Crónica

Por unas galletas

27/12/2018

Imagen referencial

Estaba esposado al lado de la patrulla. Dos policías lo rodeaban (uno era hombre y la otra mujer) y al menos seis vecinos. El esposado tenía la cara empegostada de sangre. Seca, a pesar de la lluvia, porque permaneció con la mirada pegada al suelo y las gotas no pudieron alcanzarlo. Tenía un fleco largo, liso, negro, que no dejaba ver parte de su rostro. Una finísima capa de piel recubría su cuerpo macilento. Llevaba puestos unos zapatos Nike que se veían más grandes que su talla. A su lado había un balde con agua.

“Un malandro”, me dije. “Lo agarraron robando”.

Ver este tipo de escenas en Caracas resulta normal. Lo nuevo, en este caso, era que la escena era frente a mi casa. El esposado se había robado unas galletas, me dijo un vecino cuando le pregunté qué había pasado.

—Lo agarraron cuando se estaba yendo —siguió contándome—. Yo le di con esto —me mostró un tubo largo de hierro—, pero después fue que me enteré que se había robado unas Oreos.

Le habían roto la nariz después de caerle en cambote. El hombre no tenía arma de fuego ni navajas. “Nada”, me dijeron. Solo tomó unas galletas de un abasto y se las metió en el pantalón.

Eso había sido todo.

Igual que Jean Valjean en Los Miserables, lo condenaron por robar comida. Víctor Hugo escribió esta novela hace 156 años. La literatura no está lejos de la realidad; tampoco la historia exenta de repeticiones.

—Muerde el trapo, bobo. ¡Muérdelo! —le ordenó el policía al esposado—. ¡Ahora yo me tengo que hacer cargo de este chamo! ¿Cómo dejo a este chamo así? Eso que hicieron ustedes es ilegal…

—No queremos que vuelvas para acá. ¿Oíste, maldito? —intervino otro vecino—. Dile a tus amigos que no vengan por acá. ¿Me oíste? ¡Habla, pues!

Tenía, a lo sumo, 20 años. Y asintió (más por la insistencia que por otra cosa). Inmóvil, callado, movió la cabeza casi como un reflejo. El resto del tiempo permaneció en silencio sin levantar la mirada. Tampoco gimió, a pesar de los golpes de más de cuatro personas y los tubazos recibidos. Parecía un maniquí que alguien había dejado recostado de la patrulla.

—Yo lo que digo es que este hombre no estaba robando celulares ni nada —intervino un sujeto al que nunca había visto en la cuadra—. No se dedica a eso. No es un malandro malandro, pues. Solo tenía hambre.

—Ah, ¿lo vas a defender? —le contestó el que le ordenó al esposado no volver a la zona—. Mira, güevón, tú ni siquiera vives por aquí para que estés opinando.

—¡Tranquilos, tranquilos! —intervino la policía que hasta el momento había permanecido callada—. Vamos a hacer el favor de calmarnos.

—Coño, chamo, tú si eres bobo de verdad —le volvió a repetir el policía al esposado.

Agarró el balde de agua que estaba a su lado.

—Ven acá. ¡Ven acá, vale! ¡Agáchate!

El esposado se inclinó como quien hace una reverencia. El policía le echó el agua por encima de la cabeza para removerle la sangre de la cara. El rostro se blanqueó un poco, pero la nariz seguía sangrando como una fuga terca en una tubería rota.

El policía le ordenó que volviera a meterse el trapo en la boca, que lo mordiera, y repuso:

—Bueno, vamos a dejar todo así, pero esto es ilegal. Ustedes no pueden hacer esto…

Los policías metieron al hombre en la patrulla. La noche se asomaba y las nubes hacían más oscura la tarde.

Se retiraron.

Poco a poco, la lluvia fue diluyendo la sangre en el asfalto.


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