Presentamos el prólogo escrito por Miguel Gomes para El libro de Alicia, de Dinapiera di Donato (Caracas, Fundación Abraham Salloum Bitar, 2024).
En la Edad Media dos palabras latinas se cruzaron para darnos una tercera en castellano de heterogeneidad casi imposible. Por una parte, dolus se derivó de dolor y doleō («lastimar”, «castigar»); por otra, duellum ‒forma arcaica de bellum, o sea, «guerra»‒ adquirió la acepción de «lucha de dos» acaso por otro cruce de corte popular, con duo. La suma de significados y de resonancias que se contaminan unas a otras nos pone simultáneamente en dos campos semánticos distantes cuando oímos en español el término duelo, que sugiere tanto la pena por la muerte de un ser querido como una pugna.
Todo esto tiene relevancia para dialogar con El libro de Alicia, de Dinapiera di Donato, porque creo que en su lenguaje se reproducen discrepancias, enfrentamientos, en medio de los cuales un sujeto anímicamente herido intenta recuperarse a sí mismo asimilando en su expresión la causa de su padecer, que es una privación o una ausencia. Verbalizar el vacío instalado en nosotros resulta exactamente lo opuesto de las «repeticiones», la «imposibilidad de concatenación», el «asimbolismo» o el «caos cognitivo», cada uno de ellos en deuda con el silencio impotente, que Julia Kristeva destaca como principales rasgos de la depresión. (Julia Kristeva, Soleil noir: Dépression et mélancolie, Paris, Gallimard, 1987, p. 45). Al menos para quien escribe, el duelo-doliente se convierte en duelo-combate contra la parálisis: un regreso al decir entre abrumadores obstáculos.
Cuando empleo la preposición contra no insinúo que tal retorno se produzca sin los obstáculos: estos, para el bastón del ciego, actúan como un mapa, un indicador de la ruta apropiada para llegar a su destino. Bien llevados, los duelos no niegan ni liquidan la ausencia: más bien le conceden un espacio en la realidad. No es de extrañar que el título de la primera parte salga a nuestro encuentro con una enfática negación ‒«Ni sertralina, ni clonazepam, ni Alicia»‒ a la cual sigue de inmediato, entre paréntesis, una constatación o una declaración convencida ‒«autoficción con Alicia Perdomo H.»‒ en la que el con revierte la situación inicial de carencia mientras enfatiza una forma específica de escritura. Como buena pista hacia la matriz de un texto, así pues, se anuncia con gesto hermético un recorrido fundamental: el del vacío que se dirige hacia una plenitud compuesta, a su vez, de cierto despojo, ya que, después de todo, la «autoficción» no deja de insinuar una paradoja profunda, la propia del encuentro de lo tangible y lo intangible, lo recordado y lo imaginado. Dicho de otra manera, lo escindido se reúne tal como en el vocablo duelo se armonizan referentes muy distintos y tal como los seres queridos aún persisten en nosotros cuando se han ido.
En tales contradicciones e hibridismos arraiga la escritura de Dinapiera Di Donato, cuya obra es compleja y desafiante. Narradora ‒Noche con nieve y amantes (1991), La sonrisa de Bernardo Atxaga (1995)‒, pero igualmente poeta ‒El libro de Rachid (1996), La sorda (2011), Colaterales (2013)‒, El libro de Alicia señala probablemente una nueva fase en su quehacer, acaso signada por un adensamiento del afecto unido al tipo de gramática a la que me refiero, erigida sobre una tensa pluralidad.
Ante todo, el lector notará la convivencia del poema lírico, la narrativa y el apunte memorioso, invitándonos a desechar las coordenadas de lectura que tradicionalmente establecen los géneros aislados. Las autoficciones que hoy en día se multiplican con la venia de la industria editorial ‒quizá por ello no dejan de ser blanco de cierto sarcasmo en estas páginas, pese a confesarse vinculadas a la especie‒ ya se proponen cruzar o difuminar las vetustas fronteras que dividen ilusión y testimonio. En el caso presente, la intervención de un tercer factor, el lírico, potencia la ruptura de pactos de lectura, y eleva el discurso a un plano ajeno a la simple y a estas alturas formulista moda de las autobiografías noveladas, puesto que la poesía, como asevera, entre otros, Jonathan Culler, tiene un fuerte componente ritual que nos empuja a terrenos en los que la ficción encarna no en los linderos que queremos imponer entre lo factual y lo visionario, sino en el seno del idioma, con enunciados que existen para que nos apropiemos de ellos y los repitamos desvinculados de la situación de enunciación que los propició (Jonathan Culler, Theory of the Lyric, Cambridge, Mass., Harvard University Press, 2015).
Junto con esas convergencias genéricas han de advertirse las tonales, sumamente importantes para el tipo de énfasis en el sentimiento que he mencionado. Por una parte, las incisivas caricaturas de figurones de los medios educativos y culturales venezolanos, como «la talentosa sexy Marxilenín Albania de La Torre», o internacionales, como la agente literaria española pendiente de recibir, acerca de la potencial cliente escritora, el «par de llamadas informando que aquella chica no gozaba de simpatías ni de chequeras»; por otra, la verbalidad henchida de alma: «La poesía es el minotauro y es el laberinto y es la doncella que enreda sus hilos. La poesía no tiene nada que ver con que te apartes. Ni con la soberbia del malherido». Por una parte, la entrega al esbozo casi costumbrista, donde lo trivial amenaza con devorarnos: «Las sabias enseñaban yoga, meditación, comida sana, desaconsejando el lesbianismo porque donde no hay hombres no hay suficiente plata. Punto»; por otra, el idioma de Eros empeñado en atenuar y reducir la sordidez de lo cotidiano: «te acarician los rescatistas // inyectan la savia en los dedos secos que sueltan las rosas de la calle Bogardus cada verano / saluda al sol en las sesiones de la palabra amor / donde los ojos / aprenden a mirar el aire / que nos aparta». En esas distonías se retrata la experiencia humana, con sus desavenencias y sinsabores, pero en igual medida con su mayor misterio: ¿cómo hacer de tantas sustancias rivales una sola vida, una existencia individual?
Pero hay más. Un somero vistazo a estas páginas permitirá al lector descubrir citas u alusiones abundantes, referencias literarias o artísticas incluso en forma de lista. El efecto, en ocasiones, es el de lecturas y resonancias laberínticas, caóticas, envolventes; el texto ante nosotros acaba traspasado de ecos y alteridad: Silvia Molloy, V. S. Naipaul, Milan Kundera, Armando Rojas Guardia, Shakespeare, Victoria De Stefano, Gabriel García Márquez, Carlos Fuentes, Franz Kafka, Louise Glück, Carmen Vincenti, Arthur Rimbaud, Alejandro Varderi, José Pulido… El simultaneísmo de referentes instaura un modelo de espacios culturales descentrados, en movimiento, una interpenetración entre lo vivido y lo libresco que mucho tiene que ver, por supuesto, con la pasión con que Alicia Perdomo ‒la voz ausente‒ y Dinapiera Di Donato ‒la voz presente‒ abordaron y abordan el hecho estético.
La elocución asimismo evidencia la índole heteróclita del duelo, cosa que anuncia la superposición de lo no humano y lo humano. Adviértase la metáfora que el polisíndeton «Ni sertralina, ni clonazepam, ni Alicia» esconde, con su cartografía de la medicina en el amor: la discrepancia habla de virtual unidad. Y una y otra vez el lenguaje figurado, sea en contexto narrativo o lírico, nos conduce por imágenes donde convergen asombrosos ‒pero siempre conmovedores‒ elementos. Un ejemplo lo constituyen las bruscas conexiones que rozan el franco onirismo:
Y el doctor tampoco estaría a salvo cuando el funcionario convertido en un hombre armado empezara a azuzarlo. A ver cómo ella aprendía, braceando en la neurosis, porque en el mundo editorial paralelo empezaba a ponerse de moda el libro centrado en autoficciones de escritores alterados y de pícaros sabios en suelos movedizos y la verdad, en aquel fin de siglo tropicordioso la acuciante dificultad era asentarse como caraqueño y por tanto pertenecer al futuro, gustarle a un burócrata, no odiarse por ello y escribir sin tantos remilgos.
Hemos de reparar, no menos, en los encuentros fortuitos de sensaciones comúnmente desvinculadas, la inversión de toda lógica espacial:
el almizcle de la presa que doraban
los cazadores
carne buena
para tu olor
trenzado al collar de colmillos azules
siluetas de atapaimas perennes en tu cuello
carreteras reaparecidas
cayendo de la nieve[;]
la presteza alucinatoria con que el flujo de las cosas se plasma disolviendo las reglas de la sintaxis:
Tus botas o tus pies, qué elijo
última sombra de nube
se alejan
con el brillo de tus lentes
de tus
dientes
hay oros que no sabes por qué
se abrazan al cuello con temblor [;]
o, finalmente, las discontinuidades de espacio, tiempo y percepción que cristalizan en los siguientes versos, de los más estremecedores:
tu cabellera creciendo en mi cuerpo de noche
aquí van tus hebras
a seguir su viaje
en la ruta de la seda
deja que siga
a hacer los nidos
incierto grano de Napoli
el grano de la fe de las tardes
tu pelo estaba doliéndome tanto
este pelo
crece
Podrían continuar inventariándose las formas que la diversidad y lo contrastante adquieren en estas páginas, pero sospecho que bastaría resaltar el nomadismo del sujeto, con los escenarios cambiantes de Cumaná, Caracas, París y Nueva York, a la vez que sus tránsitos entre lo desmesuradamente cosmopolita ‒Manhattan‒ y el acercamiento intimista a lo local ‒piénsese en la importancia del vecindario de Inwood‒. Di Donato se ha caracterizado desde el principio de su carrera por una metafísica de las dislocaciones que obliga a quienes la leemos a tener siempre en cuenta el horizonte inmediato que la mundialización plantea. La suya es una sensibilidad alimentada por culturas numerosas, en la que el futuro remoto y el pasado más antiguo se unen con naturalidad, lo que la asimila de modo inextricable a nuestro momento, cuando nos sabemos en deuda con múltiples tradiciones cuya interpretación es más plástica de lo que antes se creía y cuando las aspiraciones de innovación radical e incesante del arte de la primera mitad del siglo XX parecen, a distancia, ingenuas. El proyecto de pertenencia que alberga El libro de Alicia parece atado a la evocación de individuos, de las huellas que dejan en nuestra memoria o de lugares imbuidos de esas relaciones: el origen es el Otro, pero, porque no nos limitamos a ser nuestro origen, la aceptación del duelo supone iniciarse en un continuo diferimiento de la identidad, la comprensión de que nos desplazamos entre la consecución y la carencia.
Escribo comprensión. Tal vez convenga acudir a un vocabulario menos racionalista. Mucho hay tanto en la prosa como en los versos que el lector tiene en sus manos del tipo de nueva sinceridad que hace lustros reivindicaba David Foster Wallace al entrever escritores dispuestos a apartarse de la ironía crónica de los postmodernists, sus ambivalencias intelectuales y, sobre todo, su temor a explorar con respeto y convicción «plain old untrendy human troubles and emotions», emociones y conflictos humanos simples, añejos y fuera de moda (David Foster Wallace, «E Unibus Pluram: Television and U.S. Fiction», Review of Contemporary Fiction, 13:2, 1993, pp. 192-193). En el caso de Dinapiera Di Donato, la sinceridad se duplica, pues no se produce con la intención de convertirse la autora en uno de los rebeldes literarios que contemplaba Wallace cuando ansiaba un retorno a lo espontáneo. El sentimiento de que están hechas estas páginas nada tiene que ver con disputas gremiales o solapadas reacciones intelectuales a ellas: brota, por el contrario, de una urgencia, de una inmediatez que solo conocen quienes hayan quedado privados de aquello que los anclaba en el sentido, aquello que renglones atrás he denominado plenitud.
El duelo, en circunstancia literaria, coloca ofrendas de palabras a lo desaparecido. Al hacerlo, sin embargo, lo reinventa como signo y, como tal, no depende de la fugaz existencia de quien lo escribe: cada lectura le permite un renacer. Acaso sea una modesta forma de eternidad. Lo que sí es seguro es que se produce en el Otro, precisamente aquello que dábamos por perdido.
Miguel Gomes
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