Un trabajador de salud atiende a un paciente con COVID-19 en la unidad de terapia intensiva del Hospital Universitario La Paz en Madrid, España. Fotografía de Pierre-Philippe Marcou | AFP
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“Dio positivo”, escucho decir cuando contesto el celular. “La prueba de mamá dio positivo”. El día anterior había sido largo. Mi padre la había llevado al Hospital Universitario de la Princesa en Madrid. Después de varios exámenes y diez lentas horas, los médicos anunciaron que tenían que hospitalizarla por ser paciente de alto riesgo. No les dieron mayor información. Ella sufre de insuficiencia renal y debe realizarse diálisis tres veces a la semana o sus riñones dejan de funcionar.
Esa noche, mi padre caminó a casa por calles desoladas de Madrid, sin saber si había sido contagiada. El 13 de marzo se había decretado el estado de alarma en España. Se vivía la crisis sanitaria a raíz de la pandemia. El 23 de marzo, el gobierno informó que había 33.089 casos de contagios de COVID–19 y 410 fallecidos. El día siguiente, el Ministerio de Sanidad señaló que se multiplicaron los contagios: la cifra alcanzó 39.673 diagnosticados; ya sabíamos que mi madre era uno de esos casos. Así, el coronavirus dejó de ser algo misterioso y lejano. Estaba con nosotros. Había entrado en nuestro hogar.
Las primeras horas después de saber que mi madre estaba contagiada, recordé nuestra última conversación antes de regresar a Caracas. Hablamos de su trasplante de riñón; tenía casi dos años en espera del órgano. Le ofrecí uno mío hace meses.
El 3 de marzo, después de exámenes exhaustivos, el Dr. Delgado me informó que, en efecto, podía donarle mi riñón. Vio factible que en junio se realizara la operación. Esto significaba que su calidad de vida mejoraría sustancialmente. Ya no tendría que dializarse y, sin lugar a dudas, su vida se prolongaría muchos años. Nos despedimos con la ilusión del trasplante. Fue la última conversación que tuvimos en persona.
Mi celular no deja de repicar. Llamadas y mensajes de familiares y amigos. Opto por no hablar con nadie, o con casi nadie. Envío un mensaje breve con la poca información que tengo. Llamo a dos sacerdotes que conozco; uno en Madrid, otro en Caracas. Ambos me invitan a sus grupos de oración virtual. Escucho misas y oraciones por Instagram Live. Rezo en silencio por la salud de mi madre. Recuerdo las oraciones que aprendí de niña en el colegio de monjas. Rezo como una niña asustada. Soy una niña asustada.
Mi hija de quince años está conmigo. Le explico la situación: ella tampoco quiere hablar. Las horas se extienden al infinito. Suena el celular. Es mi madre, con la voz fuerte que la caracteriza. Me asombra escucharla. Cuenta que la noche anterior un hombre de edad avanzada, con quien compartía la habitación, había agonizado durante horas y falleció en la madrugada. La enfermera que los atendía le decía que cerrara los ojos, pero ella no podía. Pasaron las horas, hasta que una cuadrilla de hombres con trajes antivirus, guantes y mascarillas vinieron a buscarlo. Lo metieron en un saco para cadáveres y se lo llevaron. Mamá se quedó sola en el cuarto. La muerte está demasiado cerca.
La trasladan a otra habitación. Trato de imaginarme cómo es el lugar donde está. Conozco el Hospital de la Princesa, fui con ella hace unos meses cuando le realizaron una intervención médica. Me cuenta que los pasillos están desbordados de gente contagiada y personal médico protegido con el equipo reglamentario. No puede ver las caras de los enfermeros que la atienden. Hay poca comunicación y una ansiedad generalizada. Está cansada; nos despedimos. Me siento inútil, estoy al otro lado del Atlántico, en Caracas. Las fronteras están cerradas. No puedo viajar, y aun si pudiera hacerlo no podría verla, no podría acompañarla.
Todo gira alrededor de mi celular. Me comunico con el Dr. Delgado. Me explica que mi madre tiene una neumonía bilateral. Anoto lo que dice para explicarle al resto de la familia. Pregunto si está en situación crítica; dice que no tiene síntomas, no tiene fiebre alta, pero tiene el virus. “¿Necesita un respirador?”, le pregunto. Responde que aún no. Todo esto confunde. Escucho en los noticiarios que hay muchos casos asintomáticos. Luego me entero de que el Dr. Delgado ha dado también positivo y está aislado. Rezo por su salud y por la de todos los afectados por la pandemia.
Mi padre está solo. No sé cómo pasa las horas y los días de angustia. Desde San Francisco –donde vive con su esposo y cuatro hijos– llama mi hermana. Quiere que le explique lo que dijo el Dr. Delgado. Hace muchas preguntas, me siento agobiada.
Recuerdo una noticia que leí sobre una mujer joven en Wuhan. La doctora Xia Sisi, trabajaba en el Hospital Union Jiangbei. Estaba a cargo de pacientes en estado crítico. Se contagió, estuvo treinta y cinco días hospitalizada, y no pudo ver a su esposo ni a su hijo. Estuvo en terapia intensiva, donde semanas antes trabajaba; sus pulmones colapsaron y murió. Tenía veintinueve años. Era madre de un niño de dos años: Jiang Wenyan.
A principios de febrero reportaban más de mil muertos en Wuhan contagiados por el COVID-19. El 25 de marzo informan en España de 718 personas fallecidas ese día. Mi madre sigue hospitalizada. Tenemos muy poca información, comenta mi padre. Logro comunicarme con ella. Tiene una semana interna y me dice que se siente agotada. Cuenta que, a su lado, una señora mayor llora porque quedó viuda hace unos días: el virus se llevó a su marido y ella no pudo despedirse.
Los días pasan lentamente entre conversaciones cortas vía celular. Veo noticias de fosas comunes en Nueva York y en Brasil. Escucho atónita sobre la modalidad de velorios virtuales. Gran parte de los fallecidos son mayores de sesenta y cinco años. Mi madre tiene setenta y tres. Los expertos internacionales declaran la necesidad de “aplanar la curva”; en España está en aumento. El 31 de marzo reportan 94.417 casos y 849 fallecidos en solo veinticuatro horas, casi el doble de la semana anterior. Han pasado ocho días. Mi padre informa que nuevamente le realizaron la prueba a mamá. El resultado fue negativo. Respiro. Agradezco. Mi madre pasa a ser parte de la estadística de los recuperados del COVID-19.
Diana López
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