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La escritora venezolana Ana Teresa Torres acaba de publicar, bajo el sello Monroy Editor, Diorama, una nueva novela que viene a enriquecer la amplia lista de sus obras. Esta novela construye la representación de la vida del hombre que pierde toda certeza, que ve desmoronarse sus referentes y pone en duda hasta sus propios recuerdos. El territorio habitado se convierte en lugar de la pérdida: desconocido, borrado, en proceso de acabamiento, se hace presente en la memoria que se niega a desaparecer y surge como inquietud que asedia de manera recurrente la existencia cotidiana.
La noción de representación es esencial en la obra. Desde su título se sugiere el simulacro, la imitación, que en el desarrollo del texto pretende suplantar la realidad, convertirla en una especie de escenografía diseñada para transmitir los ideales de un poder que no se perfila con líneas precisas, pero que se muestra contundente e invasivo. Nada escapa a su control. Se extiende por todo el «Reino de la alegría» e impone sus reglas. La fuerza destructiva que viene de él adquiere proporciones grotescas, avasallantes, que contrastan con la fragilidad de los ciudadanos, siempre atropellados, despojados no solo de sus pertenencias materiales –como sus viviendas y sus libros– sino de su libertad para construir un pensamiento crítico. De allí que los empleados del «Instituto Nacional de la Reseña» sean acosados por ese poder que se percibe como atmósfera siniestra en las secuencias de la novela y deja a sus personajes anclados en un mundo regido por el deterioro, la violencia y la progresiva disminución de la voluntad. Escribir se convierte en gesto peligroso, en la medida en que constituye una acción que expresa la independencia del individuo. En este sentido, conviene tener en cuenta que el poder representado trasciende la esfera pública hasta penetrar en el espacio íntimo e intervenirlo. El ritmo de la vida privada se ve interrumpido, alterado, sitiado por la fuerza de los diversos círculos del poder que van reduciendo la libertad del sujeto hasta acorralarlo y despojarlo de cualquier pertenencia. Ni siquiera la memoria escapa completamente del aniquilamiento del espacio privado, que deja de ser acogedor y propio, que es golpeado por la agresión representada en el desalojo de la biblioteca –uno de sus componentes centrales– para convertirse en territorio inseguro donde también habita el miedo.
La lucha del personaje Dimas por mantener la memoria, el vínculo con las experiencias que constituyen su identidad es un acto de resistencia contra una cultura que parece no otorgar ningún valor al pasado. Por eso su empeño en tratar de ubicar «Foto Benita», el estudio fotográfico de su infancia y adolescencia, lugar que él entiende emblemático para el registro de su historia personal; por eso su insistencia en recuperar el pasado de los edificios que permanentemente se transforman, se convierten en otros, o sencillamente desaparecen; por eso desarrolla la idea de escribir un libro que se llame «El museo de los lugares perdidos». En el ejercicio de localizarlos (o descubrirlos) se expresa también su oposición a la ideología del poder, que ha adoptado la práctica del olvido respecto a todo aquello que no responda a sus intereses ideológicos. Rescatar, a través de un «inventario», «reseñar» la existencia de esos espacios del abandono, es oponerse al régimen imperante.
En el universo narrativo se hace hincapié en destacar el desvanecimiento de una ciudad sin nombre específico que, no obstante, va trazando ciertos rasgos de su cartografía a partir de datos referenciales que aluden a Caracas. Al respecto, tal vez las referencias más claras sean las relativas a los pasillos de la UCV, llenos de librerías y puestos de películas, a Lídice y su «Hospital psiquiátrico» y a la desaparecida «Librería Lugar Común», en Altamira. Lo que inicialmente impacta de la ciudad ficcional es ese acabamiento progresivo que la va convirtiendo en espacio de la decadencia y la miseria. Las edificaciones muestran un severo descuido, los servicios no funcionan, el metro es sitio del hacinamiento y la muerte. Los habitantes del lugar experimentan una persecución que al comienzo se circunscribe al trabajo, pero de manera galopante se va extendiendo a todas las áreas de su vida. La presión del poder aumenta y el sujeto se siente cada vez más desposeído, más debilitado e incapaz de enfrentarse a la fuerza avasallante que lo somete bajo sus reglas, a pesar de su esfuerzo por oponerse. En realidad, los protagonistas son víctimas del autoritarismo que día a día clausura instituciones y crea otras, sumisas al régimen. Uno de los logros de la novela es precisamente la perspectiva desde la cual organiza su enfoque para proyectar en la ficción su crítica al poder. La censura, la violencia, el irrespeto a los derechos humanos, irrumpen en la vida cotidiana, los conocemos a partir de las íntimas angustias del pequeño grupo de protagonistas y algunas figuras episódicas que los acompañan. La atmósfera de tensión y el miedo latente son elementos esenciales de la historia narrada.
La crítica al abuso de poder está también en los nombres que designan las instituciones del «Reino de la alegría» y, por supuesto, en el propio nombre del territorio. La ironía, el efecto paródico que promueven estos términos más bien absurdos, ridiculizan la imagen del poder, que se ve desacralizado e implícitamente cuestionado en las páginas del texto. Denominaciones como «Soldados de la felicidad», «Ministerio de la felicidad», «Oficina de protección al lector», «Ley sobre los libros útiles y los inútiles», entre otras, ponen de manifiesto las incongruencias, el sinsentido de un ordenamiento social que distorsiona cualquier perspectiva lógica. Justamente en el «Reino de la alegría» habita la tristeza, el desencanto. Se trata de un lugar en trance de muerte, de una sociedad distópica de la que se ha expulsado cualquier posibilidad de bienestar y en la que apenas se puede subsistir. El desagrado, el acoso, la autocensura, el pánico a ser agredido, la conciencia de la pérdida irreparable marcan a los personajes que se mantienen al borde de la deshumanización. Incluso, algunos llegan a deshumanizarse, son apenas sombras, como los seres fantasmales que habitan secretamente la casa de los Ruiz.
Los vínculos intertextuales son múltiples. Las alusiones al cine, a la literatura, por ejemplo, son importantes porque varias de ellas contribuyen a enriquecer sustancialmente el sentido de la novela. Las referencias al cine abren amplias posibilidades de lectura. Apenas mencionaremos El hombre de Londres, de Béla Tarr, como filme que puede aportar elementos para acercarse a la comprensión del personaje Dimas. El nexo con Crimen y castigo y, específicamente con la figura de Raskólnikov, por ejemplo, enriquece la imagen del supuesto asesino de los personajes que son arrollados desde los andenes del metro. No es gratuito que de la amplia biblioteca de Dimas, confiscada por el gobierno del «Reino de la alegría» solo quede, por azar, una edición de bolsillo de esa obra de Dostoievski: «Se les quedó uno (…) Crimen y castigo en edición de bolsillo. Esa es la lectura que nos dejan. El vengador con derecho a matar porque tiene la razón de la historia.»
En Diorama hay una desaparición progresiva del orden social que se conoce. El poder despótico logra desmantelarlo, además de degradar al individuo hasta separarlo de sus propias líneas ideológicas, de sus aspiraciones éticas. Reducidos a la tarea de satisfacer sus necesidades primarias, todo queda aplazado, postergado indefinidamente. De allí que el anhelo de «pensar en lo nuestro», que expresa Samid tantas veces –Dimas también habla de esto, aunque no en la misma medida– jamás se alcance. Lo inmediato, el impulso de subsistir, deja atrás las complejas reflexiones sobre la vida que se desvanece.
El carácter totalitario del régimen representado busca aniquilar al sujeto, domesticarlo y someterlo en condición de servilismo a la unificación del pensamiento. De manera que nada quedará fuera de control. La construcción de las maquetas que reproducen los lugares representativos de la sociedad supuestamente ideal garantizará la única forma de existencia que puede satisfacer al gobierno intolerante: el fingimiento, la falsificación, el simulacro. El diorama entonces será entendido como sustitución de la vida.
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[Texto leído en la presentación de la novela –vía Zoom– el 11 de marzo de 2021]
Florence Montero Nouel
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