Retratos, hitos y bastidores

Obras públicas e impresiones viajeras en la Caracas guzmancista (II)

13/05/2021

Teatro Municipal de Caracas, 1916. Tarjeta Postal ©Archivo Fotografía Urbana

“–¿Cómo encuentra Ud. a Caracas? –decían unos. ¿No se parece a París? –¿Tienen Uds. en Europa –preguntaban otros– parques tan bonitos como la Plaza Bolívar?

Y casi no había manera de contradecirles”.

Jenney de Tallenay, Recuerdos de Venezuela (1884)

1

En Venezuela pintoresca e ilustrada (1875), suma geográfica publicada durante el Septenio, el polígrafo Miguel Tejera proclamó el nivel europeo de obras públicas guzmancistas, incluyendo el matadero municipal y la fachada neogótica de la universidad. Sin embargo, los visitantes extranjeros fueron más cautos al catalogar los monumentos capitalinos desde una perspectiva internacional. Habiendo presenciado el comienzo del programa constructivo durante el Septenio, James Mudie Spence anticipó –en The Land of Bolivar, or War, Peace and Adventure in the Republic of Venezuela (1878)– que Caracas «pronto sería tan notable por la belleza y magnificencia de sus edificios públicos como lo es ahora por la perpetua primavera de su clima y la hermosura del paisaje en el cual se ubica».

El súbdito de su majestad parecía estar en lo cierto, al menos en lo concerniente al gusto anglosajón: los americanos y británicos visitantes a Caracas estarían desde entonces de acuerdo con respecto a la calidad de algunos edificios guzmancistas, especialmente el Capitolio y el teatro Guzmán Blanco, más tarde conocido como Municipal. El gringo William Eleroy Curtis encontró que el primero era «el más grande, más hermoso y más inútil edificio de Caracas, y uno de los más bellos de Suramérica». También el teatro era «un edificio magnífico», y aunque el interior estaba «más bien desprovisto de decoraciones, en sus equipos y arreglos el teatro es comparable a cualquiera en Nueva York», añadió el autor en The Capitals of Spanish America (1888).

En Three Gringos in Venezuela and Central America (1896), Richard Harding Davis incluyó el Panteón, junto al Palacio Federal y el teatro Municipal, como los «tres grandes edificios de Caracas». También el Capitolio lo impresionó mucho al parecer: «es ligero y de aspecto insustancial, como un palacio de lona en un teatro, y sugiere el Casino de un balneario francés». Un año más tarde, su compatriota Ira Nelson Morris, autor de WIth the Trade-Winds. A Jaunt in Venezuela and the West Indies (1897), confirmó que el teatro había sido construido con un gusto muy refinado, como también la residencia palaciega de los Guzmán en Antímano. Para finales de siglo, la evaluación estética hecha por el gringo William Lindsay Scruggs –en The Colombian and Venezuelan Republics with Notes on Other Parts of Central and South America. (1900)– sopesó más bien los costos y materiales de las obras guzmancistas. El Capitolio era «un edificio grande y ostentoso, aunque construido a bajo precio con materiales inferiores»; mientras que, sin llegar a justificar su costo original, el teatro era «un crédito para la capital, y sería un adorno para casi cualquier ciudad en los Estados Unidos o Europa».

Templo Santa Teresa, Caracas. Postalina ©Archivo Fotografía Urbana

2

Los monumentos guzmancistas preferidos por los ingleses y americanos satisficieron también el gusto europeo de Tommaso Caivano, autor de Il Venezuela (1897), traducido el mismo año al español. El exterior e interior del teatro eran bastante aceptables, así como el ecléctico diseño del Capitolio, el cual «no obedece á ninguno de los estilos conocidos clásicos; pero, cual más cual menos, los recuerda casi todos»; el conjunto resultaba armonioso y su imagen urbana era «de un efecto a la vez alegre y grandioso, y tal que pudiera figurar dignamente en cualquiera de las mejores ciudades europeas».

Otros viajeros del Viejo Mundo parecían preferir más bien los jardines guzmancistas. Retornando de París y Londres, Miguel Cané abrigaba pocas expectativas al arribar a la rezagada capital venezolana, donde el diplomático argentino sabía que no encontraría «los suntuosos edificios de Buenos Aires o Santiago de Chile». Sin embargo, tras su estadía, el autor de En viaje (1883) reconoció «dos puntos que podrían figurar con honor en cualquier ciudad europea»: El Calvario y la plaza Bolívar. Al igual que en el Cerro de Santa Lucia en Santiago, la Exposición en Lima, el Botánico en Río, el Prado en Montevideo y Palermo en Buenos Aires, a través de la elegante jardinería de El Calvario, Cané pudo remembrar su venerada Europa. Un año después, esa remembranza fue recreada por lady Annie Brassey, amante de la naturaleza, como muchas otras viajeras victorianas. La autora de In the Trades, the Tropics & the Roaring Forties. (1885) confirmó que El Calvario había sido diseñado y sembrado con mucho gusto, y estaba «evidentemente» inspirado por el santiaguino cerro de Santa Lucia. Ya al abrir el siglo XX, el español Diocleciano Ramos y García afirmó en Caracas por dentro. Artículos de costumbres (1901), que la plaza Bolívar era «el Jardín público más bello y elegante de Sur-América»; por su parte, la capilla de Lourdes en El Calvario era «severa, fantástica y pintoresca como un paisaje de la montañosa Suiza».

In the Trades, the Tropics & the Roaring Forties (London Green & Co. 1885). Cortesía del autor

Sin embargo, el gusto francés, siempre más exigente, no admitía igualaciones con París. En Souvenirs du Venezuela. Notes de voyage (1884), Jenney de Tallenay, hija del cónsul de Francia en Caracas y de la marquesa de Tallenay, reconoció la deshonestidad a la que había sido forzada, debido a sus relaciones amistosas, evitando herir el orgullo de los caraqueños para con su ciudad:

«Se comprende pues, cuán difícil es, para cualquiera persona que haya residido entre los venezolanos y se haya creado relaciones de amistad, el no herir los sentimientos al indicar aquí y allá en este concierto de alabanzas algunas falsas notas.

–¿Cómo encuentra Ud. a Caracas?– decían unos. ¿No se parece a París?- ¿Tienen Uds. en Europa –preguntaban otros– parques tan bonitos como la Plaza Bolívar?

Y casi no había manera de contradecirles».

Estatua ecuestre del Libertador, Plaza Simón Bolívar, circa 1950: Autor desconocido ©Archivo Fotografía Urbana

3

Críticos del siglo XX parecieron heredar la reticencia de madame de Tallenay con respecto a la europeizada renovación acometida por Guzmán Blanco. Era una reserva atribuible en parte al eclecticismo, hasta cierto punto iconoclasta, que los monumentos guzmancistas representaron para la godarria caraqueña, de gustos más castizos. El programa de obras ornamentales del Ilustre Americano no solo era ostentoso para una capital carente de palacios coloniales, sino también herético para la ciudad comulgante todavía con valores tradicionales. Tal como advirtiera Rafael Seijas Cook en “Arquitectura y arquitectos venezolanos” (1936), la secularización guzmancista estaba «abonada, fatalmente, por escombros valiosos, pergaminos de los creyentes días castellanos, desplazados de las áreas más centrales capitalinas», desplaza­mientos imperdonables para muchos.

Se suma la cuestión de la afrancesada imitación de estilos, entreverada con la controversia política sobre el Napoleón criollo. Uslar Pietri apenas concedió que en algunos espacios caraqueños se creó «la ilusión de un rincón» del París del Segundo Imperio, mientras vio la mayoría de las obras guzmancistas como «caricaturas» de los grands travaux napoleónicos. De Ramón Díaz Sánchez a Leszek Zawisza, pasando por el Libro de Caracas (1967) de Guillermo Meneses, los palacios del guzmanato fueron tildados como «Tullerías de bolsillo», donde el autócrata habría plasmado su nostalgia parisina, mientras sus iglesias habrían imitado el plan secularizador del primer Bonaparte. Y el «gótico de mampostería» de las fachadas guzmancistas, al decir de Uslar, también habría remedado el falso medievalismo del París de Napoleón III.

A pesar de tales críticas, la mayoría de las obras guzmancistas han llegado a ser aceptadas desde una perspectiva arquitectónica, aunque su valor urbano fue por mucho tiempo desestimado. No solo la hipótesis de un programa articulado de renovación urbana fue descartada, sino que también se argumentó que los monumentos del guzmanato fueron erigidos con prisa y desorden. Según John Galey y el mismo Zawisza, se habría seguido una fiebre constructiva reminiscente de la del barón de Haussmann en el París del Segundo Imperio. Solo la imagen de un plan «bajo el signo de Bolívar» habría inspirado la renovación guzmancista, a juicio de Tomás Polanco Alcántara en Guzmán Blanco. Tragedia en seis partes y un epílogo (1992). Pero en caso tal habría que añadir que la ciudad no solo fue signada por la égida del Libertador, sino también por la del Ilustre Americano.

No obstante todas las críticas, carentes varias de perspectiva urbana, algunas virtudes han debido ser reconocidas en las obras públicas guzmancistas. Sin poder llegar a considerarse «urbanísticas» en el sentido moderno, las intervenciones del Ilustre Americano enfrentaron el problema, postergado por sus predecesores, de reconstruir una capital lastrada por los efectos del terremoto de 1812. Mediante la incorporación de sus edificios dispersos pero bien distribuidos, los arquitectos guzmancistas lograron poner acentos en el monótono damero colonial, que había permanecido inalterado, como bien reconoció Graziano Gasparini en Caracas, la ciudad colonial y guzmancista (1978). Aun cuando los monumentos carecieron de la perspectiva neobarroca decimonónica, según reclamara Zawisza, adquirieron empero relevancia sin precedentes en el paisaje caraqueño. And last but not least, como dirían los viajeros anglosajones que sí supieron reconocerlo, la renovación guzmancista buscó poner a Caracas al día con otras capitales latinoamericanas.


ARTÍCULOS MÁS RECIENTES DEL AUTOR

Suscríbete al boletín

No te pierdas la información más importante de PRODAVINCI en tu buzón de correo