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En la entrega #48 de la serie “Apuntes sobre el fotolibro” compartimos el texto del investigador Ariel Jimenez, sobre La Margarita. La publicación, de Alfredo Boulton, fue editado en 1952 por Seix Barral (Barcelona), y reeditado en 1981 por Macanao Ediciones.
La Margarita (1952) de Alfredo Boulton, es más que un simple fotolibro. Es uno de esos gestos de afirmación que, en casi todos si no en todos los países americanos, supuso la creación de un mito fundacional de pureza y virginidad sobre el que vendría luego a erigirse una realidad nueva: el mundo moderno. Baste recordar el rol que jugaron en Quebec el imaginario de un paisaje de inviernos glaciales, de bosques inmensos y tierras tan rudas como puras; la paisajística de la Escuela del Hudson en los Estados Unidos, donde la pureza del escenario americano presagia la grandeza de la nación que en él se construye; la imagen ruda y solitaria del gaucho en las pampas argentinas y, entre nosotros, la idea de una naturaleza majestuosa y abundante, tan virginal como sus habitantes; seres desnudos y sin malicia.
En América, pues, aunque con variables locales que sin duda conviene estudiar, la construcción de un ideario moderno exigió –de forma casi sistemática– la preexistencia de un mundo originario, rústico y puro, que la arquitectura, la literatura, la pintura y la fotografía materializarían en algunas de sus mejores realizaciones. De allí que casi todas las construcciones emblemáticas de la modernidad venezolana incluyan en su estructura simbólica, y como una condición primera, la presencia de ese horizonte edénico. ¿Qué otro rol juegan El mito de Amalivaca, de César Rengifo, justo en las bases de las torres gemelas de El silencio, el bimural vegetal de Abel Vallmitjana en hall principal del Hotel Humboldt, y los jardines de exuberancia tropical en los que Carlos Raúl Villanueva inscribió los edificios de la Universidad Central de Venezuela?
Lo mismo hará Alfredo Boulton en La Margarita, cuando decide “presentar su gente y su paisaje”, “fijar la luz y la desnuda semblanza de la isla afortunada”, en medio de un juego entre texto e imagen fotográfica donde ella no solo precede al texto, sino que dicta las pautas de lo que debe ser dicho. Porque no hay duda de que el rol protagónico de la fotografía en su diálogo constante con el texto, hacen de La Margarita un verdadero fotolibro; esto es, uno donde la fotografía constituye el eje mayor del discurso que se despliega en su interior, como más tarde los harían John Lange y Barbara Brändli en su Sistema nervioso, de 1975. Boulton venía de publicar sus Imágenes del Occidente venezolano, un libro con el que había iniciado un proyecto a escala nacional y donde, como Rómulo Gallegos en la literatura, se proponía dar cuenta de las principales zonas geográficas y culturales de la nación. La Margarita sería el segundo tomo de este plan general y el primero, también, donde el relato histórico comienza a cobrar una importancia que rivaliza con la imagen, sin imponérsele.
“Estas son sus imágenes,” escribe Boulton al inicio de libro, “y algunas palabras de su larga historia,” con lo que deja muy claro donde reside su eje rector: en la imagen. El texto, por su parte, tiene como función determinar las características básicas de la isla y de sus habitantes, esas mismas que el lente capta y que en el último capítulo –Las faenas del mar– se expresan en presente. La trama del texto podría resumirse así: antes de que llegara a sus tierras el Almirante Mayor del Mar Océano, “la cultura insular prehispánica era de muy reducida significación […] Algunos de sus pobladores fueron caribes, otros arauacos y se cree que estaban emparentados con los guaraúnos. Los caribes en su invasión al norte […] azotarían las recias y pequeñas concentraciones, que vivían dentro de una relativa mansedumbre, pescando el mejor pescado del mundo y adornando el cuerpo de sus mujeres con pequeñas cuantas blancas […] El agua fresca que bajaba de las espesas montañas y la comida fácil del mar, han debido influir para hacer del guaiquerí un hombre apegado a su isla.” A esa gente buena y mansa, que vivía en un verdadero paraíso terrenal, la violencia de los conquistadores le impondría otras razas: “Lentamente el barbudo conquistador y el negro de Guinea se unieron a la erguida guaiquerí y de esa mezcla nació una bien definida y amalgamada gente, terrible en su guerra y alegre y buena en la paz.” Esa sería la gente que, al terminar las guerras de la independencia, conformarían la población margariteña: una isla afortunada “donde el tiempo parece haber detenido su paso,” y cuyas características se propuso captar con la cámara. Todo lector cuidadoso podrá darse cuenta del trabajo que hace de esos pobladores y del paisaje donde viven, una verdadera construcción simbólica destinada a proveerle a la Venezuela moderna el lecho de virginidad que necesitaba, y que buscó y consiguió como lo hicieron todas las demás naciones del continente.
La Margarita es un libro que se lee con placer, y si el lector se deja llevar por el juego relativamente laxo de la imagen y del texto, sin recurrir a las leyendas que el autor colocó al final, su imaginación podrá fluctuar en un ir y venir de la imagen al texto y de este a la imagen que casi parece reproducir el vaivén de las olas y del mar. Solo al final, cuando el tiempo del autor y el de los margariteños coinciden en el presente de la toma fotográfica, texto e imagen se acompasan y nos cuentan una historia de grata sencillez.
Pero La Margarita tiene un valor suplementario que hace de él más que un libro típico de la modernidad americana, y de Boulton más que un autor simplemente moderno. Para detectarlo, no obstante, hay que remitirse a su segunda edición (1981), donde el autor lo reproduce en su integralidad, con algunos cambios menores en las imágenes, y agrega una nueva introducción. Y allí, en esa nota introductoria, deja constancia de los factores que están alterando esa pureza primera: “Así, por su condición de isla, Margarita retenía un especial encanto de tierra mágica que se manifestaba principalmente en el ánimo de su gente”, y deja ver, además, una “nostalgia mezcla de ira y de indignación por todo lo que no hemos querido aprender de cómo puede todo cambiar; de cómo se destruye la belleza de un lugar cuando se le da más valor al lucro que a la innata armonía de un pueblo.”
Con ello, Boulton cuenta entre los pocos autores modernos que supieron ver, también, los desaciertos del progreso, hablándole a las generaciones más jóvenes en el tono desencantado de un pensamiento ciertamente post-moderno, por no decir contemporáneo.
Ariel Jiménez
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