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Ya había contado la peripecia de doña Eulogia Arocha en otra parte (Ventaneras y castas, diabólicas y honestas, Caracas, Alfa, 2009), pero la dama protagoniza un suceso que merece recordarse de nuevo. Debuta ahora en las redes sociales, pues, como merecido homenaje. Seguramente los lectores comprenderán la insistencia del escribidor.
En 1840 sale de la imprenta de Tomás Antero una hoja suelta que recorre las calles de Caracas. Su contenido se convierte en la comidilla de la ciudad. Se titula Desfachatez de Eulogia Arocha el día solemne del Viernes Santo, y está suscrita por “Unos espectadores amantes del pudor”. Veamos de nuevo qué hace la señora para merecer el desprecio público.
Doña Eulogia llega a la catedral
Con un aire afectado (…) con un lujo que manifiesta serle indiferente la opinión pública (…) y finalmente con aquella indiferencia necesaria para hacer trastornar y bombardear las virtudes que forman la reputación de una mujer casta.
Pero el furor de los pudibundos no responde a la sola actitud. La entrada de la mujer al templo tiene un prólogo digno de atención, pues días antes solicitó en un tribunal la separación de su esposo “con insultantes calumnias”. El intento les parece abominable y se solidarizan con el consorte “ultrajado”. En cuanto pérfida, deshonesta y pecaminosa, doña Eulogia no puede ser “buena madre, tierna esposa, y fiel compañera”, aseguran. Tampoco debe entrar con tanta desvergüenza a la casa de Dios, por supuesto.
Quien se haya preguntado por la dureza de las reglas sobre la conducta de la mujer en nuestro siglo XIX, encuentra respuesta plausible en la vicisitud de Eulogia Arocha. La reacción que origina su conducta resume el rigor que podía caracterizar a la sociedad frente a las que se salieran de las líneas. Es justo lo que hace ante la desafortunada fémina que “soluciona” a su manera un drama de incumbencia personal.
Un drama privado, ciertamente, pero con un ingrediente de sexualidad e independencia que compete a los demás porque así lo ha dispuesto la enseñanza de la Iglesia, según la cual los pecados individuales no solo acarrean la condenación de quien los comete sino también de los que existen en las proximidades y, por lo tanto, se desedifican y contagian. Aun en el caso de aquellas faltas que no parecen excesivamente ruidosas.
Porque nadie pesca a doña Eulogia en la cama con otro, en evidente adulterio, ni en diversiones inadecuadas para una cristiana, bailando lascivamente, ni sumergida en la quimera de las novelas de moda. Simplemente no desea yacer con su marido. En apariencia comete pecado venial, pero solo en apariencia. En realidad su falta es de las peores, debido a que no quiere cumplir su deber de esposa y promueve un proceso para tal efecto, en el cual presenta las pruebas que considera pertinentes. ¿No es ése el mayor de los pecados?
En el siglo XIX, la Iglesia determina que la mujer ocupe una plaza inferior e inamovible: apéndice del marido y complemento de una sexualidad moderada. Por consiguiente, debe hacer por siempre vida hogareña, servir a su señor y utilizar el coito para la procreación. Le están vedadas la libertad sobre su destino y la relación carnal por placer. Doña Eulogia irrumpe contra la preceptiva porque abandona el rol tradicional motu proprio. Acude a un juzgado porque resuelve montar tienda aparte. ¿Mujer con tienda aparte?
No solo las páginas de la Crónica Eclesiástica de Venezuela aseguran entonces que la mujer carece de cualidades para hacer una vida independiente, sino también muchos periódicos de los círculos liberales, el manual de urbanidad de Feliciano Montenegro, pedagogo célebre; otro cuaderno de la misma especie publicado por Antonio Picón en Mérida y, ya hacia fines del siglo, los escritos del maestro Egidio Montesinos. Un famoso autor positivista, Luis López Méndez, asegura que el tamaño diminuto de su cerebro le impide la participación en asuntos públicos, mientras los fascículos de circulación gruesa aconsejan que no se les permita la lectura de cuentos, novelas y otro tipo de fabulaciones que las pueden conducir a confundir la realidad con las fantasías incluidas en sus páginas. Nadie dice lo contrario en el siglo XIX venezolano.
Además, en el episodio está en juego la encomienda de la maternidad, que trasciende lo individual para convertirse en un fenómeno colectivo y espiritual. Si las virtudes que deben mostrar los niños en la vida cotidiana para bien de la patria dependen de la vigilancia materna, ninguna mujer casada debe cambiar un servicio comunitario por la mira egoísta de estrenar vida nueva. Aparte de producir el deplorable espectáculo de una casa de familia sin aseo ni gobierno, y de un marido carente de la debida atención, la proliferación de desviaciones como la de doña Eulogia puede traducir un perjuicio en la instrucción de la juventud.
Y como Dios entrega sus criaturas al cuidado de la madre, las señoras casadas deben dar cuenta de su obligación ante el Creador. Un caso flagrante de desfachatez puede colocar a los niños en la antesala del infierno, lo cual significa la mayor traición a las disposiciones metafísicas. Dios y los hombres necesitan madres para la armonía del universo, y desprecian a aquellas que en esta ocasión se resumen en la insolencia de una oscura feligresa de Caracas.
La insolente actitud es, en efecto, la maldad encerrada en la acción de Eulogia Arocha. Desprecia el juicio del entorno para debutar como hembra emancipada. No le importa la opinión del clero, fiscal de los pasos de las pecadoras, para pensar en un destino diferente. O cree no faltar a la ley de la Iglesia, hasta el punto de asistir a las devociones durante el apogeo de la cuaresma en un día tan solemne como el Viernes Santo. Sea lo que fuere, su entrada altiva con ajuar de gala mientras en el templo recargado de crespones sombríos se conmemora la muerte del redentor, es el desafío más altanero al discurso de la sumisión, el reto más arrogante contra las pautas que la mantienen a raya.
Las mujeres que en la actualidad luchan en Venezuela por los derechos de su género y contra las violencias y los prejuicios que los impiden, quizá carezcan de noticias sobre esta pionera maravillosa. También los hombres porque no peleó en las guerras de los varones, ni amasó fortuna material ni dejó su nombre en los registros de las crónicas sociales. Sin embargo, provocó la ira de los pudibundos de 1840 para protagonizar una epopeya extraordinaria, ella sola contra la gente de su tiempo. ¿No estamos ante una desfachatez digna de memoria?
Elías Pino Iturrieta
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