos del Estado y principios del Gobierno y repetir con un verdadero pensador: cualquier gobierno, con la mayor suma de garantías individuales y lo menos posible de acción administrativa. Al comparar las garantías que el súbdito inglés disfruta en la Gran Bretaña con las vejaciones que el ciudadano sufre en el Perú, se comprende que las formas de gobierno nada o muy poco significan para la libertad del individuo. ¿Qué vale más: habitar en una autocracia regida por un Marco Aurelio o en una república gobernada por un Cáceres o un Piérola?

Hay que mostrar al pueblo el horror de su envilecimiento y de su miseria; nunca se verificó excelente autopsia sin despedazar el cadáver, ni se conoció a fondo una sociedad sin descarnar su esqueleto. ¿Por qué asustarse o escandalizarse? Cuanto se diga ¿no lo palpan nacionales y extranjeros? La lepra no se cura escondiéndola con guante blanco.

Pero de nada serviría revolcar siempre a la Nación en su propio lodo y enconarle noche y día sus llagas, si al mismo tiempo no se levanta el espíritu de las muchedumbres que rastrean en la costa, si no se sacude con rudeza brutal a esos hombres soñolientos que perdurablemente cabecean en las faldas de la Gran Cordillera, si no se da continuas descargas eléctricas al organismo amenazado de parálisis. Se necesita herir y punzar a las multitudes, no por el malévolo prurito de ofenderlas y exasperarlas, sino por el generoso deseo de estimularlas para el bien y enardecer el coraje para la acción. Nada temamos que muy pocos oigan y entiendan; cuando vibra una voz sincera y franca, los más ignorantes paran el oído y escuchan. Lo que se toma por insuficiencia de las masas para comprender las ideas debe llamarse impotencia del escritor para darse a entender. Si el tecnicismo y las demostraciones particulares de la Ciencia figuran como letra muerta para el ignorante o no iniciado, las conclusiones capitales ofrecen tanta claridad y sencillez que las entienden los cerebros de instrucción más rudimentaria. ¿Se requiere haber estudiado a fondo Astronomía para comprender que la Tierra se mueve alrededor del Sol? ¿Se requiere haber estudiado a fondo Historia Natural para comprender que entre el hombre y los animales superiores no median diferencias inexplicables? ¿Se requiere haber estudiado a fondo Sociología para comprender que la personalidad humana es sagrada y que todos poseen derecho a su parte de aire, de luz y de vida? ¿Fueron grandes teólogos todos los hombres que siguieron la predicación de Lutero? ¿Fueron grandes sociólogos los soldados de Cromwell y los voluntarios de la Revolución francesa?

Quien no deja de comprender, no sabe expresarse: el arte de la elocuencia depende mucho de saber colocarse al nivel intelectual de su auditorio. «Quien desprecia la multitud desprecia la Razón misma, desde que la juzga incapaz de comunicarse y hacerse oír; por el contrario, sólo es verdadera filosofía la que se cree nacida para todos y profesa que todos nacieron para la más elevada verdad y deben tener su parte de ella como del Sol.»


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