Crónica
No van al médico y todo lo curan con agua: los cubanos «acuáticos» que viven al margen de la revolución
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Más de 70 familias cubanas permanecen aisladas del Estado en las provincias de Pinar del Río y Artemisa desde hace más de 80 años. No creen en médicos ni en maestros, solo en el poder del agua.
Antoñica desnudó al niño y se lo llevó a un arroyo cercano. Lo bañó en el agua y pidiéndole a la Virgen y de regreso a la casa, las fiebres del niño desaparecieron.
La historia, contada desde el misticismo, recoge que luego la señora Izquierdo tendría otra aparición en casa y diría ante su altar: “La Virgen María me ha designado protectora de los infelices de la tierra, para ayudarlos y curarlos sin interés alguno, sin cobrarles ni siquiera un centavo, sin medicinas, y solo con agua”.
Eso terminó ocurriendo entre 1936 y 1939: los peregrinos comenzaron a acudir en masa a los Cayos San Felipe, a la casa de Antoñica Izquierdo, la mujer que curaba con agua.
Los primeros acuáticos
Un par de semanas antes de caer en cama, Juanito trabajaba en el campo, descalzo, con un sombrero ancho de guano y con un pantalón y camisa verdeolivo de miliciano.
“Yo estuve a punto de morir cuando era un niño y Antoñica me curó, los médicos no me dieron esperanza de vida y mírame aquí hoy 80 años después”, decía Juanito en el portal de su casa, días antes de la agonía.
En 1937, los padres de Juanito acudieron a la casa de la señora Izquierdo, donde día y noche había una larga fila de personas esperando para curarse con agua.
“Mis padres me dijeron que ella me miró fijo y les dijo: no le den más medicina a este niño, báñenlo durante nueve días en agua de manantial”, cuenta Juanito.
Los padres de Juanito habían hecho una promesa: si la curandera salvaba al niño con agua, ellos no pondrían los pies nunca más en una consulta médica.
Después de los baños, Juanito se curó y se volvió una persona saludable. Su padre murió a los 92, su madre a los 93, después de 60 años en los que solo el agua fue su medicina. Se convirtieron así, en una de las primeras familias acuáticas que existió.
A finales de la década del treinta del siglo pasado, Antoñica fue desalojada de su hogar y enjuiciada por la muerte de hombre que apareció en estado de putrefacción junto a un arroyo.
“Prefiero que me digan asesina, antes que digan que Dios no cura y que no hace milagros a través de mi persona”, dijo Antoñica en el juicio oral en el que quedaría absuelta.
La curandera regresó a su casa de guano y a ayudó a quienes acudieron ante ella. Pero su figura se volvió motivo de encono entre políticos y representantes de la sociedad civil.
Por esta razón, Antoñica pidió a sus fieles que quemaran sus cédulas de identidad, que abandonaran cualquier filiación política o social, que echaran a la basura las medicinas y nunca más acudieran a un hospital, que los niños no fueran a las escuelas a estudiar y los adultos no acudieran a los centros laborales.
Así, a partir de ese momento, ella pasaría a ser su guía y protectora espiritual, amén de velar por la salud de todos ellos con los poderes curativos del agua.
Pero la zona de los Cayos San Felipe donde vivía Antoñica y donde empezaron a asentarse los primeros acuáticos pertenecía un senador, que los expulsó de sus tierras. Muchos acuáticos murieron enfrentando a las fuerzas del senador, otros pudieron emigrar.
Antoñica fue apresada y enviada a Mazorra, un centro de atención psiquiátrica en La Habana del que más nunca pudo salir y donde murió en 1945.
Los acuáticos que pudieron escapar del azote del senador caminaron por la cordillera más occidental de Cuba hasta llegar a la Sierra del Infierno en el Valle de Viñales, a la que solo se podía acceder a pie o a caballo. Allí levantaron una comunidad se aislaron del mundo como les encomendó Antoñica.
Al marguen de la revolución
Pasaron los años y en 1959 Fidel Castro y los barbudos tomaron el poder. Los acuáticos siguieron sin querer saber absolutamente nada de los políticos y sus instituciones.
La Sierra del Infierno y los acuáticos se volvieron, junto a la base militar norteamericana asentada en la provincia de Guantánamo, uno de los dos únicos territorios dentro de los límites de la isla que la revolución cubana no pudo allanar.
Setenta y dos años después de la muerte de Antoñica Izquierdo, las familias acuáticas no acuden a consultas médicas ni a hospitales porque se curan con agua en sus casas. Siguen desligados de todo lo institucional relacionado con el Estado cubano: no portan carnet de identidad ni pertenecen a ninguna organización y la mayoría de los niños no van a la escuela.
Ni la revolución cubana con sus programas educativos y sociales ha logrado sacar del aislamiento a los que han decidido ser acuáticos.
Después de emigrar de los Cayos San Felipe y asentarse en la Sierra del Infierno, la comunidad de acuáticos llegó a ser de 27 familias. Hoy, quedan ocho casas que pertenecen a dos familias. En el pueblo de Viñales también hay acuáticos, pero estos decidieron abandonar la vida en la montaña y mantener la creencia en el llano.
Otros se alejaron mucho más de la Sierra del Infierno e instauraron una nueva comunidad en la provincia de Artemisa, en la zona rural del municipio de San Cristóbal, que llegó a ser la de mayor población con 1,000 acuáticos. Hoy quedan 70 familias y son alrededor de 200 personas.
Milagro y Berto —casados, de 50 y 51 años— casi nunca bajan de la montaña, solo salen para visitar a algún familiar enfermo o cuando necesitan alguna pieza para reparar un electrodoméstico.
Ellos no tienen ningún documento legal que los identifique como ciudadanos cubanos y que si bajan por alguna casualidad -cosa que rara vez sucede- al pueblo y alguna autoridad los detiene y les piden identificación, ellos dicen que son acuáticos y los dejan seguir.
En casa, nada más reciben las visitas de sus familiares, de su ayudante y de los turistas que trepan la montaña para saber cómo es la vida de los acuáticos.
“El turismo que llega hasta aquí es una ayuda, pero realmente vivimos de la tierra. La mayoría de lo que producimos es para nuestro consumo”, dice Milagro.
Además de trabajar en los sembrados de maíz, yuca y malanga, Milagro y Berto venden a los turistas tarros de jugo de mango y limonada a un dólar.
La casa del matrimonio es de mampostería y la energía eléctrica les llega a través de un panel solar que tienen en el techo.
Cuentan que en el año 2008 quedaban aún en la montaña cinco familias, pero el paso por territorio pinareño de los huracanes Gustav e Ike destrozó por completo la Sierra del Infierno dejándola sin vegetación y devastada.
“Casi todos nos quedamos sin techo y sin plantaciones y por eso tres de las cinco familias decidieron irse de la montaña”.
Las tres familias que bajaron al llano luego de que los huracanes los dejarán sin viviendas y las otras que lo habían hecho antes, han mantenido la creencia.
“Ellos se han ido por cómo es la vida de difícil aquí arriba, pero se llevaron el agua, han puesto una manguera que va directo del manantial a sus casas”, dice Milagro.
Los policías del parto
Los acuáticos lo resuelven todo a través del agua y por sus medios, incluso los partos. Pero desde la década de los ochenta, el gobierno cubano mantiene un censo constante de las embarazadas en la zona para darle seguimiento al proceso de gestación y trasladarlas a un hospital materno una vez que llegue el momento de dar a luz, se resistan o no.
“Cuando ellos se enteran de que alguien está a punto de parir, vienen los doctores con la policía y se llevan a las embarazadas para el pueblo y las ingresan en algún hospital”, dice Milagro con desdén, con la mirada pesada.
Milagro tiene dos hijos. La mayor es una mujer de 28 años que nació en un materno después de que las autoridades de la provincia se la llevaran por la fuerza al hospital.
“Te llevan a un lugar donde no quieres ir”, dice Milagro. “Desde que nació en ese hospital, mi niña ha sido la más enfermiza de mis dos hijos”.
El varón tiene 21 años y nació en casa. Durante los nueve meses de embarazo, Milagro se escondió de las enfermeras que iban a la montaña a hacer la ronda de rigor. Cuando la panza creció y era inevitable ocultarla, se escondió en el monte profundo.
“Cuando amanecía, me iba sola para adentro, donde no llega la gente, hasta que caía la noche y viraba”, dice.
Así fue como pudo tener a su bebé en casa y darle su primer baño con agua de manantial.
“Intenté enseñarles a mis hijos la creencia, pero esto no es obligado”, dice Berto, resentido. Sus dos hijos ya no están en casa ni quisieron ser acuáticos. “Ellos se fueron, es su decisión. Por eso quedamos pocos ya”, dice Milagro.
Los jóvenes ya no creen en el agua
En el último peldaño de la Sierra del Infierno hay un mirador turístico: una casa de madera con techo de guano, donde venden agua fría, soda y cervezas cubanas, para sentarse y disfrutar de una vista espectacular del Valle de Viñales. El mirador lo administran dos primos acuáticos que decidieron sacarle provecho a la montaña aunque ya no vivan en ella.
“La religión es para los que la sienten de corazón. No importa si te vas de la montaña. No hay que firmar un papel”, dice uno de ellos, Juan Carlos, de 27 años.
De todos los acuáticos que viven alrededor de la sierra, Juan Carlos es el que menos lo aparenta. Su pelo es rubio y le llega por la cintura, no viste de campesino, no trabaja el campo y no le faltan dientes a simple vista, como a los demás.
Se dedica a servir de guía turístico a los que por ahí asoman. Hace cinco años, en una de esas expediciones tuvo un romance con una portuguesa, se casó con ella y dentro de unos meses se irá de Cuba. Ni Juan Carlos ni su primo Félix de 43 años fueron a la escuela, apenas saben leer y escribir.
“Me siento bien así, el resto lo aprendes con la vida”, dice Félix sin remordimientos, pero agrega: “Creo que esto se va a acabar porque los jóvenes ya no se suman. Mi hija tiene un novio que no es de la religión y seguro que en su momento sí irá al médico o hará cualquier otra cosa con la que nosotros los acuáticos no comulgamos”.
La hija de Félix es adolescente y aprendió a leer y a escribir con Marcelino Collara Martínez, el maestro de 51 años que el Ministerio de Educación envió a la montaña para intentar instruir a los acuáticos.
Marcelino, pedalea dos veces a la semana desde el poblado de Viñales hasta la Sierra del Infierno por una carretera de 10 kilómetros llena de piedras. Después, sigue a pie por los senderos de la montaña para dar clases a tres niños acuáticos —uno de tercer grado y dos de octavo— en un aula improvisada.
“Les doy lengua española y matemáticas. No admiten recibir ciencias naturales por su creencia y el tabú del sexo y del cuerpo humano, tampoco admiten la historia por la evolución del hombre. El ministerio permitió ese plan de clases, algo es algo”, dice Collara que lleva 17 años haciendo esos tramos de ida y vuelta.
“No son inteligentes, no les interesa nada, los padres lo único que quieren es que sus hijos aprendan a leer y a escribir. Las clases están estimadas hasta noveno grado”, dice Collara.
Después de 1959, el gobierno cubano intentó por todos los medios sacar del aislamiento a la comunidad de los acuáticos. Incluso construyeron una escuela en la propia sierra, pero los padres se negaron a mandar a sus hijos.
Fue hasta mediados de la década de 1980 cuando algunas familias acuáticas aceptaron que sus niños al menos aprendieran a leer y a escribir. Pero el avance duró poco.
“El profesor que estuvo antes que yo, enamoró a la esposa de un acuático y se la llevó con él a vivir al pueblo. Eso creó un mal precedente y ellos decidieron no aceptar a ningún profesor más hasta que llegué yo”, cuenta Marcelino.
Por su trabajo de maestro solo cobra 671 pesos cubanos al mes, que equivalen a 30 dólares y cuando no está en el aula impartiendo clases, anda por las calles recogiendo plásticos, latas, cartones y botellas para venderlos por kilos y poder mantener a su familia.
Viendo a los acuáticos morir
Pedro Luis, vecino de Viñales, ha vivido entre acuáticos sin serlo. A sus 70 años, sentado en la sala de su pequeña casita, no para de contar anécdotas que ha presenciado junto a ellos en cooperativas agropecuarias, en una empresa forestal y en el propio barrio.
“A Alberto le dio un dolor de apendicitis de pronto en el surco y hubo que salir corriendo y operarlo de urgencia. Después que lo habían operado nos acordamos que era acuático. Alberto más nunca pudo virar a su casa, se tuvo que ir a hacer su vida a otro pueblo”, cuenta Pedro Luis sobre un subordinado que tuvo en una cooperativa.
También recuerda que el administrador de la empresa forestal para la que trabajó a mediados de la década de los noventa era acuático: “Hoy el hombre casi no puede caminar porque en un accidente de trabajo le dieron un hachazo en el pie y quiso curarse con agua. Al final, la herida nunca sanó y ahora le dicen Antonio el cojo”.
Una vecina de Pedro Luis contrajo matrimonio con un acuático y decidió ir a vivir a la montaña. “No sé sabe cómo, se quemó todo el cuerpo y en vez de llevarla a un servicio de urgencias de algún hospital, la dejaron en una cama intentando curarla con agua. A los pocos días se la comieron los gusanos delante de todos”, cuenta atónito Pedro.
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Este texto fue publicado en el portal web de Univision Noticias. Haga click aquí para ver el artículo original.
Abraham Jiménez Enoa
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