Perspectivas

Ponte serio

15/01/2021

Pedro Morese

A Evelyn Parés De Carbonell

y a Pedro Morese (en paz descanse).

Soy hijo de maestros. Mamá de biología y papá de literatura. Yo crecí saltando de Los tres mosqueteros a las fotos de los gases nobles de la tabla periódica. De El señor de los anillos a la Enciclopedia de zoología y botánica. No había distinción para mí entre un universo y el otro. Ninguno superaba en fascinación al otro. Yo era el resultado de esos dos mundos paralelos pero complementarios. Por eso digo que genéticamente venía preconfigurado para rendirle culto a la ciencia ficción. De manera que mis primeros maestros, literalmente, los tuve en casa. Pero ahora me toca hablar de otros maestros con los que me topé más tarde y en otro ambiente.

A las cosas por su nombre. Así como algunas plantas –pongamos por ejemplo, a los girasoles– se caracterizan por una condición llamada fototropismo (por eso elevan sus tallos como animales que estiran largo el cuello en busca de la luz solar), yo sufrí durante mi adolescencia de una condición irrefrenable e ineludible a la que llamaremos jodatropismo: si había algún desorden, un desmadre, un foco de mal comportamiento, una tendencia marcada al caos y al rompimiento de la norma: ahí estaba José Urriola involucrado. Y eso lo sabían todos mis profesores. Lo tenían clarísimo, así que cada vez que pasaba algo que desbordaba los códigos de disciplina: “Urriola, necesitamos hablar contigo antes de que entres a clase”. “No, vale, profe; pero por qué, si yo no hice nada… grave”.

Entonces, seamos sinceros, a mí me salvaban las notas, porque eso sí, yo era buen estudiante. Excepto en Artes gráficas, ahí sacaba 11, porque a mí la parte estética se me da muy bien para admirarla, pero pésimamente para la ejecución; de resto sacaba de 18 para arriba en todas las materias. Lo de la disciplina era otra cosa, un pequeño efecto colateral, una menudencia. Pero es que, hablando en serio y con el corazón en la mano, yo no veía tan grave nada de lo que hacía ni en las situaciones que metía a mis queridos compañeros de desmadre. Es más, sigo sin verlo tan grave. Para mí eran (son) simples muchachadas, cosas que hace uno a esas edades porque le parecen divertidas. No terminaba de darme cuenta –o acaso lo estaba retando sin ser plenamente consciente de mi rebeldía– de que en el contexto donde me hallaba, salirse de la norma no era común ni mucho menos tolerable.

La primera vez que me botaron del colegio por varios y días y citaron a mi representante fue a los trece años. Acababa de ocurrir la visita del Papa a Venezuela y yo me di cuenta de que podía leer las lecciones del libro de inglés como si fuera Karol Wojtyła (Juan Pablo II) dando una homilía en latín. Me ponía un sombrero alto de Papa hecho con cartón blanco y una bata de laboratorio que me quedaba enorme como una sotana, y me mandaba tremenda misa en un inglés típico del vaticano y hasta la comunión le daba (con platanitos) a la gente que hacía fila entre los pupitres. Pero al bolsa que tenía que cantar la zona, en vez de estar asomado por la puerta, de pronto me lo encontré haciendo de monaguillo, y cuando llegó la profesora guía me encontró echándole la bendición final: “Be with God. You can leave in peace” (cantado como en latín); la profe me encaró: “Te me vas directo a la dirección a hacerle ese mismo show a la directora”.

Años después mi madre, aunque un poco escandalizada en su condición de fervorosa creyente, me confesó que durante la citación de representantes ella no veía la gravedad en la falta mencionada por la maestra de estar imitando al Papa en clases de inglés, y que mi papá tuvo que hacer esfuerzos importantes por no soltar una carcajada.

Pasé un par de días en casa (más bien tranquilos, sin tocar mucho el tema de la expulsión) y al tercer día volví al colegio resucitando desde la tierra de los desterrados. Fui recibido con solemne consideración por mis compañeros. Me porté bien un tiempo, considerablemente bien, hasta que ocurrió lo del zapato de Freddy. Nos habían dejado haciendo un ejercicio de matemática especialmente difícil, la profesora había salido a resolver un asunto a la coordinación y de pronto se detonó un clima de opinión donde varios de mis compañeros estaban convencidos de que a ese problema le faltaba algún dato para poder ser resuelto, que no se podía hacer, y las voces comenzaron a levantarse, las quejas comenzaron a subir de tono, la gente tendió al caos (al seductor caos que a mí me atraía como un poderoso imán) y en eso Freddy me señaló con el índice su pie descalzo donde lucía un hueco importante por el que se asomaba su dedo gordo cuya uña no había sido cortada en varias semanas. Freddy movía el dedo a través de su calcetín sucio y se reía con su sonrisa de dientes separados; a mí se me ocurrió agarrar los zapatos de Freddy, un par de morrocoyes azules con las suelas grises, y comenzar a colearlos por todo el salón. Con Freddy en medias saltando detrás de los zapatos voladores. Los lanzábamos y eran atajados por algún receptor en la esquina más remota del salón, y de ahí eran lanzados de nuevo hasta la esquina contraria. Freddy brincaba con los brazos en alto, pero nada que los alcanzaba, así que los zapatos surcaban los aires hasta la otra esquina; en un punto, al último en atajarlos se le ocurrió lanzarlos por la ventana de aquel salón que quedaba en un tercer piso. Y llegó la profe y preguntó qué demonios pasaba, y Freddy señaló sus pies y el hueco en la media y luego a la ventana por donde habían salido disparados sus zapatos. La profesora, que además era guanareña o venía de una familia de Guanare (esa vaina es el pedacito blanco de la caraota, todo el mundo se conoce, por lo que la señorita venía a ser como sobrina o ahijada de una tía mía), dijo: “Yo les voy a dar cinco minutos para que salgan los responsables, cinco minutos y los quiero ver afuera, o saldrán de aquí todos expulsados y hay que ser bien bocabajo (eso dijo “bocabajo” y yo dije: coño, esta expresión la voy a utilizar el resto de mi vida) para hacer pagar a justos por pecadores”. Juraba que nos íbamos a parar un gentío, que de los treinta y tres mínimo veinte íbamos a salir a dar la cara; pero resulta que nos levantamos Arístides, Ramón, Freddy (descalzo, porque sus zapatos seguían tres pisos más abajo) y este humilde narrador. De resto, todo el mundo se quedó de rabo aferrado a la tabla del asiento del pupitre. Así que nos fuimos meditabajos y cabizbundos a la coordinación a dar la cara por lo ocurrido. A tratar de explicar la situación y así evitar ser tan bocabajo.

Llegados a la coordinación a Arístides le dio un ataque incontrolable de risa, Freddy lloraba porque nos iban a expulsar y él no tenía la culpa y tampoco zapatos, y Ramón, que no hablaba mucho, estaba más mudo que nunca. La profesora comenzó a llenar los formatos de una cosa abominable, atroz, espeluznante llamada «Memo relámpago» donde dejaba por sentada la razón por la cual los cuatro presentes serían expulsados durante cuatro días. Yo me dije: “No puedo dejar que esto ocurra, esta gente es muy limitada para poder defenderse por sus propios medios, tendré que encargarme yo con mi don de palabra y mi enorme capacidad para lidiar con estas situaciones delicadas. No temáis, Urriola está aquí”. Con mucho tacto puse la mano sobre la de la profesora, interrumpí sutilmente el ahínco con el que firmaba los memo relámpagos y comencé a explicarle que estábamos conscientes de nuestra falta, que ciertamente ameritaba una sanción, pero que a lo mejor la expulsión, además de injusta, resultaba excesiva, que por qué no nos poníamos a dialogar y negociar como gente madura y sensata que éramos todos… y en eso, mis queridos interlocutores (coño de la madre) se me ha escapado la típica partícula de saliva que a veces se nos fuga en medio de una conversación y aquella gota densa, blancuzca y despiadada ha dibujado una parábola imposible hasta aterrizarle en el labio inferior a la profesora. Ya un poco perdido, yo intentaba –en mi propio discurso– quitarle con la punta del dedo mi gota de saliva de la boca a la maestra. Arístides soltó una carcajada que se oyó donde el jardinero recogía los zapatos de Freddy, Ramón palideció de mudez y Freddy lloró y mentó madres y se señaló sus medias rotas con el dedo afuera. Nada. Botados los cuatro. Cuatro días.

Llegué esa tarde a casa y busqué a mi papá que estaba escribiendo en la biblioteca. Me armé de valor, tragué grueso y le dije de la manera más suave que encontré que me habían expulsado por cuatro días, por estar coleando un zapato. Ah, y que tenía que firmar el documento ese llamado «Memo relámpago» porque tenía que llevarlo al quinto día o no me dejarían entrar. Mi padre me miró con cara de: “Qué he hecho yo para merecer un hijo como tú”. Pero no dijo nada. Simplemente soltó: “Aquí tiene su vaina firmada, y no se hable más del tema”. Y así fue. No me habló de ese tema ni de ningún otro durante los cuatro días en los que estuve autocastigado en mi cuarto. Cuatro días en los que dejé de existir para mi viejo, en los que me convirtió en fantasma y solamente se dignaba a meter la barriga para no tropezarme si nos cruzábamos en el pasillo. Cuatro días de encierro solo interrumpidos cuando mi mamá me ponía a cortar cebollas, a lavar la ropa, a arreglar algo en el jardín o en mi cuarto: “Porque yo no he criado vagos y vagos en esta casa no quiero”.

Regresé a clases al quinto día, pero esta vez era como un náufrago al que la gente miraba con cierta compasión, incluso con pésame: “Sí, yo conocía a Urriola, eso fue hace tantos años atrás, pero un día se metió en problemas con la justicia y cayó en desgracia, ahora el que ha regresado se le parece un poco, pero ya no es él”. Ahí sí, lo juro, dejé de meterme en problemas por un tiempo. Un buen tiempo. Durante año y medio resistí con estoicismo a meterme en líos en los que no hubiera dudado un segundo en meterme en otras épocas. Como Ulises atado al mástil para no ser víctima del canto de las sirenas, no sucumbí a la tentación de la rochela, al magnetismo del bochinche, a mi irreversible tendencia al jodatropismo. Hasta que ocurrió el encuentro con la pulidora industrial y eso sí fue más fuerte que yo.

Estaba aquella pulidora increíblemente grande y plateada en el medio del pasillo, abandonada allí sobre el piso reluciente de granito. Era como un platillo volador con manubrio. Una nave extraterrestre con volante y a escala. Me dije: “Esta vaina hay que meterla en el salón y enchufarla”. Cosa que logré hacer gracias a los valiosos esfuerzos de Cavallin, Piña, Oscarcito y Héctor Eduardo. Cargamos aquella máquina que pesaba toneladas de metal cromado y la depositamos en el centro del aula de clases. El cable era como una culebra de goma, coronado en su extremo con un enorme enchufe como del tamaño de un frasco de compota. Apenas entró en contacto con el tomacorriente, la pulidora cobró vida y comenzó a girar incontrolablemente como el toro mecánico de un rodeo. La gente se subía a la pulidora y trataba de manejarla, pero la fuerza centrífuga era tan poderosa que salían disparadas por los aires. Nos subíamos de a cinco, de a diez, llegamos a ser hasta quince. Con la desventaja de que hay un momento de tantísima risa en el que los músculos del cuerpo se aflojan, toda la energía vital está concentrada en reír, te lloran los ojos y te duele el estómago, caes fulminado al piso a carcajearte en posición fetal, y justo en ese instante irrumpió en medio del salón la voluminosa y bigotuda figura de Pedro Morese, el temido profesor de Castellano. Se fue directo al enchufe y desconectó la pulidora. Ordenó organizar los pupitres y, una vez alineados y con las lágrimas ya secas, escuchamos la consabida y temida pregunta: “¿Quiénes son los responsables de este desastre?”. Como recientemente habíamos leído con él Fuenteovejuna, de Lope de Vega, pues yo sentí que era un momento épico, histórico, ejemplar, porque seguramente nos íbamos a levantar los treinta y cuatro de un solo envión para asumir: fui yo, fui yo, y yo, y yo, fuimos todos, «Fuenteovejuna, todos a una…»; pero resulta que nos levantamos –una vez más y como siempre– los pendejos de Andrés Cavallin y yo. De resto, todo el mundo se hizo el loco y se quedó sentado como si aquella pulidora se hubiera metido al salón y se hubiera puesto a lanzar gente al aire gracias exclusivamente a nosotros dos, los peores del salón.

–Me hacen el favor, Cavallin y Urriola, y me acompañan.

–No estoy de acuerdo.

–¿Cómo que no estás de acuerdo, Urriola?

–Pues que me parece una injusticia, profesor.

–¿Estabas o no estabas involucrado en lo de la pulidora?

–Sí, sí estaba pero éramos muchos más, lo que pasa es que no dan la cara…

–No hay excusa, eso que quede en la consciencia de cada quien, ustedes dos se vienen conmigo.

–Oye, mucha «Fuenteovejuna y todos a una», pero qué gordito tan… (y dije algo entre dientes, un susurro, algo que se suponía que no se debía escuchar pero que cobró más decibeles de los deseados y llegó de manera nítida a los oídos de Pedro Morese).

–Cavallin, tú y yo hablamos después. Urriola, te vienes ya conmigo.

José Urriola

Pedro estaba enfurecido, nunca lo había visto así. Al menos nunca conmigo. Había sido un profesor querido y admirado. Éramos, aunque yo en aquel momento no lo sabía, interlocutores. Pedro fue el primer maestro y el primer extraño (antes solamente mi papá me lo había dicho) que me dijo: “Tú tienes talento para esto de la escritura, deberías ponerte a leer más y a escribir”. De manera que me fui detrás de su voluminosa figura, con los ojos cargados de lágrimas, iracundo por el abandono de mis compañeros, pero sobre todo avergonzado por haber dicho semejante imbecilidad a mi querido maestro. Morese caminó y caminó –mientras lo seguía varios pasos más atrás e iba pensando “aquí fue, hasta aquí llegué, ahora cómo le digo a los viejos que me botaron, a ellos que son maestros, y que hay que buscar un colegio de esos que aceptan a gente expulsada; no es que me van a matar, es que los voy a matar yo a ellos, y mamá quizás me perdone algún día pero papá me va a fantasmagorizar desde hoy hasta cuando de verdad me muera–; pero al momento de girar hacia la dirección, el hombre sorpresivamente viró hacia el lado contrario y nos dirigimos hacia el jardín. Llegamos a un lugar apartado; ahí me encaró.

–Una falta de respeto como la tuya aquí se paga con expulsión inmediata, Urriola, pero yo no seré quien haga que te boten.

–Te pido disculpas, Pedro –no seguí porque se me cortó la voz, me moría de la vergüenza.

–Vamos a hacer algo, un acuerdo de caballeros –dijo Pedro con voz calma–. Nos vamos a ver todos los recesos de esta semana en la Biblioteca. Te vas a quedar sin recreo, pero me vas a ayudar con una cosa, ¿de acuerdo? Esto que quede entre tú y yo.

–De acuerdo, gracias pana… perdón, gracias Pedro.

Y así fue como todos los días a las diez y treinta de la mañana y luego a la una de la tarde me encontraba con Pedro Morese en la biblioteca del colegio. A las 10:30 Pedro tenía sobre el amplio mesón unos libros en lo que algunas páginas estaban separadas por una hojita de papel. Se trataba de cuentos de Augusto Monterroso, de Adolfo Bioy Casares, de Julio Cortázar, de Borges, de Francisco Massiani y de un tal Ray Bradbury. La sanción por decirle públicamente lo del gordito no-sé-qué era leer para comentar aquellos cuentos con él en el recreo de la 1:00 p.m. Lo hice con fascinación. Maravillado. Aquello era tan apasionante como el mejor juego de futbolito con los panas o como tumbarse al sol a hablar con la chica que te gusta y rozarse las manos como por accidente. Aquello era una magia que me ponía a sudar las manos y que sembró en mí unas ganas prodigiosas no solamente de leer más sino, lo que es aún más peligroso, de querer algún día sentarme a escribir. Hacerlo yo.

Este año 2020 de pandemia, en el que retomamos el contacto los amigos del bachillerato en un encuentro virtual que bautizamos “Un sábado más”, me enteré de que Pedro Morese había muerto: le dio un infarto fulminante hace un par de años o tres. Puse cara de póquer y acaso dije algo tipo: “Qué vaina, no sabía nada”. Pero por dentro fue una puñalada, me dolió muchísimo. Y me pregunté si acaso se habrá enterado de que ahora escribo. Que en parte fue gracias a él que me atreví a escribir y que gracias a presentarme aquella gente que yo a los quince años desconocía se me abrió un universo en el que por fin dije “yo quisiera ser un cosmonauta de estos espacios”.

Los últimos años de colegio estudié Castellano y Literatura con la misma profesora: Evelyn Parés de Carbonell. Era un mujer culta, de voz suave, elegante y además (probablemente como consecuencia de todo lo anterior) muy guapa. Con la profe Evelyn leímos, entre otras cosas, Piedra de mar, de Massiani; La Ilíada, de Homero; Macbeth, de Shakespeare; El túnel, de Sábato. Las clases de Evelyn tenían una dinámica como de club de lectura: vamos a leer, vamos a investigar, vamos a conectar con otras cosas que hemos leído, hablado, visto. Vamos, en fin, a conectar las lecturas con la vida. Y la literatura que solía ser materia tan pesada y tan antipática con sus tediosas comprobaciones de lectura y resúmenes de lo leído se transformó para muchos en lo que ahora es: un placer, un gozo, una manera de leerse en otros, de asumirse coautor de lo que se lee.

Antes de graduarme de bachillerato le escribí –de mi puño y letra– una carta a Evelyn para darle las gracias por tanto. Por ese pacto invisible y para toda la vida que se establece con muy pocos maestros. La última vez que nos vimos, antes del acto de graduación, se me quedó mirando, se acercó y me dio un abrazo. Un abrazo apretado, y me dijo al oído: “Ahora a ponerse serio. Ponte las pilas, carajito”.

Me pareció raro, viniendo de alguien tan refinada como ella, aquel “carajito” en su boca; pero al mismo tiempo me pareció tan cómplice, tan cercano, como quien por fin se atreve a salvar la distancia profesor-alumno y le habla a un amigo querido o un familiar. Así que sí, lo entendí perfectamente: “Ponte serio” era su manera de confirmar lo mismo que siempre me decía papá: este es un oficio duro y a veces ingrato, es algo que, más que con el talento, tiene que ver con la disciplina. Esto de la escritura es una cosa en lo que uno apuesta mucho y no siempre recibe lo que estaba esperando ni lo que creía merecer. Y al final no hay otra opción que darle, reintentarlo, inventarse un nuevo proyecto, subirse de nuevo a esa locura maravillosa, desgastante e inevitable que es hacer un libro. Eso lo tienes que hacer tú solo, nadie más lo hará y a nadie más corresponde: abrirse la piel, buscar la pequeña compuerta secreta y, con toda seriedad, ponerse la pilas, carajo.

(Ciudad de México, enero 2021)


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