Telón de fondo

Poder, pobreza y destino de los próceres militares

"Boceto para la Batalla de Carabobo", de Martín Tovar y Tovar

09/04/2018

El derrumbe de Colombia y el nacimiento de Venezuela no se entienden sin pesar la carga del militarismo. Los soldados son la brújula de los procesos por la fuerza que acumulan después de una guerra triunfal, pero también debido a los problemas acarreados por las penurias que padecen. Ahora veremos algo de esa paradoja, con el deseo de evitar que la balanza calibre asuntos habitualmente juzgados como perniciosos.

El 18 de septiembre de 1821, el congreso decreta una distribución de bienes nacionales que favorece a la oficialidad y a la soldadesca con cantidades que comienzan a provocar ronchas en los cenáculos civiles. En julio de 1822, Páez insiste en la necesidad de distribuir generosamente dinero y propiedades entre los “libertadores”. En enero de 1823 se crean juntas especiales para hacer efectivos esos auxilios materiales. Entre 1825 y 1826, las tres cuartas partes de los gastos ordinarios corresponden a la parcela castrense. Una parcela que parecía necesitar cada vez mayor abono, debido a que ni siquiera el traslado de la guerra a Perú alivia la carga. El ejército y la marina cuestan entonces más de cinco millones de pesos, suma que representa aproximadamente el valor total del ingreso gubernamental durante el régimen colonial.

El general Santander gana durante tres años la suma de 34.000 pesos anuales que no puede cobrar por la estrechez del erario. Hacia finales de 1824 la república le adeuda, por insolvencia crónica, 6.500 pesos. Pero luego obtiene importantes recompensas en inmuebles urbanos y campestres, como los generales venezolanos Páez, Mariño, Urdaneta, Soublette y Bermúdez.

De los datos se colige la existencia de un nuevo factor de poder, debido a cuyo ascenso se subestima el papel de los ciudadanos en ciernes. No solo por los recursos que consume, sino porque también se considera como el pilar de la situación y porque así lo considera el gobierno al concederle el beneficio de la distribución preferencial de bienes nacionales. ¿Acaso no se debía la independencia a los militares? ¿No lo creían ellos así, junto con los altos poderes del Estado? ¿No había que recompensar el esfuerzo?

Pero, a la vez, la guerra provoca su empobrecimiento, situación que los refuerza como escollo en el suceso que se viene comentando. Muchos próceres de nombradía, si aceptamos el testimonio de un observador extranjero, Docoudray-Holstein, se observan entonces “muy mal vestidos y nutridos”. No debe ser exagerada la afirmación, pues en la misma época un oficial tan calificado como Juan Pablo Ayala no tiene cómo sufragar los gastos de una enfermedad que padece en Londres; y los parientes de Antonio José de Sucre no se pueden mantener en su casa de Cumaná. La miseria los obliga a dirigirse al Mariscal de Ayacucho para que los socorra con 500 onzas de oro.

Si el General Vicepresidente y otras figuras del alto mando encabezan la lista de acreedores de Colombia, o pasan aprietos junto con sus allegados, ¿qué puede esperar la soldadesca? En mayo de 1822, escribe Páez a Santander:

(…) los demás Generales habrán mandado y estarán mandando ejércitos desprovistos; yo también los he mandado desnudos. Si yo he expuesto a V. esto con algún calor, ha sido con el deseo de que se alivien sus privaciones, sin que por esto deje de hacer, como lo continuaré haciendo, cuanto esté de mi parte para contentarlos extraordinariamente, como para consolarlos y aliviarles las fatigas.

A los militares había que “contentarlos extraordinariamente”, según las letras del Centauro que resumen la esencia del capítulo final de la independencia. Los que no han cobrado por sus laureles, deben hacer fila en el futuro ante la taquilla de la patria. En veinte años de combates han adquirido un derecho capaz de parangonarlos con los grandes señores blancos del pasado colonial, que había creado y engordado el dios de la colonia. A ellos ahora los crea el dios de las batallas y debe engordarlos la causa por la cual arriesgaron su vida.

Un conglomerado de hombres bien armados y mal remunerados que cuentan con padrinos provistos de pólvora hasta los dientes debe causar problemas entre quienes anhelan una administración civil que se adapte a la doctrina liberal en boga. Es evidente. La guerra se hace para que el régimen colonial sea reemplazado por un sistema en el cual los frenos y los contrapesos impidan el encumbramiento de un solo factor aplastante, para evitar que un nuevo poder absoluto llene el vacío de la Corona derrumbada y de sus cortesanos. Sin embargo, de los combates nace una criatura jamás vista, el hombre de armas, que debe ocupar el puesto que ha ganado. No queda otro remedio, no existe otra salida en el principio de un camino que la sociedad todavía no ha transitado.

Las propuestas de los liberales no pueden subestimar la trascendencia de la sangre derramada, porque bañó los campos del nuevo establecimiento y porque tiene deudos a granel, gigantes y minúsculos. Malgastan el tiempo los observadores que, desde la torre del futuro, juzgan el encumbramiento de los militares como una distorsión del objetivo republicano de la época, o como una perversión, en lugar de considerarlo como la consecuencia natural de un tiempo turbado e inédito.


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