Perspectivas

Nuestro primer dictador

26/08/2023

Domingo de Monteverde y Ribas, c.1817. Cortesía de Manuel Hernández González

Para Samuel Whitbread y James Mackintosh el peligro era inminente: devolver a España a los americanos fugados a Gibraltar, era exponerlos a la muerte. Cuando se trata de salvaguardar la vida de quienes lo solicitan, aseveraban los dos parlamentarios británicos, el principio de asilo debe anteponerse a cualquier otra consideración política. Y tal era el caso de Juan Germán Roscio, José Cortés Madariaga, Juan Paz del Castillo y Juan Pablo Ayala, cuatro americanos confinados en Ceuta que habían logrado evadirse, tomar una embarcación y marcharse a Gibraltar. Esperaban, como todos los patriotas hispanoamericanos, como el mismo Simón Bolívar lo estaba haciendo entonces en Jamaica, que el gobierno británico les diera cobijo. Pero las autoridades gibraltareñas se apegaron a la ley: eran unos penados con sentencia firme, habían aprovechado un presidio más bien suave (podían salir a la calle) para evadirse y lo legal era regresarlos, como en efecto hicieron. Whitbread y Mackintosh, como el resto de la oposición whig, en especial de sus miembros más radicales y simpatizantes de la revolución hispanoamericana, estaban espantados. ¿No era la prisión de aquellos hombres algo ilegal? ¿No estaban amparados por una capitulación cuando los capturaron y enviaron a España? ¿Es razonable mandarlos de vuelta a quienes habían incumplido su palabra y, además, ahora podrían clamar por un castigo ejemplarizante? La polémica que desataron en la prensa y el parlamento llegó a convencer al mismísimo Príncipe Regente, futuro Jorge IV. Finalmente la presión diplomática hizo que Fernando VII transigiera, y el 1° de mayo de 1816 los reos fueron liberados.

Se trata, según algunos especialistas, del primer caso de asilo en la historia venezolana, y probablemente de uno de los primeros en los que una democracia occidental genera un debate sobre el derecho de asilo para unos perseguidos de una dictadura hispanoamericana, acaso de la que inauguró todas las dictaduras en Hispanoamérica. Acabamos de terminar Los “ocho monstruos” de Monteverde. El destierro en Ceuta de dirigentes de la Primera República venezolana, de Manuel Hernández González (Gran Canaria, Ediciones Idea, 2020; hay una edición venezolana, por Bid & Co, del mismo año). Se trata de un estudio repleto de datos recogidos en archivos venezolanos y españoles, sobre el episodio de los llamados “ocho monstruos” que Domingo de Monteverde en 1812 envió presos a España (“Señor: Presento a Vuestra Majestad esos ocho monstruos, origen y raíz primitiva de todos los males de América”, escribió en su oficio; eran: Juan Germán Roscio, Juan Paz del Castillo, Juan Pablo Ayala, José Cortés Madariaga, Manuel Ruíz, José Mires, Antonio Barona y Francisco Isnardi). Aunque el tema puede parecer anecdótico, está lleno de aspectos medulares para comprender la fundación de las repúblicas hispanoamericanas, el desarrollo de España después de 1808, el Derecho y las relaciones internacionales que surgieron, o se reacomodaron entonces, así como las relaciones civiles-militares. El debate sobre el asilo es sólo uno de los aspectos que demuestran la vigencia y el alcance de lo que encerró aquel proceso de cuatro años, hasta que los “monstruos” fueron otra vez libres.

Lo mismo puede decirse de lo que temían Whitbread y Mackintosh: la ausencia de una legalidad e institucionalidad mínima. No puede decirse que tal fuera el caso de España en la metrópoli (que la prisión en Ceuta permitiera salidas y que Fernando VII atendiera los reclamos diplomáticos, indican los contrario), pero sí en Venezuela, con consecuencias que, hasta donde oteamos, trascienden la violencia política del momento y los confines de la Tierra Firme. Quien había encarcelado ilegalmente y llamado “monstruos” a súbditos rebeldes, pero amparados por una capitulación, había sido el gobierno de facto de Domingo de Monteverde (1773-1832), que ya el regente de la Real Audiencia, José Francisco Heredia, llamó sin rodeos dictadura. La primera digna de tal nombre en Venezuela –las peleas entre los conquistadores del siglo XVI al cabo fueron sometidas por la legalidad- y, también la primera, o en todo caso una de las primeras, establecidas por militares españoles, que en el siguiente siglo y medio harían muchos pronunciamientos y golpes (hay que recordar que el último intento de golpe de Estado en España fue en 1981). Hay que recordar que al cabo Rafael del Riego se pronunció en vísperas de ser enviado a América y que Baldomero Espartero fue al cabo un “ayacucho” (y uno que además peleó en Venezuela): si una herida no lo saca de la guerra antes, Monteverde pudo haber sido perfectamente un “ayacucho” e incluso uno de los superiores del joven Espartero. El ¡bochinche! ¡Bochinche! de Miranda tenía, en última instancia, como uno de sus protagonistas a Monteverde.

No es, por lo tanto, completamente exagerado decir que Monteverde con su especie de “pronunciamiento”, o con algo que se le parecía bastante, el abrió un linaje de militares-poilíticos que ha tenido, en un lado del océano, en Antonio Tejero a su último representante; y en el otro lado a la larga lista de los hombres de charretera que nos han gobernado. Veamos brevemente el contexto. El 25 de julio de 1812 la república que se había formado en Caracas un año antes, depuso las armas firmando la llamada Capitulación de San Mateo. Impopular, socavada por la crisis económica, los escándalos, algunos actos de abuso de poder y finalmente el terremoto, la mayor parte de los venezolanos concluyó que era mejor el gobierno del Rey, y así el contraataque realista emprendido en Coro, se convirtió en una marcha triunfal hacia Caracas. Nombrado in extremis Dictador y Generalísimo (comandante en jefe), Francisco de Miranda entendió que lo único sensato era buscar una acuerdo lo más favorable posible con las tropas monárquicas. Su comandante era Monteverde, oficial de la infantería de marina, que había llegado de Cuba con algunas unidades y por su graduación y formación, había sido puesto a la cabeza de las milicias corianas (y un cuerpo de milicia de Maracaibo). Monteverde aceptó respetar la integridad de los rendidos y la república concluyó con su estrepitosa derrota. Pero pronto las cosas cambiaron. Con la capitulación no vino la paz.

En efecto, Monteverde no tenía la idea de hacer lo que correspondía a un oficial profesional: tomar Caracas, desmovilizar y desarmar lo que quedara del ejército republicano y esperar órdenes, o a que llegaran las autoridades a tomar el control de la situación. Por el contrario se autoproclamó Reconquistador y desconoció a su superior, el gobernador de Maracaibo y Capitán General interino de Venezuela, Fernando Miyares. Hizo otro tanto al jurar lealtad el Rey Fernando VII siguiendo el protocolo tradicional, contraviniendo las instrucciones de las Cortes de Cádiz y poniendo en cuestión al régimen liberal. Finalmente, y después de pensarlo mucho, remató jurando la Constitución de Cádiz, pero con la decisión no aplicarla ya que, a su parecer, lo único viable para Venezuela era “la ley de la conquista”. El resultado fue un gobierno sometido a su arbitrio y el de su camarilla, formada por algunos militares muy leales, como Antonio Tíscar, Eusebio Antoñazas y Antonio Zuazola, que han pasado a la historiografía venezolana como algunos de sus peores villanos; y muchos civiles canarios y sobre todo criollos, de los que se habla bastante menos. El capítulo primero del libro Hernández González explica detalladamente el proceso de creación del “poder omnímodo”, como lo llama (pp. 7-30).

Tradicionalmente se ha calificado al período de Monteverde como “el Poder Canario” o la “Conquista Canaria”, por él ser de Tenerife y haberse rodeado por una gran cantidad de canarios. Pero es algo sólo muy parcialmente cierto. La familia Monteverde era, efectivamente, de la elite canaria (hoy la casa solariega es un sitio patrimonial de La Orotava). Pero comenzó a hacer negocios con Venezuela desde el siglo XVIII, donde hoy siguen viviendo muchos de sus descendientes, y los viajes de ida y vuelta a través del Atlántico eran comunes. Domingo de Monteverde y Ribas (tales eran sus apellidos) era primo de José Félix Ribas, a su vez tío político de Bolívar (por lo que su parentesco llegaba al mismísimo Libertador). Una sobrina-segunda suya, Elena Monteverde, se casó con Andrés Narvarte, por lo que llegó ser lo que hoy llamaríamos primera dama de Venezuela en 1835. Es decir, a diferencia de lo que se suele pensar, no se trataba de un desconocido caído como un meteoro en Venezuela, ni de una “invasión canaria”, sino de un hombre familiar y económicamente enraizado en la aristocracia caraqueña. Ello explica en parte cómo pudo hacerse tan rápido con la clavijas del poder.

Para escándalo de muchos juristas y funcionarios realistas, Cádiz en vez de sancionarlo, ratificó a Monteverde en el cargo de Capitán General de Venezuela. El regente Heredia, con bastante tino, señaló que con su acto de usurpación se había iniciado una “segunda revolución” en Venezuela, que hizo tanto o más que la del 19 de abril para acabar con la institucionalidad monárquica. Es verdad que la república había nombrado como dictador a Miranda, pero, aunque no careció de severidad con su Ley Marcial, fue en todo caso una dictadura comisoria, como las romanas, concebida dentro de un marco legal, y nunca logró ser de veras efectiva. Su completo descalabro en tres meses así lo prueba. Monteverde por el contrario fue muy exitoso subvirtiendo a las layes. Si salió del poder, fue porque tuvo que enfrentar dos invasiones al mismo tiempo, la de Simón Bolívar desde la Nueva Granada y la de Santiago Mariño desde Trinidad, que le plantearon retos militares bastante más serios que las desorganizadas y desmoralizadas fuerzas de Miranda. En la batalla de Las Trincheras un tiro le destrozó la mandíbula, desfigurándolo y dando inicio al declive de su salud. Y poniendo fin a su gobierno.

Enfermo y completamente derrotado por Bolívar y por Mariño, Monteverde regresó a España, donde fue tratado como héroe y se le dio la Orden Isabel La Católica. Pero ya su lógica estaba sembrada: Mariño y Bolívar fueron también militares exitosos que iniciaron gobiernos de facto y, al menos en principio, sin contrapesos. La Guerra a Muerte sigue justificándose como respuesta a las políticas de Monteverde. Remataron la faena de la desinstitucionalización José Tomás Boves, que en realidad no gobernó porque un lanzazo lo sacó rápido del juego, y la ocupación militar de Pablo Morillo, más apegado a las leyes, pero que en definitiva era un general que estaba por encima del Capitán General de Venezuela (que, además, era uno de sus oficiales, Salvador de Moxó) y del Virrey de Santa Fe (otro militar exitoso, Juan de Sámano). El orden colonial había colapsado y nacía otro en el que los hombres de armas, bien sea caudillos u oficiales de carrera, se imponían a la sociedad. No es un dato menor que juristas como Heredia o Andrés Level de Goda, se hayan enfrentado tanto Monteverde, como Boves y Morillo.

Volvamos al caso de los “ocho monstruos”. De las muchas cosas que se saltó Monteverde, la capitulación es de las más famosas. No respetó la integridad de casi ninguno de los rendidos. Como dijo en el caso de los “ocho monstruos”, lo hizo dispensando “otras ritualidades legales incompatibles en el día con las circunstancias críticas del país, con el peligro en que se haya con la escasez de letrados, que serían necesarios para la formación de las causas” (citado por Hernández González, p.62). Alegó que en Caracas sólo había dos abogados de su confianza (lo que parece comparecerse con la realidad). Monteverde los llamó monstruos, lo que según la edición del Diccionario de la Real Academia 1803 correspondía a un “parto, o producción contra el orden regular de la naturaleza”, cosa que tenía sentido en el visor de la época: rebelarse contra el Rey lo era para el pensamiento tradicional, de allí que el terremoto del 26 de marzo de 1812 fuera visto como un castigo de Dios y aquello de “si la naturaleza se opone…”, presentado por el gran propagandista realista, José Domingo Díaz, como una prueba de cuán salido de sus cabales estaba Bolívar. En cualquier caso, justificado o no, hasta Monteverde admitía la ruptura del orden jurídico. No era lo ideal, pero sí lo necesario, concluía, “por la seguridad y conservación de estos dominios a la Nación y a Su Majestad” (p. 61).

De ese modo encarceló a cuantos pudo y confiscó (“secuestró”, como se decía entonces) sus bienes, cuya administración en manos de los vencederos muchas veces se convirtió en simple rapiña que enriqueció a algunos (sabemos que al menos Tíscar le mandó dinero, ropa y zapatos a su familia en España, porque la carga iba junto a los “ocho monstruos”). Los casos de Miranda, que por decisión suya inició el camino de presidios que lo llevó a La Carraca; y el de los “ocho monstruos”, son los más famosos. Otro, que no deja de generar polémica, es el de Simón Bolívar, a quien le permite salir del país, según explicó después, por su papel en la captura de Miranda (en su informe al gobierno del 26 de agosto de 1812), pero según indican otras fuentes, probablemente por su parentesco con los Ribas (Hernández González desarrolla esta tesis en las páginas 66 y ss.). De un modo u otro, y cualesquiera que hayan sido las razones de Monteverde, el hecho es que esta vez sus cálculos les salieron mal: Bolívar se pronto convirtió en un telentosísimo jefe militar y político, que se encargaría de echarlo de Caracas. Que se sepa, nunca mencionó su relación con Monteverde ni hizo comentario alguno de la captura de Miranda, que sigue siendo un motivo de interminables discusiones.

Manuel Hernández González es catedrático de la Universidad de La Laguna, en Tenerife, y tiene más de sesenta (sí, ¡sesenta!) libros publicados sobre la emigración canaria a América y, como es comprensible para quien estudie este fenómeno, la historia de los principales destinos de la misma: Venezuela, Cuba y República Dominicana. Esto lo ha convertido en un respetado venezolanista, miembro correspondiente de la Academia Nacional de la Historia. Su trabajo Los canarios en la Venezuela colonial, (1670-1810) es una fuente extraordinaria de noticias; y de allí ha avanzado hacia otros temas venezolanos, como el muy útil Los canarios en la independencia de Venezuela, El vendaval de la revolución: la tragedia vital del ingeniero venezolano Pozo y Sucre (1740-1819), Francisco de Miranda y su ruptura con España, Francisco de Miranda y Canarias y La guerra a muerte. Bolívar y la campaña admirable (1813-1814). De Cuba, Canarias y República Dominicana tiene tantos otros libros. Son estudios que hay que atender (el autor se esfuerza por hacer ediciones en Venezuela para que sean más fáciles de conseguir en el país, o de al menos mandar ejemplares a las bibliotecas venezolanas).

No puede cerrarse esta nota sin resaltar otro aporte, no menor, del libro: en sus búsquedas por archivos, bibliotecas y otros fondos en España y Venezuela, Hernández González dio en Canarias con un retrato de Monteverde que conservó su familia. Hasta ahora no teníamos idea de cómo era. Ilustradores de manuales escolares y otras publicaciones lo habían imaginado de un modo u otro, ahora sabemos que de forma muy desencaminada. El retrato debe ser 1817, cuando, de regreso a España, se le entrega la Orden de Isabel La Católica. Marcial, de perfil, mirando a la izquierda, por lo que suponemos que suponemos que la mitad de la quijada que perdió fue la derecha, tenemos al hombre de mediana edad, con calvicie incipiente y un poco disimulada con el corte césar que Napoleón había vuelto a poner de moda; uniforme de la infantería de marina y orden de Isabel La Católica en el pecho. Así, gracias al libro de Hernández González no sólo sabemos más cómo se desmontó la institucionalidad hispana y se sembró la tradición dictatorial a ambos lados del Atlántico, sino también cómo se veía nuestro primer dictador.


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