Perspectivas

Nosotros los representantes: Venezuela y el nacimiento de su régimen representativo (1810-1830)

14/03/2021

Firma del acta de independencia de Venezuela. Martín Tovar y Tovar. 1876

Un problema de dos siglos, a modo de introducción

Venezuela, como Estado, nació de una crisis de representatividad. Aunque fueron muchas las variables que desataron su proceso de independencia y el establecimiento de su Estado-nación, el detonante inmediato estuvo en la necesidad de dar respuesta al colapso institucional que sufrió España en 1808. La abdicación de dos reyes, que mutuamente se entregaron y quitaron la corona entre sí, y la entrega inconsulta de la soberanía a un tercero, no pudo menos que demoler la legitimidad de todos los involucrados. Aquello, que a primera vista parecía una tragedia o una farsa (tenía de las dos cosas), obligó a los pueblos buscar otra forma de legitimidad. Al principio, dentro de los mismos parámetros legales e institucionales en los que se venían actuando desde hace siglos, pero muy pronto rompiendo en mayor o menor medida con todo, o al menos mucho, de lo anterior. Lo aparatoso de las abdicaciones demostraba que el problema no era que un rey determinado fuera, o no, legítimo. Sino que toda la institución de la Corona estaba carcomida y que era necesario reformarla, o suprimirla. La Constitución de Bayona y las Cortes de Cádiz fueron las dos respuestas más importantes que se dieron en España. En América se hizo otro tanto, estableciéndose congresos y redactando constituciones en toda la región, bien para reformar la monarquía o bien para suprimirla.

En este contexto, el Congreso reunido en Caracas en 1811 fue el primero en llevar las cosas lo más lejos posible: declarar rotos los vínculos con la Corona española, crear un Estado propio y adoptar una forma republicana. En su famoso y muy influyente estudio sobre la crisis del mundo hispánico a inicios del siglo XIX, François-Xavier Guerra, afirmó que el proceso consistió en gran medida en la asunción de la modernidad política a ambos lados del océano, con todo lo que eso conllevó[1]. El caso venezolano lo confirma. Abandonar la idea de representatividad tradicional y asumir la moderna, es uno de los legados más importantes e influyentes de todo lo que se hizo en aquellos días.

El Congreso reunido en Caracas para buscar una salida a la crisis, consideró que ni la seguidilla de abdicaciones escenificada por Carlos IV y Fernando VII, ni la entrega de la corona a José I, se ajustaban a derecho. Sobre todo la entrega de la corona a José Bonaparte, que se hizo sin consultar a los súbditos. En consecuencia, concluyeron los diputados, el pacto con la Corona española se había roto. No es que ellos inicialmente habían decidido separarse: es que los reyes habían abandonado la cancha y dejado en su lugar a un impostor. En consecuencia:

nosotros, los Representantes de las Provincias unidas de Caracas, Cumaná, Barinas, Margarita, Barcelona, Mérida y Trujillo, que forman la Confederación Americana de Venezuela en el Continente Meridional, reunidos en Congreso, y consiguiendo la plena y absoluta posesión de nuestros derechos, que recobramos justa y legítimamente desde el 19 de abril de 1810, en consecuencia de la Jornada de Bayona y la ocupación del Trono español por la conquista y sucesión de otra nueva dinastía constituida sin nuestro consentimiento[2].

José Bonaparte y su grupo son “los intrusos gobiernos que se abrogaron la representación nacional”. Y al no haber gobierno legítimo en la metrópoli quedamos “independientes de toda forma de gobierno de la península de España”[3]. Los siguientes veintidós años de guerra demuestran cuán complicado fue convencer de estas conclusiones a buena parte de los venezolanos, y acaso los siguientes doscientos años son una prueba de lo difícil que ha sido ponerla en práctica cuando finalmente se logra imponerla política y militarmente. Pero el punto es que, con los avances y retrocesos, con los cambios que en dos siglos se operan en las ideas y lenguajes políticos, con lo mucho que queda por hacer, una cosa quedó en firme de todo lo proclamado por aquellos diputados de 1811: en última instancia la soberanía descansa en el pueblo y que éste la ejerce a través del voto.

En las siguientes páginas se presentará un resumen bastante apretado del surgimiento de esta idea de representación. Debido a la amplitud del tema, no se puede más que hacer el panorama de este momento inicial, y señalar las sendas por las que se proyecta al futuro. En este sentido, el presente texto debe leerse como tan sólo la puerta para lo que pudiera ser una indagación más amplia. Por eso se han consignado a pie de página las referencias de obras, muchas de ellas al alcance en la Internet, en las que los interesados podrán profundizar.

De la representación tradicional a la moderna

Volvamos a la tesis de François-Xavier Guerra. ¿De qué estamos hablando exactamente cuando nos referimos a modernidad política? Como siempre en estos casos, se trata de una categoría compleja, pero Guerra se detiene en un aspecto clave: se trata de una forma de representación no corporativa, sino basada en una idea de pueblo concebido como un conjunto de individuos libres. Los diputados de 1811 no representaban a corporaciones, sino a circunscripciones definidas por el número de estos individuos. No obstante, aún tienen un pie en cada una de las concepciones, lo que nos dibuja bien el desplazamiento que hicieron. Cuando afirmaban que el pacto con el Rey se había roto debido al incumplimiento de su parte, estaban en la forma tradicional de representación en el mundo hispano. En ella, para que el Rey lo fuera, debía recibir el juramento del pueblo, que en última instancia era el depositario de la soberanía. Este juramento marcaba un pacto en el que el pueblo delegaba esta soberanía en el Rey. A esto se le llama usualmente pactismo.

El pacto se solemnizaba en un acto llamado la Jura, en el que los representantes del pueblo simbólicamente delegaban la soberanía en el monarca. El punto es que esos representantes no eran unos funcionarios electos por votación general, sino los miembros de una corporación, el Cabildo. Ella era la legítima representación del pueblo, y la que por tal le concedía legitimidad al Rey. Eso explica por qué los caraqueños (y los santafereños, y los santiaguinos y los bonaerenses) podían considerar ilegítimo a José I: si ellos no habían pactado con él, no era legítimo que quisiera gobernar como Rey de España. Ahora bien, ¿quiénes formaban el Cabildo? Cada localidad era una república, en sentido clásico, que podía ser república de españoles o república de indios, y en ella los Padres de Familia reunidos en asamblea elegían un Cabildo. El Pueblo no estaba formado por todos los habitantes, sino sólo por los Padres de Familia, es decir los hombres con parentela y propiedades. El resto era la multitud o multitud promiscual, en lo que básicamente también se estaba siguiendo al modelo grecorromano[4].

En la Jura el Rey estaba representado por el Pendón Real. No es fortuito que hasta el día de hoy Caracas siga usándola como bandera de la ciudad (aunque sustituyendo las armas reales por el escudo de Santiago de León de Caracas). Eso se debe a varias razones, pero en gran medida al lugar que ocupó el Cabildo de Caracas cuando en 1810 organizó una Junta para atender la emergencia del vacío de poder en España. Escapa de los límites de este trabajo determinar qué tanto tuvo esto de excusa, para después seguir hacia la independencia (aunque todo indica que buena parte de los promotores tenían eso en mente); o qué tan cierto era el vacío del poder. El hecho es que el Cabildo de Caracas encabezó la formación de una Junta ante la acefalía por la prisión de Fernando VII y la ilegitimidad de José I, a quien pública y ruidosamente rechazó la ciudad en un tumulto en julio de 1808. Esta Junta asumió el nombre de Junta Suprema conservadora de los derechos de Fernando VII, y comenzó a gobernar en su nombre. Incluso asumió la atribución de Alteza, y había que referirse a ella como Su Alteza. Una vez más, se seguía el camino típico hispano de las otras Juntas que se formaron en España y América, pero demuestra de qué es lo que se estaba tratando: de hacer, ante la ausencia del Rey, lo que antes él hacía[5].

Hasta este momento, el problema de la representatividad se estaba cubriendo según los canales legales e institucionales del Antiguo Régimen. Podía haber discusión sobre si había o no vacío de poder en España (Maracaibo y Guayana opinaron que no era así, dando inicio a una guerra civil “contra Caracas”), pero en cuanto a lo que se debía hacer en el caso en el que lo hubiere, no había mayor discusión. Pero esto cambia muy rápido, tanto en Venezuela como en España. Es ahí donde los hechos dan un viraje. Muchos de quienes actuaban así sólo seguían las normas y tradiciones, pero ya pensaban en forma distinta. Su idea de cómo debía elegirse la representación del pueblo, incluso de pueblo mismo, ya era la moderna. Y ellos son, a ambos lados del Océano, los que terminan de tomar el control del movimiento juntista.

Para resumirlo: cuando la Junta Suprema convocó a elecciones para que se reúna un Congreso, que a su vez decidiera qué hacer en medio de la acefalía, marcó un punto de inflexión. Uno que literalmente demolió la representatividad tradicional[6]. El Reglamento para la elección y reunión de diputados que han de componer el cuerpo conservador de los Derechos del Señor Don Fernando VII en las provincias de Venezuela, redactado en 1810 por Juan Germán Roscio para las elecciones que se realizaron en octubre del mismo año, acaba con la representación corporativa y la sustituye por la suma de los individuos con derecho al voto, indistintamente de su casta, estado y corporación a la que pertenecieren. Pocas cosas han sido más revolucionarias en la historia venezolana[7].

De tal modo que si los diputados consideraban que el Rey había roto el pacto según los criterios de la representatividad tradicional, cuando alegan ejercer la “augusta representación” del pueblo venezolano, ya lo hacían con base en la representatividad moderna.

Entre la anarquía y la tiranía, o las tribulaciones de la representación

A quince años y casi cinco mil kilómetros del Congreso venezolano de 1811, era mucha la experiencia con la que podía contar el que se reunía en Chuquisaca para acordar los destinos del Alto Perú. El tiempo y los territorios que separaban a ambos congresos habían impreso cambios muy profundos. Una vez más se reunían unos diputados para afirmar que un pueblo determinado era una nación y crear así un nuevo Estado, pero ya el “miserable Rey Fernando VII” (así lo leemos en el acta de independencia boliviana), era un tema menor, en comparación con los más urgentes de determinar si se integraban a Perú, seguían unidos al Río de la Plata o tomaban un camino independiente. Se escogió lo último, poniéndosele al país el nombre de Simón Bolívar, Bolivia, y designando al Libertador como su Presidente y Protector.

Aunque Bolívar declinó los honores, dejando el espacio a Antonio José de Sucre, sí aprovechó la oportunidad para ensayar en ella las ideas constitucionales en las que venía pensando desde, al menos, un lustro atrás. La anarquía venezolana, con su guerra social y racial; las dificultades para constituir a la República de Colombia (convencionalmente conocida como Gran Colombia), la situación también anárquica del Perú: todo había hecho de Bolívar un hombre que buscaba desesperadamente el orden, aunque sin renunciar por eso a desencadenar profundas transformaciones revolucionarias. Una combinación muy complicada, que en su momento se le escapó de las manos, y que en la posteridad ha hecho al pensamiento bolivariano tan dúctil para ser asumido por todos los movimientos, desde la extrema izquierda hasta el conservadurismo, tomando cada uno lo que mejor le convenga.

No es de extrañar que su famoso proyecto de constitución resultó controvertido para todos. A algunos la presidencia vitalicia, casi calcada de la corona británica, era demasiado aristocratizante. A otros les pareció la abolición de la esclavitud y la extensión del derecho el voto a casi todos los varones, un extremo de radicalismo. Pero es el resultado de la búsqueda de un punto medio, que el mismo Libertador explica en su también muy famoso discurso al Congreso Constituyente de Bolivia:

¡Legisladores! Vuestro deber os llama a resistir el choque de dos monstruosos enemigos que recíprocamente se combaten, y ambos os atacarán a la vez: la tiranía y la anarquía forman un inmenso océano de opresión, que rodea a una pequeña isla de libertad, embatida perpetuamente por la violencia de las olas y de los huracanes, que la arrastran sin cesar a sumergirla. Mirad el mar que vais a surcar con una frágil barca, cuyo piloto es tan inexperto[8].

A lo largo de los siguientes dos siglos, los legisladores del mundo hispano han tenido que enfrentarse a los dos monstruos de la anarquía y la tiranía. Es el mar proceloso –siguiendo con las metáforas de Bolívar- por donde lleva navegando la representación moderna desde que en Caracas se impuso por primera vez. Incluso pareciera que la crisis de legitimidad de 1808 no pudo resolverse, al menos en lo fundamental, hasta la primera mitad del siglo XX (aunque con coletazos muy posteriores en muchas partes). En Venezuela fue un desastre en los primeros años (y en los siguientes lo ha sido a veces, o se ha aproximado a ello en muchos casos). Al Congreso de 1811-12 y su débil Ejecutivo, siguieron seis dictaduras en tres años. Eso debe ser algún tipo de récord mundial. Veamos: la dictadura comisoria que recibe Francisco de Miranda por parte del mismo Congreso en 1812, la que en la práctica implanta Domingo Monteverde entre 1812 y 1813, las de Simón Bolívar en el Occidente del país (Estado de Venezuela) y Santiago Mariño en el Oriente (Estado de Oriente), entre 1813-1814; la muy breve que impone José Tomás Boves en 1814, junto a la igualmente breve de Manuel Piar y José Félix Ribas en ese mismo año.

Se pueden hablar de otros casos, o discutir si lo de Piar y Ribas llegó a ser realmente un gobierno, o si al Bolívar de 1813 se le puede definir como dictador. Pero no se puede eludir el hecho de que, en cualquier caso, entre golpes (de Monteverde y Boves a sus capitanes generales en el bando realista; de Piar y Ribas a Mariño y Bolívar; y en alguna medida de los jóvenes oficiales a Miranda) y violencia generalizada (guerras, saqueos, masacres), la nueva representación dejó de existir en la práctica, casi tan aparatosamente como le había pasado con la tradicional, y en su lugar aparece la figura militar exitosa que se lo lleva todo. Las historias de toda Hispanoamérica y de España hasta entrado el siglo XX demuestran lo hondo que se afianzaron estas raíces. Por eso Bolívar sabía bastante bien de qué estaba hablando cuando decía aquello de la tiranía y la anarquía, como lo sabía Miranda cuando profirió su apotegma de ¡bochinche, bochinche! ¡Esta gente no sabe hacer sino bochinche!

Pero, y este es un dato importante, el bochinche, la tiranía y la anarquía no significaron que los republicanos dejaran de sentir que se necesitaba algo más que las armas para ser legítimo. Está desencaminado quien crea que por el pretorianismo y el caudillismo que se iniciaron entonces, los hispanoamericanos no le damos ninguna importancia a la representación. La búsqueda de la legitimidad, siempre ha acompañado a los caudillos y a los pretores, a veces como simple tapadera, o a veces de forma legítima. La sola necesidad de montar un congreso y convocar a unas elecciones como mamparas, demuestra que algún poder, siquiera simbólico, tienen. La Dictadura de Miranda sale de este grupo, porque fue comisoria, nombrada por el Congreso, según lo estipulado por las leyes. En su condición de Dictador, prefirió dejar las cosas como estaban y firmó una capitulación con Domingo Monteverde, que era jefe de los ejércitos del Rey que desde Maracaibo y Coro avanzaron contra la República. Se trataba de una paz honrosa, que respetaría vida y bienes, pero Monteverde incumplió, como en realidad incumplió todo lo demás: no respetó la autoridad de sus superiores, no puso en práctica la Constitución de Cádiz, se declaró a sí mismo Capitán General y decidió gobernar por lo que llamó la “Ley de la Conquista”, es decir, con poderes extra-constitucionales que no se basaban en nada distinto que en sus armas. De modo que el inicio real de la saga de los dictadores en Venezuela debe colocarse en Monteverde.

Pues bien, esta situación fue el argumento con el que Simón Bolívar invadió Venezuela desde la Nueva Granada en 1813. Su misión era de volver a reunir el Congreso y restablecer así la legitimidad. Al no poder hacerlo, porque los diputados estaban presos, en el exilio o muertos, entonces comenzó a gobernar de facto. Era un problema legal que él comprendió muy rápido. Ni había sido electo por nadie, ni era siquiera un ciudadano venezolano (se había nacionalizado neogranadino), ni dirigía, en sentido estricto, un ejército del país, sino de las Provincias Unidas de la Nueva Granada. ¿Cómo darle aunque sea una apariencia de legitimidad a aquello? No prosperó la propuesta de que se declarara sucesor de la Dictadura de Miranda, cuya extinción quedó nula al incumplir Monteverde la capitulación. Al final, con el país otra vez encendido de rebeliones pro-monárquicas, en enero de 1814 Bolívar reunirá una Asamblea en Caracas, cuya representatividad nunca ha estado muy clara, para que ella le otorgara poderes especiales.

De ese modo los realistas pudieron llamar a Bolívar tirano, de la misma manera que los patriotas llamaron tirano a Monteverde. Pero era sólo el inicio del torbellino. En pocos meses José Tomás Boves acabó con los Estados de Venezuela y de Oriente (el país se había dividido en dos) a la cabeza de una insurrección popular, entró en Caracas y tomó providencias sin hacerle ningún caso al Capitán General enviado desde España Juan Manuel Cajigal. Así encontramos una vez más gobiernos de facto en ambos bandos. Derrotados Bolívar y Mariño, son desconocidos por sus subalternos Ribas y Piar, y enviados al exilio. Ribas enfrenta a Boves. Éste muere en batalla, pero Ribas es derrotado, capturado y ejecutado. Ese es el panorama con el que se encuentra en 1815 Pablo Morillo, cuando llega de España con un ejército que tenía el objetivo de poner orden tanto entre los patriotas como entre los realistas. Es prolijo hablar de todas las peripecias que intentan los rebeldes republicanos para reorganizar la república, pero tan rápido como en 1816 sus guerrillas toman bastante forma en el Oriente, y un año después logran tomar toda Guayana después de una sucesión de éxitos militares, sobre todo de Manuel Piar. Es el punto al que queremos llegar: ¿qué fue lo primero en lo que pensaron? En reorganizar la república a través de la convocatoria de Congresos. El dato no es menor para entender su papel otorgando legitimidad.

El Congreso de Cariaco –despectivamente llamado por la tradición bolivariana Congresillo de Cariaco– de 1817, en parte quiso reconducir la institucionalidad de 1812, y en parte fue una movida para aminorar el poder de Bolívar, incorporándolo a un triunvirato con Mariño (es decir, los líderes orientales) y el P. José Cortés Madariaga, que más o menos era un vínculo directo con el primer Congreso. Pero Bolívar, casi mejor en la política que en el campo de batalla, supo moverse bien: sus militares leales desconocieron este Congreso como una usurpación (¡otra más!), logrando que se autodisolviera, en tanto él convocó a elecciones para reunir otro congreso, el de Angostura, que se reúne en 1819. Era una maniobra que mataba las aspiraciones de Mariño de compartir el poder, y que volvió a poner en cuestión el tema de la legitimidad. Los comicios de los que salieron sus diputados no dejaron de ser polémicos. Realizados fundamentalmente en los cuarteles, debido a que la mayor parte del país seguía en manos realistas[9], produjeron el más importante documento realista del período: el Manifiesto de las Provincias de Venezuela a todas las naciones civilizadas de Europa, fechado en Caracas el 6 de abril de 1819, y traducido al inglés y al francés. Es básicamente la respuesta de la representatividad tradicional, expresada en los Ayuntamientos de las ciudades de españoles y de indios del país en manos realistas, a la representatividad moderna que de algún modo se estaba llevando a cabo en Angostura. Los auténticos representantes del pueblo, alegaban, eran ellos, y se mantenían leales al Rey[10]. Lo de Angostura les resultaba una farsa sólo para entronizar a Bolívar.

El Manifiesto no discute si las elecciones fueron limpias y competitivas. Para el Manifiesto el problema era la idea en sí de representación que encarnaba. Para estos venezolanos –y eran muchos- las conclusiones de los diputados de 1811 no eran las correctas. La representación era corporativa y si algún congreso hubiere de reunirse, tendría que ser el de los cabildos, o en todo caso los delegados que estos nombraran. Si no hubiera otras pruebas para confirmar hasta qué punto el quid de la disputa de la independencia estaba en lo institucional este documento sobraría para probarlo.

El Segundo Congreso de Venezuela y la República de Colombia

El Segundo Congreso de Venezuela o Congreso de Angostura, corrió con mucha mejor fortuna que el primero. Básicamente le tocó asistir al momento en el que la guerra dio un viraje hacia la victoria republicana. Eso borró en lo inmediato el tema de la legitimidad de su representación que enarbolaron los realistas, las dudas por las elecciones en los cuarteles, el hecho de que hubiera diputados por circunscripciones donde no podían hacerse comicios o, hecho notable que el Manifiesto no señaló: que siendo el Congreso de Venezuela, tuviera diputados por Casanare, una provincia de Nueva Granada. E incluso más: que en unos meses decretara a toda la Nueva Granada bajo la administración del Congreso venezolano, la disolviera, autodisolviera a Venezuela y declarara una nueva república, Colombia, la hoy conocida como Gran Colombia.

Sin duda, el enorme éxito de la batalla de Boyacá y la captura de Santa Fe y todo el centro de la Nueva Granada, permitió ajustes tan audaces. Leemos en la Ley Fundamental de Colombia promulgada el 17 de diciembre de 1819:

El Soberano Congreso de Venezuela, a cuya autoridad han querido voluntariamente sujetarse los pueblos de la Nueva Granada, recientemente libertados por las armas de la República, y considerando:

  1. Que reunidas en una sola República las provincias de Venezuela y de la Nueva Granadatienen todas las proporciones y medios de elevarse al más alto grado de poder y prosperidad;
  2. Que constituidas en Repúblicas separadas, por más estrechos que sean los lazos que las unan, bien lejos de aprovechar tantas ventajas, llegaría difícilmente a consolidar y hacer respetar su Soberanía;
  3. Que estas verdades altamente penetradas por todos los hombres de talentos superiores y de un ilustrado patriotismo habían movido los Gobiernos de las dos Repúblicas a convenir en su reunión, que las vicisitudes de la guerra impidieron verificar.

Por todas estas consideraciones de necesidad y de interés recíproco y con arreglo al informe de una Comisión Especial de Diputados de la Nueva Granada y de Venezuela, en el nombre y bajo los auspicios del Ser Supremo, ha decretado y decreta la siguiente Ley Fundamental de la República de Colombia:

Artículo 1.- Las Repúblicas de Venezuela y la Nueva Granada quedan desde este día reunidas en una sola bajo el título glorioso de República de Colombia.

El Soberano Congreso de Venezuela, a cuya autoridad han querido voluntariamente sujetarse los pueblos de la Nueva Granada, recientemente libertados por las armas de la República, y considerando:

  1. Que reunidas en una sola República las provincias de Venezuela y de la Nueva Granadatienen todas las proporciones y medios de elevarse al más alto grado de poder y prosperidad;
  2. Que constituidas en Repúblicas separadas, por más estrechos que sean los lazos que las unan, bien lejos de aprovechar tantas ventajas, llegaría difícilmente a consolidar y hacer respetar su Soberanía;
  3. Que estas verdades altamente penetradas por todos los hombres de talentos superiores y de un ilustrado patriotismo habían movido los Gobiernos de las dos Repúblicas a convenir en su reunión, que las vicisitudes de la guerra impidieron verificar.

Por todas estas consideraciones de necesidad y de interés recíproco y con arreglo al informe de una Comisión Especial de Diputados de la Nueva Granada y de Venezuela, en el nombre y bajo los auspicios del Ser Supremo, ha decretado y decreta la siguiente Ley Fundamental de la República de Colombia:

Artículo 1.- Las Repúblicas de Venezuela y la Nueva Granada quedan desde este día reunidas en una sola bajo el título glorioso de República de Colombia[11].

Ya en 1813 Bolívar había propuesto la convocatoria a un Congreso que integrase a representantes de Venezuela y la Nueva Granada. Aunque el hecho de que fuera ciudadano neogranadino y muy exitoso oficial de las Provincias Unidas en la guerra civil pudo haber operado en esto, la verdad es que la idea de algún tipo de confederación ya había sido planteada por las juntas de Caracas y Bogotá. De hecho, lo que pudiera llamarse como el primer acuerdo internacional de Venezuela, fue el Tratado de Alianza y Federación entre los Estados de Cundinamarca y Venezuela, del 28 de mayo de 1810. Según este tratado, Venezuela y Cundinamarca quedan como Co-Estados como “miembros de un mismo cuerpo político”, una Confederación General en la que tendrían derechos similares, y a la que se esperaba se integraran Popayán, Quito y Cartagena[12].

El proyecto no pudo llevarse a cabo por la rápida caída de la república venezolana y la guerra civil neogranadina. Incluso Cartagena propuso por su parte otra confederación con Caracas, pero ahora excluyendo a Cundinamarca, con la que estaba en guerra[13]. En última instancia no se estaba más que reviviendo al viejo Virreinato, con cuyas provincias más orientales se había creado la Capitanía General de Venezuela tres décadas antes. Del mismo modo, en Madrid se había llegado a una conclusión similar, cuando la expedición de Morillo puso a Venezuela y a la Nueva Granada bajo su comando (aunque en lo civil se nombraron respectivamente un Capitán General y un Virrey).

Pero como había cosas que unían, otras actuaban en sentido contrario. El problema intrínseco de representatividad y legitimidad que tenía el Congreso de Angostura no tardaría de cobrarle a Colombia parte de sus éxitos. Para mayo de 1821, cuando se reúne el nuevo Congreso en la Villa del Rosario de Cúcuta, ya Colombia controlaba casi toda la Nueva Granada, buena parte de Venezuela, Maracaibo y Panamá (que deciden voluntariamente unírsele), pero sabiendo que eso no bastaba para ser legítimo, se había tenido el cuidado de hacer unas elecciones mucho más transparentes a lo largo de 1820. Este congreso, conocido como Congreso de Cúcuta, será el primero (y en realidad único) colombiano, ya que el de Angostura era de Venezuela. Su labor legislativa fue muy importante, y crea nada menos que la Constitución de 1821 (que por eso se conoce como Constitución de Cúcuta). No obstante, otra vez, el problema de la representación no tardará en aparecer. Caracas y Guayaquil son incorporados a Colombia en los siguientes dos años. Para ambos el proceso fue traumático, porque eran territorios con una fuerte vocación independentista, que se hallaron con el hecho consumado de formar parte de un nuevo Estado en cuya construcción habían tenido poco (o en realidad nada, en el caso de los guayaquileños), que ver.

Caracas es incorporada a Colombia después de la batalla de Carabobo, en junio de 1821. Aunque al principio la victoria de Bolívar acalló cualquier disgusto, cuando su municipalidad jura la Constitución de Cúcuta el día de Navidad de 1821, lo hace manifestando sus reservas ante ciertos artículos y señalando que recomendaría reformas (que no estaban estipuladas en el texto legal hasta 1831, diez años después de su promulgación). Más adelante, el tema de la ilegalidad e ilegitimidad de Cúcuta y Angostura volvería a ser sacado a luz por los separatistas. El caso de Guayaquil era aún más complicado, porque se trababa de un estado independiente al que básicamente Bolívar anexiona ocupándolo con el ejército. Hubo, sí, otras interpretaciones y los motivos del Libertador no carecían de fundamento, pero aún hoy los guayaquileños más críticos y autonomistas siguen acusándolo de haber dado un golpe y hecho una invasión.

No es de extrañar, por lo tanto, que hayan sido Caracas (1826) y Guayaquil (1827), los que iniciaron los dos movimientos separatistas de Colombia. De las dos, la primera –conocida como La Cosiata- fue la que llevaría a toda la república a una crisis institucional de la que no pudo recuperarse. Mientras a Guayaquil se la pudo someter rodeándola con el ejército y finalmente ocupándola sin grandes problemas, lo de Venezuela rápidamente escaló a otro nivel. El mismo Bolívar tuvo que ir a su tierra natal y allí desplegar todas las dotes de político avezado que era. Comprendió que sólo había dos opciones: o la guerra, en un país amplio y muy acostumbrado a los combates; o hacer concesiones a ver si se podía salvar algo. Optó por lo segundo. Primero, otorgó una franca autonomía, que en realidad no era más que darle un barniz de legalidad a la que ya había. Así nombró a José Antonio Páez, que se había convertido en el líder de la rebelión, Jefe Superior Militar y Civil de Venezuela. Era un cargo inventado a su medida, es decir, un reconocimiento a su poder. Por la otra, y en contravía de lo establecido por la Constitución, acepta convocar a una asamblea para hacerle reformas.

Estos sucesos desencadenan una verdadera reacción en cadena que en dos años acabaría con Colombia. La Convención de Ocaña, convocada para reformar la constitución y terminada en un rotundo fracaso, fue una maniobra que dio paso a la proclamación de la Dictadura de Bolívar en 1828, y de allí al intento de magnicidio y a la guerra civil (alzamientos de Obando y de Córdoba), la guerra con Perú, que fue una victoria amarga (casi podría decirse que terminó a tablas), y en 1830 al trepidante acto final: la secesión de Venezuela, la renuncia del Libertador, el golpe de Estado y la dictadura de Rafael Urdaneta, mientras Venezuela y después Ecuador se organizaban como Estados independientes.

La larga tradición representativa, a modo de conclusión

Colombia terminó sucumbiendo a la tiranía y a la anarquía. Sus últimos años se parecieron demasiado a los bochinches venezolano y neogranadino de 1812 a 1815. Pero que aquello se haya tratado de resolver –y a su modo resuelto- con la invocación de la representación nacional, nos indica que al menos este principio estuvo entre las cosas que quedaron en firme de todo aquello. Es cierto que en la crisis reaparecieron fogonazos de la idea de representatividad tradicional, como la apelación de Bolívar a la solicitud de muchas municipalidades para que asumiera la dictadura en 1828, o la convocatoria de Páez en noviembre de 1830 a que los venezolanos se reúnan en asambleas para que expresen sus ideas sobre lo que debía ser el destino del país. Eso lo seguiremos viendo en Venezuela hasta los días de la Guerra Federal. Pero el punto fue lo que hizo Páez con el dictamen de la más importante de las asambleas, la que se dio el 25 y 26 de noviembre de 1829 en la iglesia de San Francisco de Caracas (y por eso conocida como Asamblea de San Francisco). Como era de esperarse, propuso la separación del gobierno de Bogotá. En respuesta, el 13 de enero de 1830 Páez publica varios decretos en los que organiza el gobierno y convoca a elecciones para un Congreso propio, que se reuniría en Valencia el 6 de mayo (conocido como Congreso de Valencia)[14].

Una vez más el Estado venezolano nacía de la convocatoria a un congreso de los representantes de la nación. Y una vez más se hacía en enfrentamiento a otros representantes que estaban fuera del país, en este caso al Congreso Admirable que se reuniría en Bogotá el 20 de enero, y a los que ya no se les consideraba legítimos. A diferencia de 1811 o de 1819 ya no se discute sobre la naturaleza de la representación, que definitivamente es la moderna. Pero queda patente, una vez más, que: a.) Venezuela se constituye como Estado, en los dos momentos en lo que lo hizo, con base en el principio de la representatividad; b.) que por mucho que sería golpeada en los siguientes dos siglos, y que lo siga siendo incluso hasta hoy, la soberanía nacional expresada a través del voto, es la base de toda legitimidad; c.) y que ese es uno de los legados éticos más importantes que nos dejó nuestro período fundacional, la honda raíz de toda aspiración a un gobierno representativo y democrático.

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[1] François-Xavier Guerra, Modernidad e independencias (Madrid, Mapfre, 1992).

[2] “Acta de la independencia de Venezuela” (http://www.ucv.ve/fileadmin/user_upload/BicentenarioUCV/Documentos/Acta_de_la_independencia_de_Venezuela_de_1811-1_1_.pdf Consultado el 2 de febrero de 2021)

[3] Se juramentaron con la siguiente fórmula: “¿Juráis a Dios por los Santos Evangelios que vais a tocar, y prometéis a la Patria conservar y defender sus derechos y los del Señor Don Fernando VII, sin la menos relación, o influjo con la Francia; independientes de toda forma de gobierno de la península de España; y sin otra representación que la que reside en el Congreso General de Venezuela; oponeros a toda otra dominación que pretenda ejercer soberanía en estos países, o impedir su absoluta y legítima independencia, cuando la Confederación de sus Provincia la juzgue conveniente mantener pura, ilesa, e inviolable nuestra Sagrada Religión, y defender el Misterio de la Concepción Inmaculada de la Virgen María Nuestra Señora: promover directa o indirectamente los intereses general de la Confederación de que sois parte, y los particulares del distrito que os ha constituido; respetar y obedecer las leyes y disposiciones que este Congreso sanciones y haga promulgar; sujetaros al régimen económico que él establezca para su interior gobierno; y cumplir fil y exactamente los deberes de la diputación que vais a ejercer?” (citado por Manuel Pérez Vila, “Congreso de 1811”, https://bibliofep.fundacionempresaspolar.org/dhv/entradas/c/congreso-de-1811/ consultado el 1° de febrero de 2021). En principio, lo de “independientes de toda forma de gobierno de la península de España” se refería a José I Bonaparte y a la Regencia, entendiendo que él único soberano legítimo era Fernando VII. Como se ve, en el curso de tres meses, se concluyó que su abdicación en Bayona había sido voluntaria y que por tanto rompía el pacto de fidelidad a él.

[4] En las Constituciones Sinodales de 1687 se hace una clara especificación de esto. Pero para una explicación, véase: Elías Pino Iturrieta, Contra lujuria, castidad. Historias de pecado en el siglo XVIII venezolano (Caracas, Editorial Alfadil, 1992), 28 y ss.

[5] Sobre el juntismo venezolano: Gustavo Vaamonde, Los novadores de Caracas: la Suprema Junta de Gobierno de Venezuela, 1810-1811 (Caracas, Academia Nacional de la Historia/Fundación Bancaribe, 2009); y Carole Leal Curiel, La primera revolución de Caracas, 1808-1812: del juntismo a la independencia (Caracas, Universidad Católica Andrés Bello, 2019).

[6] Un estudio fundamental sobre el tema: Ángel Rafael Almarza, Por un gobierno representativo. Génesis de la República de Colombia (Caracas, Academia Nacional de la Historia/Fundación Bancaribe, 2011).

[7] Sobre este reglamento, véase: Carole Leal Curiel, “El Reglamento de Roscio y las elecciones de 1810: una convocatoria a la igualdad”, Argos, 30,59: 136-157 (http://ve.scielo.org/scielo.php?script=sci_arttext&pid=S0254-16372013000200008&lng=es&nrm=iso>, consultado 30 de enero 2021).

[8] Simón Bolívar, “Discurso del Libertador al Congreso Constituyente de Bolivia” (http://revistas.pucp.edu.pe/index.php/pensamientoconstitucional/article/view/3386/3234 Consultado el 2 de febrero de 2021)

[9] Véase: Ángel Rafael Almarza, Los inicios del gobierno representativo en la República de Colombia, 1818-1821 (Madrid, Marcial Pons/Universidad Michoacana de San Nicolás Hidalgo, 2017); y Germán Guía Caripe, “El voto militar de 1819: instituido durante las vicisitudes de la Guerra de Independencia”, Heurística, 11, 2009 (http://www.saber.ula.ve/bitstream/handle/123456789/30632/articulo7.pdf?sequence=1&isAllowed=y consultado el 3 de febrero de 2021)

[10] El manifiesto puede hallarse en Internet, pero también está reproducido en: Tomás Straka, “Ideas contra un proyecto nacional: los realistas venezolanos, 1810-1821” en Asdrúbal Baptista (Editor), Suma del pensar venezolano, Tomo II, Libro 1 (Caracas, Fundación Empresas Polar, 2015 ) 115-130.

[11] Ley Fundamental de Colombia, 17 de diciembre de 1819 (http://www.cervantesvirtual.com/obra-visor/ley-fundamental-de-colombia-1819–0/html/ff6c28b0-82b1-11df-acc7-002185ce6064_2.html consultado el 2 de febrero de 2021).

[12] Tratado de Alianza y Federación entre los Estados de Cundinamarca y Venezuela, Relaciones diplomáticas de Colombia y la Nueva Granada. Tratados y convenios, 1811-1856 (Biblioteca de la Presidencia de la República, Bogotá, 1993), 1-3.

[13] Un estudio sobre el proceso de unión entre 1810 y 1819: Daniel Gutiérrez Ardila, “De la Confederación de la Tierra Firme a la República de Colombia”, Anuario de Estudios Bolivarianos, 15, 2008, 9-50.

[14] Sobre el tema: Elena Plaza, El patriotismo ilustrado o la organización del estado en Venezuela, 1830-1847 (Caracas, Universidad Central de Venezuela, 2007).

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Este trabajo fue publicado en la más reciente edición de la Revista Democratización del Instituto Forma.


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