Retratos, hitos y bastidores

Obras públicas e impresiones viajeras en la Caracas guzmancista, I

Vista desde El Calvario, 1939: Helmut Neumann ©Archivo Fotografía Urbana

15/04/2021

“…necesita, en fin, de algunas obras de ornato, tan indispensables a la vida civilizada como lo son al progreso material todas las que os dejo antes enumeradas.»

Antonio Guzmán Blanco, Mensajes presentados por el general Guzmán Blanco… (1875)

1. El progreso y la civilización que inspiraron los gobiernos de Antonio Guzmán Blanco, conocidos como guzmanato (1870-88), se plasmaron en su proyecto urbano para Caracas, el cual pretendía ataviarla como capital republicana del siglo XIX. Dirigiéndose a sus parlamentarios en 1873, el Presidente bosquejó sus ambiciones en infraestructura y ornamentación:

«La ciudad de Caracas necesita, para poder ser digna capital de Venezuela, del doble de agua que goza hoi, con su enconductado de hierro; necesita sustituir el alumbrado actual por el de gas, que es la luz de las capitales civilizadas; necesita de pavimento interior donde estén distribuidos los enconductados del gas y del agua potable, con la debida separación de las cañerías que requieren el aseo y los desagües de una población que empieza a ser numerosa; necesita, en fin, de algunas obras de ornato, tan indispensables a la vida civilizada como lo son al progreso material todas las que os dejo antes enumeradas.».

El gobernante apuntó así a una doble asociación que se mantendría a partir de su primer gobierno, o Septenio (1870-77): la infraestructura y los servicios sustentaban el progreso urbano de toda capital próspera, mientras la civilización se materializaba en obras ornamentales. Tal díada cruza la correspondencia del Ilustre Americano con su esposa, Ana Teresa Ibarra, recogida por Rafael Ramón Castellanos en Guzmán Blanco íntimo (1969). Cual si de uno más de sus asuntos personales o domésticos se tratase, don Antonio comentó en ocasiones los avances que lograba para Caracas y las ciudades del interior, como refiriéndose a la compra de enseres familiares de los que doña Ana Teresa tuviera que enterarse. Así por ejemplo, tras hacerle saber que un juego de servilletas encargado a París ya había sido recibido, el Presidente anotó, en carta de abril de 1879 a su esposa: «Ya tengo en reparación todos los caminos y casi restablecida la instrucción popular, rehechas la plaza Bolívar y las calles de Caracas y Valencia, donde también se trabaja en un Capitolio y en colocar los tubos para el agua de la ciudad… Ya encargué los muebles de Santa Ana y estoy concluyendo el teatro».

Pocos días más tarde, Guzmán volvió a comentar con entusiasmo: «Tengo ya asegurados los ferrocarriles de La Guaira y Puerto Cabello. He comenzado el teatro, y la iglesia de Santa Ana estará con sus altares, muebles y demás accesorios antes de tres meses». Las noticias sobre la basílica dedicada a las santas patronas de Ana Teresa no solo confirmaba la reconciliación del autócrata con la iglesia, tras desavenencias iniciales, sino también su personalismo para referirse a las obras públicas ejecutadas por todo el país. Así como el estadista encontraba tiempo para inspeccionar el mobiliario de la basílica, el caudillo en campaña añoraba volver a Caracas para sofocar cualquier intento de mudar la capital oficial. O como también atestiguan sus memorandos y cartas, para asegurar que los recursos dirigidos a reparar calles u ornamentar la plaza Bolívar, fueran ejecutados según sus instrucciones.

Panorama de Caracas. Tarjeta Postal ©Archivo Fotografía Urbana

2. Ese modo posesivo de Guzmán para referirse a las obras públicas, asaz criticado por sus oponentes, revela empero la incansable preocupación del autócrata por su proyecto urbano. De este fungió como alcalde o prefecto, a la manera de Benjamín Vicuña Mackenna en Santiago de Chile, de Torcuato de Alvear en Bueno Aires, o Francisco Pereira Passos en Río de Janeiro, por mencionar los artífices de las renovaciones urbanas en las grandes capitales de Latinoamérica, durante la segunda mitad del siglo XIX. Y con estas urbes expansivas quiso Guzmán parangonar la Caracas que, al concluir la Aclamación (1886-88), apenas desbordaba el damero colonial, mientras su población no superaba los setenta mil habitantes.

Desde las carreteras regionales y las calles citadinas hasta el decorado de un teatro, tal proyecto, apoyado en la creación del Ministerio de Obras Públicas (MOP) en 1874, combinó la infraestructura y la ornamentación en tanto vertientes principales para cristalizar el progreso y la civilización. Además de preparar el camino para la Exposición Nacional de 1883, infraestructura y obras ornamentales materializaban el proyecto modernizador necesario para disminuir la brecha de Venezuela con sus vecinos latinoamericanos. En este sentido, a nivel urbano, el Ilustre Americano buscaba –como resalta John Lombardi en Venezuela. The Search of Order, the Dream of Progress (1982)– mejorar el atractivo comercial de Caracas para el capital internacional.

Souvenirs du Venezuela. Notes de voyage [Recuerdos de Venezuela, 1984], por Jenny de Tallenay (Traducción de René Durand, Fundación de Promoción Cultural de Venezuela, 1989) | Plaza Bolívar de Caracas, circa 1950: Autor desconocido ©Archivo Fotografía Urbana

3. En el mismo centro histórico de la capital, en 1874 fue renovada la antigua plaza Mayor, que hasta entonces había sido un mercado abierto, de acuerdo a la usanza hispana heredada de tiempos coloniales. La nueva plaza Bolívar fue despejada y diseñada siguiendo un patrón rond-point neobarroco, presidido por una estatua del Libertador, fundida en Múnich. Incluso la puntillosa visitante francesa Jenny de Tallenay, en Souvenirs du Venezuela. Notes de voyage (1884), hubo de que reconocer que la estatua, aunque un poco «forzada» en algunos detalles, ofrecía un aspecto «imponente». Tal como hizo notar Leszek Zawiza en Arquitectura y obras públicas en Venezuela. Siglo XIX (1989), el nuevo arreglo deslumbró a los caraqueños e inspiró un tipo vernáculo de plaza nacional, diferente de la española, la francesa y la inglesa.

Al sur de la plaza fue erigido el nuevo Capitolio de Luciano Urdaneta, incluyendo el Palacio Legislativo (1872) y el Palacio Federal (1877), donde también participaran Roberto García y Juan Hurtado Manrique. La construcción del conjunto conllevó la expropiación y expulsión de las monjas del Convento de la Concepción, según decreto presidencial del 6 de septiembre de 1872, episodio que conmocionara a la beatería caraqueña. Inspirado por la visita de Urdaneta a los edificios de la Exposición de París de 1844, según Zawisza, el Capitolio se estructuraba alrededor de un magnífico patio con una fuente semejante a una que Guzmán habría visto en la place de la Concorde. Al recibir el Palacio Federal, el Ilustre Americano dijo que este edificio representaba el comienzo de una nueva era de libertad, progreso y civilización, recordó Francisco González Guinán en Historia contemporánea de Venezuela (1909).

En la manzana siguiente, la fachada de la antigua universidad fue recreada en florido estilo neogótico, entre 1873 y 1875, por el mismo Hurtado Manrique. El arquitecto favorito del guzmanato también diseñó un museo que después pasó a ser el palacio de la Exposición; este fue bordeado por el paseo Guzmán Blanco, cuyo nombre fue dado por una estatua ecuestre del Ilustre Americano, conocida como «El Saludante». Llamado «bulevar» por los caraqueños, quienes estrenaban el vocablo del París del Segundo Imperio, el Paseo sobrepasaba a los verdaderos boulevards parisinos, al menos según las impresiones lisonjeras del colombiano Alberto Urdaneta, publicadas en “De Bogotá a Caracas” (1883).

Hacia el norte, el Presidente ordenó la construcción del Templo Masónico (1876), diseñado por Hurtado en un estilo neobarroco. Continuando con la secularización de edificios religiosos –en un empeño reminiscente de la transformación napoleónica de Sainte Geneviève en el Panthéon francés– la iglesia de La Santísima Trinidad fue convertida en Panteón Nacional (1874-76). Las obras iniciales estuvieron a cargo de los ingenieros Juián Churión y Jesús Muñoz Tébar, ministro del MOP, mientras que el arquitecto Federico Aleardi asumió las reformas de 1876; entonces fueron trasladadas al Panteón las cenizas del Padre de la Patria, nos recuerda Eduardo Arcila Farías en Historia de la Ingeniería en Venezuela (1969). La secularización edilicia continuó al sur del centro, con la sustitución de la iglesia colonial de San Pablo por el Teatro Guzmán Blanco, construido por Jesús Muñoz Tébar entre 1879 y 1881, sobre planos de Esteban Ricard. Antecediendo a los de urbes más grandes y cosmopolitas de América Latina, el después llamado teatro Municipal estaba equipado con una especie de bric-a-brac victoriano, junto a ocho escenarios diferentes, incluyendo un palacio gótico, un salón estilo Luis XIV y otro de utilería secular, nos informa Zawisza.

Basílica de Santa Ana, circa 1881: Federico Lessmann ©Archivo Fotografía Urbana

4. La reconciliación de Guzmán Blanco con la arquitectura religiosa comenzó con la basílica neoclásica de Santa Ana y Santa Teresa, finalmente inaugurada en 1881 y diseñada por Hurtado como versión criolla de La Madeleine. Pronto se convirtió en obra maestra de la arquitectura nacional, como hizo notar Rafael Seijas Cook en “Arquitectura y arquitectos venezolanos” (1936). Tal como comento en las ya mencionadas cartas a Ana Teresa, Guzmán supervisó por sí mismo la ejecución del templo, cuyo interior estaba «adornado elegantemente y provisto de sillas y reclinatorios a la moda europea», notó madame de Tallenay en su visita. Según relatara el colombiano Alirio Díaz Guerra en Diez años en Venezuela (1885-1895), el pintor Manuel Otero hubo de copiar el rostro de Guzmán como modelo para el de San Pablo, en el fresco de la cúpula; fue el mismo gobernante quien insinuó que su propia fisonomía era muy semejante a la de un antiguo lienzo del apóstol, que Guzmán decía haber visto en un museo de Londres.

El programa reconciliador con la iglesia continuó hacia el norte con la Santa Capilla, de Hurtado Manrique, la cual debía ser construida, según establecía el decreto presidencial de 1883, «a semejanza de la Santa Capilla de la ciudad de París». Los detalles decorativos de esta última, valga señalar, aparecían reproducidos en láminas del libro Architectural Sketches from the Continent (1858), de Richard Norman Shaw, el cual se encontraba en la biblioteca personal de Guzmán.

Hacia las afueras de la ciudad fue construido el matadero público por Muñoz Tébar (1875), junto a un nuevo cementerio (1876); ambas instalaciones complementadas con ordenanzas que regulaban los servicios municipales respectivos. También fue diseñado, por los hermanos Luciano y Eleazar Urdaneta, un paseo en la colina de El Calvario, inaugurado en 1873, coronado diez años más tarde por la capilla de Lourdes, de Hurtado Manrique, junto a otra estatua del Ilustre Americano. Aunque esta fue dispuesta solemnemente por el gobierno estadal como homenaje al prohombre que había enriquecido el país con «todos los progresos de la civilización», la estatua vino de Francia para ser motejada por los caraqueños como «El Manganzón».

A partir de 1886, El Calvario fue conectado con la capilla de Lourdes  mediante un viaducto de hierro, de 134 metros de longitud por ocho de ancho, obra del ingeniero norteamericano Henry Rudloff. También durante la Aclamación, cuatro nuevos puentes –encargados a Inglaterra y ensamblados en el país bajo la dirección de Urdaneta y Hurtado– señalaban las direcciones de los suburbios caraqueños; uno de estos llevaba a la residencia campestre de los Guzmán en Antímano. De esta comentaría el estadounidense Ira Nelson Morris, en With the Trade-Winds. A Jaunt in Venezuela and the West Indies (1897), que semejaba un palacio, «…adecuado para un zar o un emperador, rodeado de parques de rara belleza, y es en sí una casa grandiosa e imponente, que ofrece una apariencia única al visitante». No sabemos si el Ilustre Americano lo leería para entonces, desde su exilio parisino; pero la impresión versallesca del gringo lo habría deleitado.


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