Perspectivas

¿Por qué Japón?

31/03/2021

Foto cortesía de Luza Medina González

I

Estoy tan triste que no logro concentrarme. No puedo terminar un libro ni escribir una frase coherente que me ayude a explicar lo que siento.

Quiero llorar, pero se me han secado las lágrimas. Llorar no soluciona la tristeza. Solo la hace ruidosa, mocosa o hace que se corra el maquillaje.

He llorado en tantas estaciones de trenes con cientos de japoneses alrededor. Ni me miran. No hacen ningún gesto ni muestran reacción alguna. Muy diferente a mi ciudad tropical.

Un día en el metro de Caracas –una de las ciudades más peligrosas del mundo– una señora me regaló un chocolate al verme llorar; dijo: “Eres muy bonita para llorar por un hombre que no te merece”. Tenía razón, en ese momento lloraba por alguien que no me merecía.

Ahora es distinto. Lloro de frustración: por no entender el idioma para ayudar a mi madre en el hospital. Por miedo. Probablemente miedo a la muerte. Lloro porque no pensaba estar aquí en Nochebuena. Y menos en Año Nuevo.

Aunque el hospital tenga una inmejorable tecnología y sus instalaciones sean maravillosas, la soledad se respira en cada esquina. Quisiera hacer un arbolito de Navidad, pero solo los japoneses en su mejor disposición por adoptar la cultura occidental hicieron uno al que le pusieron pocas bambalinas.

Lo agradezco. Agradezco cada mensaje, cada manifestación de amor y hasta cada moneda depositada en el crowdfunding. Algunos ni la conocen, pero se solidarizan ante la magnitud de la noticia. O simplemente vivieron una situación parecida o se han conmovido con mi historia. La razón no interesa, solo importa el gesto.

Tengo veintiséis años, soy venezolana. Posiblemente es la mejor descripción que pueda hacer sobre mí. Cuando eres acompañante de alguien que lucha por sobrevivir así te sientes: testigo silente de cada evolución. Tu carrera, tu currículo, tu existencia se detiene.

En días en que el paciente pasa la mayor parte de las horas sedado, tu vida pasa como una película de Tarantino. Te da tiempo de imaginar o recrear escenas que deseas cambiar los últimos meses. Algún correo que enviaste con rabia. Alguna estrategia de marketing que terminaste a tiempo, pero sin dejarla reposar para ajustar su éxito.

En el hospital el tiempo pasa tan lento que decides comprar un cuaderno y comenzar a escribir. Escribir ayuda a pensar. A respirar. A calibrar las posibilidades y a comprender que no todo está perdido.

La presión era grande. Venezuela vivía una de sus peores crisis económicas. Mi salario como coordinadora de marketing de una trasnacional no alcanzaba para mucho en Japón. Cubrí parte de los gastos del viaje, almuerzos y algún que otro pañal que mi madre necesitaba. Pero hasta ahí.

Cada semana la deuda aumentaba diez mil dólares (10.000) y si no lográbamos ayuda iba a faltar tiempo para cubrirla. El pronóstico era reservado. No podían predecir una evolución satisfactoria. El doctor solo repetía en perfecto español: “Necesitamos tiempo”. Lo cual no ayudaba a las matemáticas.

All you need is love. 9 de diciembre, 2016

No sobra amor en los hospitales japoneses. Observé cómo otros pacientes –con mejor estado de salud– evolucionaron en soledad. Los familiares solo podían visitarlos los fines de semana cuando sus trabajos se los permitían.

Hoy hallé un mexicano en el centro de rehabilitación. En situaciones extremas no queremos pensar en otra lengua:

Extraño a mi familia. Tengo una familia grande y me pueden cuidar mejor. Vine por un viaje de trabajo y me compliqué. Tuve un accidente cardiovascular. Regresé al hotel a descansar y sentí un mareo. Me tuvieron que traer de emergencia. Acá estoy bien cuidado, pero estoy solo y la deuda me estresa. Cada día debo más dinero y me desespero. Necesito regresar pronto.

Los días de nostalgia escucho The Beatles. La música nos calma.

Foto cortesía de Luza Medina González

25 de diciembre, 2016

“Cada día te pareces más a tu mamá”, es una frase que últimamente suelen repetirme. Tenemos notables diferencias de carácter y personalidad. Nos une, sin embargo, nuestra apuesta por la educación para transformar el entorno. También, luchar y persistir hasta revertir el peor de los pronósticos médicos.

Esa perseverancia se respira en la habitación.

Mamá pesa treinta y dos kilos. Perdió peso en el coma inducido. Junto con el terapeuta aprende a recuperar sus funciones básicas: comer, hablar, caminar e ir al baño.

Japón no tiene suficientes enfermeras para atender las demandas de su población. Me hice amiga de la que mejor habla inglés. El 25 de diciembre llegó sin uniforme –muy arreglada– para darnos un regalo de Navidad. A escondidas. No la reconocimos hasta que dijo su nombre. Las normas del hospital le prohíben tener trato especial con los pacientes, así que aprovechó el día menos concurrido para hacerlo.

No sé si instruyó sobre la cultura latina, pero rápidamente empezó a dar abrazos y a maquillar a mamá para disimular su desnutrición.

Como siempre, “el cochino dinero”

Japón administra un sistema de salud envidiable. Si dispones de algún tipo de residencia puedes ser beneficiario del seguro del Estado y solo pagar 30 % de cualquier tratamiento. Pero mi madre tenía visa de turista. Todo fue difícil. Desde el ingreso hasta su recuperación. El servicio hospitalario y de sanidad japonés es maravilloso, pero ha sido diseñado para salvar japoneses. Los extranjeros debemos pensar en otras soluciones.

El seguro de viaje no cubría gastos de hospitalización porque la enfermedad ya la tenía, no fue consecuencia del viaje. Lo más incoherente es que estoy atiborrada de falsos positivos en Venezuela: informes médicos y resultados de laboratorios que no evidenciaban nada.

Un viaje de turista de dos meses se prolongó a cinco. Mis primeros cinco meses en Japón. Tuve que gestionar permiso en el trabajo y extender mi visa. Eso pudo hacerse sin dificultad ante la magnitud de las circunstancias. La evolución de mi madre era lenta, pero satisfactoria.

Me ajusté al hermetismo japonés porque eran ellos los que ofrecían salidas o soluciones momentáneas a los mayores retos, pese a que el primer mes había roto varias reglas en el hospital por no comprender el idioma.

Fueron semanas difíciles. La presión monetaria, cultural y el cansancio me vencieron aunque luego me permitieron revancha: cuando comencé a ver pequeños avances.

Más allá de los problemas, algo cambió en mí. Me quebré y me di cuenta de que tenía que salir de Venezuela, que lo que trabajara allá no iba a ser suficiente para pagar deudas en Japón. Que aunque me gustara mucho mi trabajo, el sistema chavista había ganado. Entonces me incorporé a la cifra de más de cinco millones de venezolanos que han emigrado.

Foto cortesía de Luza Medina González

II

Aprendo a leer miradas y la suya gritaba. Gritaba de dolor, de miedo por no despertar. Y de preocupación por nosotros. Mis ojeras hablaban por mí. Mis ojeras son una herencia familiar. Durante esos días se acentuaron. Dormía muy poco en el hospital. Es difícil conciliar el sueño cuando las máquinas suenan toda la noche y hay que traducir las dolencias del paciente a las tres de la madrugada. Mamá tampoco dormía mucho. El dolor la despertaba a cada instante.

Mi hermano no paraba de trabajar ni de traducir. Un día discutió con el médico porque el hospital no daba soluciones. Le recordó que él pagaba impuestos en Japón y que nunca se sabe cuándo los países entran en desgracia. El doctor vivió en España, entiende la cultura hispana y conoce en profundidad la crisis de Venezuela. El caso de mamá podría resultar un interesante estudio para sus investigaciones: de cómo el factor emocional es clave para una recuperación favorable en un país donde se esconden las emociones.

28 de diciembre, 2016

Detesto el color rojo. Lo asocio con la sangre y el dolor. Cada semana debían revisar sus niveles químicos y dar un parte médico. Ya en español es difícil saber cada término bioanalítico, imagínense traducirlos al inglés y luego al japonés.

A pesar de ser un hospital internacional pocas enfermeras hablaban inglés. Un día llegó una enfermera desesperada a la habitación: “Jishin desu”, “Jishin desu” (“terremoto”, “terremoto”). Poco a poco aprendía vocabulario.

A diferencia de los japoneses, tuve una infancia llena de amor. Mamá hizo muy bien su papel de padre y madre. Creo que fuimos sus experimentos como maestra. Hice parte de todas las actividades extracurriculares de la escuela: bailé, modelé y hasta di mis primeros pasos como actriz. Era muy callada y observadora. Solo hablaba mucho con mis amigas de toda la vida, con mis profesores y con mi familia. A mamá le preocupaba que fuera tan callada, por eso imagino que me inscribió en todas las alternativas que conseguía en Charallave, ese pequeño pueblo en los valles del río Tuy a unos cincuenta kilómetros de Caracas. Menos tareas dirigidas. No había necesidad.

Mi tía era directora de la escuela y algunas maestras no sabían qué hacer conmigo. Por lo general, terminaba rápido las actividades y luego ayudaba a mis amigos. Eso es algo que no ha cambiado. Quizás por eso escogí una profesión de servicio público, aunque mi abuela quería que fuera doctora como varios miembros de la familia.

La muerte

Siempre he temido a la muerte. La muerte genera ansiedad. La vida también.

Documento todos los esfuerzos que realiza una persona para sanar en un país con altas tasas de suicidio. Celebro cada paso en el centro de rehabilitación, cada kilo, cada sonrisa. Después de las ocho de la noche pedían que bajáramos el tono de voz. Éramos la habitación más ruidosa y probablemente la más alegre. ¿Cómo no celebrar la vida? Pero recuerdo que estoy en Japón: se respira soledad y el silencio es respeto. Respeto por el otro.

Vuelvo a escuchar The Beatles. “All you need is… music”.

***

[Texto generado en el “Taller de literatura autobiográfica” coordinado por Ricardo Ramírez Requena.]


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