Destacadas
Escala el conflicto en el Medio Oriente: Irán ataca a Israel
Por Monitor ProDaVinci
El impasse diplomático entre Sheinbaum y España: Una herencia de López-Obrador
Por Diego Marcano Arciniegas
¿Historiografía de aeropuerto? Notas sobre el oficio de los historiadores en la década 2013-2023
Por Jesús Piñero
Te puede interesar
Los más leídos
A Ángel J. Cappelletti (1927-1995), in memoriam
“Ya para los griegos era un enigma cómo pudieron ser movidos aquellos pesados bloques de roca. Atribuían este trabajo a los cíclopes, los gigantes de la época primitiva”.
Wilhelm Ziehr, Esplendor del mundo antiguo (1977)
1
Había escuchado sobre la librería Soberbia desde mi infancia en San Bernardino, cuando el local, que era también papelería y miscelánea, se encontraba en la planta baja de un edificio en Puente Anauco, en Candelaria, al frente del hotel Waldorf. Tras haberle perdido el rastro durante la adolescencia, mi primera visita a Soberbia ocurrió a comienzos de los años ochenta, cuando estaba ubicada en la mezzanina de un edificio entre Puente Yánez y Tracabordo, en el corazón de una Candelaria algo deteriorada. Me sorprendió entonces que las dueñas, las hermanas Pardo, hablaban entre ellas francés, cuyas largas vocales nasales se colaban en el español gangoso que dirigían a la clientela. Siempre envueltas en bocanadas de humo, mientras manipulaban mercancía en los secreteres de la entrada, no sé si debido a las comisuras tan marcadas de los labios, o a las largas ondas del cabello canoso, las asemejaba yo a Simone Signoret y Michèle Morgan. Quizás por ser estas divas frecuentes en ciclos blanquinegros sobre Marcel Carné y René Clair, entre otros clásicos galos revisitados a la sazón en la Cinemateca de plaza Morelos.
Descubrí entonces que, además de las postales de arte, añejadas en los cajones de los secreteres, muchas otras reproducían viajes y ciudades. Estas últimas me atraían especialmente en aquellos años ochenta, cuando habiendo concluido los estudios de urbanismo en la Universidad Simón Bolívar, iniciaba la maestría en filosofía en la misma alma mater. Estaba inmerso en las clases de historia de Ángel J. Cappelletti (1927-1995), profesor argentino radicado en Venezuela desde finales de la década de 1960, con quien cursé tutoriales sobre la ciudad antigua y medieval. Me deslumbraron entonces aquellas imágenes sepia de Menfis y Tebas, que podían servir de bastidores a los descubrimientos de Howard Carter. Sabiendo, por la lectura de Lewis Mumford, que Creta inició la revolución urbana en el Egeo neolítico, los propileos del palacio de Cnosos, como acaso los contemplara sir Arthur Evans, estuvieron entre las primeras postales que adquirí. Y también una imagen a color de la puerta de los Leones en Micenas, junto a alguna de las ciudadelas excavadas en Troya por Heinrich Schliemann, en el auge de la arqueología imperialista.
2
Las postales troyanas pasaron a marcar mis ejemplares de La Ilíada y La Odisea, que por entonces leí completas por vez primera, tras los pasajes apurados en el bachillerato. Llevado por el impulso de compra que siguió a mis primeras visitas a Soberbia, adquirí la traducción que, en 1879, hiciera José Gómez Hermosilla de La Ilíada, en tres tomos. Sin embargo, atendiendo a recomendaciones de Cappelletti en uno de nuestros seminarios, conseguí las versiones de los clásicos homéricos hechas por Luis Segalá y Estalella, directamente desde el griego; porque como comentaban en clase nuestros profesores de filosofía: si no podíamos leer el original, debíamos procurarnos la versión más literal y directa, apoyada en aparatos críticos modernos.
En el marco de los tutoriales con el erudito argentino, pero también de los cursos de historia y cultura urbana que ya comenzaba a preparar en la USB, atravesé los clásicos homéricos tratando de escudriñar, como en un palimpsesto, las ciudades superpuestas y su conformación incipiente. Con la ayuda de Cappelletti entendí que el término polis, sobre todo en pasajes iniciales de La Ilíada, connotaba el poblado alto, lugar de reunión religiosa y también política, cuando todavía el ágora no estaba diferenciada espacialmente; sin embargo, en cantos posteriores de la obra, así como en La Odisea, la polis suele designar la ciudad en su conjunto. De modo que en Homero asoma el término polis en un sentido primigenio, comprensivo de la ciudadela sagrada que era a la vez lugar de deliberación del consejo de ancianos, cuando todavía el mármol no había reemplazado a la madera y la piedra caliza en las construcciones.
En las postrimerías de la Edad de Bronce, eran aquellos tiempos arcaicos y monárquicos sobrepuestos en la épica homérica, en cuyos palimpsestos asoman asimismo capas del pasado micénico y aqueo, antes de la invasión dórica y la edad oscura consiguiente. Y a través de esos estratos temporales fue cristalizando la polis, resultante de la asociación o “sinecismo” entre las diferentes tribus y fratrías comunitarias, bien fuera con propósitos bélicos o militares, pero también para dirimir conflictos y administrar justicia. Colocando a los griegos por delante de las antiguas teocracias orientales, la helena fue una dilatada secularización socio-política que ya había yo entrevisto en la lectura de La Cité antique (1864), de Numa-Denis Fustel de Coulanges, pero que Cappelletti me pidió completar con La cité grecque (1928), de Gustave Glotz.
3
A desenredar ese dédalo me ayudó la Introducción al estudio de Grecia (1932), de Alexander Petrie, tal como me recomendó asimismo mi tutor argentino. Afortunadamente tenía en casa la traducción al español elaborada por Alfonso Reyes en 1946, la cual me había legado una de mis tías, Virginia Almandoz Ramos, profesora de historia y geografía en liceos caraqueños. Con sus palacios y murallas ciclópeas, sus tholos y tesoros, Micenas y Tirinto, entre mediados del siglo XV y el XII antes de Cristo, fueron nodos de la civilización “micenia”, continuación en parte de la cretense, “pero más militar y menos refinada”; y Troya puede verse, continúa Petrie, como un “foco semejante, aunque de desarrollo independiente”. De manera que, para el profesor británico, el mundo homérico es el del “micenio reciente”, aunque el bardo, ubicado por Petri a mediados del siglo IX, también refiere a los aqueos como los “helenos” y griegos, quienes habrían llevado la guerra a Troya, entre el 1192 y el 1183 antes de Cristo.
Sin embargo, en La Grecia primitiva: Edad del Bronce y era arcaica – cuya traducción al español, de 1983, también adquirí durante los seminarios con Cappelletti – Moses Finley retrotrae la fecha estimada de la conflagración ilíaca: “porque no era posible una invasión organizada contra Troya en el año 1200, pues las naciones griegas por entonces eran objeto de ataque o ya estaban aniquiladas”, advierte el académico angloamericano. “Si esta tradición tiene algún fondo histórico”, hubo de ser hacia el siglo XIII, considerando “la gran coalición formada en el continente que invadió y saqueó” la ciudad de Asia Menor. Y ello coincidiría, para sir Moses, con Troya VII a, según la nomenclatura de las excavaciones iniciadas por Schliemann.
4
Mucho de ese palimpsesto griego vino a mi mente meses atrás, al ver un documental en The History Channel 2, donde, entre otras cuestiones, se discute la hipótesis de que el caballo de Troya ha podido ser un navío con proa de hipocampo. Como no se puede concluir al respecto, debido en parte a las imprecisiones temporales, recordé entonces lo que siempre me advertía Cappelletti: la historia helénica abarca miles de años, incluso sin contar las civilizaciones de Creta y las Cíclades. De manera que no es posible hablar de un solo tipo de “polis griega”, sino de varios estadios, multiplicados por la pléyade de ciudades, aparte de Atenas, me prevenía el sabio rosarino, cuando yo simplificaba, de cara a preparar mis cursos.
Tras ver el documental, sentí la urgencia de rescatar las postales troyanas que había adquirido en Soberbia. Pero pronto recordé que estaban en los tres volúmenes de La Ilíada, los cuales doné al mudarme de la casa de San Bernardino al apartamento de Las Palmas, donde mi biblioteca hubo de reducirse. Si bien encontré otras reproducciones de ánforas y relieves, junto a un busto de Homero, solo conservo, entre las urbanas, una postal del palacio de Cnosos, así como la puerta de los Leones en Micenas. En el reverso de esta encontré una cita tomada de Esplendor del mundo antiguo (1977), de Wilhelm Ziehr, probablemente transcrita durante aquellos cursos y tutoriales con Cappelletti, los cuales valoro como un tesoro micénico:
“Gigantescos bloques de piedra están ensamblados y las junturas rellenas con barro y tierra. El dintel de la puerta pesa unas veinte toneladas. La entrada estaba cerrada antiguamente por una puerta de madera. Ya para los griegos era un enigma cómo pudieron ser movidos aquellos pesados bloques de roca. Atribuían este trabajo a los cíclopes, los gigantes de la época primitiva”.
Caracas, septiembre de 2022
Arturo Almandoz Marte
ARTÍCULOS MÁS RECIENTES DEL AUTOR
Suscríbete al boletín
No te pierdas la información más importante de PRODAVINCI en tu buzón de correo