Fotografía de Luis Alejandro Bernal Romero | Flickr
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Pájaros negros, sin nido, sin canto. Sobrevuelan la ciudad. La señorean. Dueños de sus cielos, de la miseria de sus calles, del vacío de los ojos, de la espera sin mañana.
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Los buitres recorren la ciudad. Descienden. Se posan. Alzan su vuelo negro. Giran en círculos. Pacientes. Tal vez desconcertados. Ávidos. Tal vez añoran el páramo. Pero han venido a la ciudad. Han colonizado la ciudad. Ocupan aquí el lugar de las palomas.
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Los habitantes conviven con el vuelo de los buitres. A diario. No recuerdan cuándo cayeron sobre la ciudad, cuándo hicieron de la ciudad su reino. La promesa de los cielos descendió ciertamente sobre crédulos e incrédulos.
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El visitante observa el vuelo de los buitres, desde el coche. Atraviesa la ciudad. Ha descubierto esos pájaros negros. No puede no verlos. Los reencuentra en el arcén de la autopista. Reaparecen en una calle. Los ve caer a tierra en un parque maltrecho, o congregarse en un riachuelo (tal vez un alcantarillado roto). Cuando llega al hotel, cierra los ojos, ya en la cama. Y no puede liberarse de la impresión de esos buitres, de su plumaje negro, de la nota de amarillo que salpica el extremo de sus alas, de la codicia de las bolsas de basura, que los habitantes de la ciudad han desgarrado para saciar su hambre.
Roberto A. Cabrera
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