María Fernanda Palacios retratada por Iñaki Zugasti | RMTF
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Alfredo Silva Estrada
Cortes, recortes, espaciamientos, repeticiones, vacíos. La poesía de Por alto / por bajo (1974) es, ya desde el título, una aventura de la palabra como forma gráfica en el espacio geométrico de la página, donde la lengua se parte y se reparte sobre el plano como una constelación rítmica, diciente, de grafías.
De lo acústico a lo óptico, el poema bascula sobre un escenario de apariciones y desapariciones, omisiones, elipsis, alusiones, contenciones de una sintaxis fracturada por síncopas desencadenadas que tratan de significar, hacer hablar, una pasión que no puede declararse sino en la calculada reticencia de una expresión ganada por la parquedad y la reserva enunciativas.
Se trataría, digamos, de la sublimación abstracta, intermitentemente transgredida y matizada, de un asunto delicado, de un asunto de cuidado: el amor, con sus espejismos y sus callejones sin salida.
Para los que creemos conocer, al menos un poco, a la autora del libro, resulta evidente que no hay nada más lejos de su talante y de su carácter que la efusión emotiva; su tono es, más bien, el de una alegre sobriedad, una seriedad que es a la vez reserva y respeto, expansividad contenida y calculada -esto es, medida- y, sobre todo, selectiva, escasa. Por eso no sorprende encontrarnos, debido a su mano, con un libro atañido por el amor que no es, para nada, amoroso en el sentido más pueril de la palabra. En él, el nombre del amor apenas se pronuncia, pero se insinúa, todo el tiempo, con una dicción cuya rienda, bien sujeta, no se va nunca de la boca, es decir, no se desboca, cauta, y rehúye todo alarde enfático. En él se habla en nombre del amor, pero con sombra, con resaca. Porque este libro, como todo libro de amor, es un arreglo de cuentas con un otro que es, a la vez, el otro y uno mismo, pues lo que es igual no es trampa, y el amor es siempre de dos, un entredós crucial, pasodoble, diálogo y trance, donde percute y repercute el lance amante que es faena -por alto y por bajo-, en el flujo del tiempo y su quebranto.
Por supuesto, no hay aquí detalles ni melindres anecdóticos. La escritora es, en esto, mallarmeana, poco narradora, escueta, introspectiva, parca, maestra de la estocada sibilina y sigilosa siempre, sugerente, bronca y dura, dura consigo misma, como hablante que se niega a contar una historia, y renuncia a enredar su asunto con peripecias, personajes o disputas.
Pulcritud y sobriedad, entonces, constituyen, potentes, la primera impresión que se impone apenas se abre el libro, y esa impresión se irá repitiendo luego, a medida que se van descubriendo, magras, sus páginas, pespunteadas de blancos, de intervalos escandidos, de palabras aisladas o enlazadas de silencios, de vacíos donde resuena siempre lo no dicho, que es donde, siempre, está el centro huidizo de su asunto.
Como puede apreciarse en muchos de los poemas del libro, lo espacial no es sólo topográfico, no es sólo tipográfico; es, además e inherentemente, digamos, conceptual. La imaginería expresiva que lo sostiene recupera los elementos que corresponden a su espacialidad para transformarlos en figuraciones semánticas -es decir, sentidos– que apelan a lo geométrico para aludir / eludir, esto es, sugerir, lo que no se dice nunca sino insinuándolo -como he dicho, el amor-, encarnado en cuerpos de redes y superficies obturadas por entre las que se cuelan la voz y la mirada del hablante, y la presencia / ausencia del otro se muestra sin mostrarse, con dolorosa transparencia, como lo que queda en el aire, sin sujeción y sin engarce, en continuos desprendimientos, despojamientos, fallas y vacíos.
Transparencia, entonces. Transparencia y precisión, decimos. Gesto exacto en la medida de una limpia geometría espacial y conceptual. Poesía de calculada expansión escenográfica y rítmica, atenta a la exigente extensión de la página y vigilante del rigor significante de la palabra impresa. De este modo, entre el Apollinaire del caligrama más parco y el Mallarmé del golpe de dados más preciso, este libro encarna, pero no con deliberación ni con el ánimo de proponer una divisa, uno de los más dificultosos ideales de la poesía modernista (en el sentido anglosajón de la palabra): intentar alcanzar la abstracción, siempre huidiza, de un decir imantado por el modelo supremo de la Música.
Sabia orquestadora de las gamas más sobrias de la lengua nuestra, María Fernanda Palacios se muestra, en este libro, como una espléndida heredera de estos maestros, y de otros, como el Paz de Ladera este; hermana de otro mallarmeano amigo, tan querido y recordado, Alfredo Silva Estrada, riguroso y gozoso arquitecto de constelaciones verbales pautadas como partituras, poeta pensante, músico implícito.
En la trama ortogonal del poema de Palacios resuena la duración medida del poema que encontramos en buena parte de la obra de Silva Estrada: su apariencia de forma expansiva en el espacio de la página, con contracciones grumosas de palabras centradas, mayúsculas, y despliegues de tramas desasidas que no llegan a desparramarse nunca, anudadas y amarradas, por lo alto y por lo bajo, con estratégicos engarces y armaduras, estrofas encofradas, más que enredadas, tejidas, que remiten a Literales y a Transverbales, dos de los libros más geométricos, lúdicos y musicales de un poeta que, no en balde, escribió, también, unas Variaciones sobre reticuláreas, contrapunteo verbal con la gran escultura suspendida de Gertrud Goldsmicht: la poesía como red de signos que tejen su trama variable sobre el aire limpio de la página.
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* Quiero dedicar la lectura de este texto a Octavio Armand, cómplice pitagórico y eleático de esta escritura, cuyo libro, hermano de éste, Entre testigos (1974) también merece que se le celebre su cincuentenario. Escrito para celebrar los 50 años de la aparición del libro de María Fernanda Palacios, este texto se leyó en La Poeteca, en Caracas, el martes de 10 de diciembre de 2024. Durante la lectura se incluyó el recitado de tres poemas del libro que no aparecen en la presente publicación.
Rafael Castillo Zapata
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