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Los fundadores de la república, después de la desmembración de Colombia, insisten en la modernización de la sociedad. Les parece fundamental atarse al carro del progreso y disfrutar los adelantos del siglo negados por la colonia y por los desastres de la guerra. Se refieren al adelanto material, al fomento de la economía, desde luego, es lo menos que se puede esperar después de dos décadas de matanzas, pero también a la transformación de las costumbres. Sobre el interés en torno a este aspecto se tratará de seguidas.
Para parecernos a Europa y a los Estados Unidos debemos tener caminos transitables y seguros, ríos navegables, instrucción progresista y ciudades dinámicas que faciliten la circulación de la riqueza. Es un sermón que se repite a diario en la prensa del período fundacional. Pero los sermoneadores entienden también que se necesitan periodistas que escriban sin ofender al prójimo, ciudadanos morigerados que puedan ser jurados en los tribunales, individuos capaces de disfrutar las artes negadas por la cultura española, empleados que no pierdan tiempo en la esterilidad de las celebraciones religiosas, comerciantes que se atrevan a generar utilidades sin cargas de conciencia. Se requieren hombres aclimatados a las «tendencias de un orden superior», como escribe Adolfo Ernst en 1870; hombres a quienes se debe cambiar para que sean mejores, como propone Juan Bautista Calcaño en 1836. Una afirmación de Pedro José de Rojas, publicada en 1838, resume la aspiración:
Las mejoras dependen de gente que se comporte bien hasta en los trapiches, es decir, no solo de los hijos de los sujetos pudientes, sino de todos los demás.
Se anhela un nuevo venezolano, capaz de colaborar en la fábrica de una colectividad diversa. El plan incluye asuntos perentorios, como la reforma de la educación y la adquisición de tecnologías adelantadas, pero también promueve mudanzas más genéricas. Está bien que el ciudadano reciba la luz de ciencias desconocidas y estudie materias hasta entonces vedadas por la tradición; conviene que aprenda lenguas modernas y se haga profesional de la mineralogía, o de la química; es importante que aproveche los saberes para crear riqueza y para hacer más fructífero el trabajo, pero hace falta que se apropie de un comportamiento susceptible de presentarlo ante los ojos del mundo como prenda de un conglomerado que, por fin, se subió al carro de la civilización.
Por consiguiente, nuestro siglo XIX se convierte en escuela de una sociabilidad cuyo aprendizaje mostrará la superficie de una transformación que opera, o debe operar, en escalas más profundas. Quizá no se dirija tal escuela a los peones de los trapiches, como deseaba Pedro José Rojas, ni pueda hacer tabla rasa de los hábitos inveterados; ni sea capaz de plantear una modificación cabal del roce social, debido a la coexistencia de sistemas económicos y culturales provenientes de períodos y de desarrollos distintos, pero lo intenta con éxito.
Cuando culmina el siglo XIX, otra gestualidad, otro porte, otro andar, otro tono de vez reinan en los saraos; pero también en las casas de familia, en la plaza, en el teatro y en la feria. Son los testimonios que colocan los dirigentes del país en la vitrina, con el propósito de exhibirse como criaturas del mundo «civilizado». Aunque tal vez lo ignoren, igualmente se muestran como especímenes de un mundo reprimido. De acuerdo con el parecer de autores que han tratado el tema en sociedades parecidas a la nuestra, la imposición de la sociabilidad moderna es una conspiración contra la exuberancia y la holgura que debió caracterizar el cuerpo de los antepasados, el cuerpo «bárbaro» que se debe contener en beneficio de un ceremonial «decente». No es tema inocuo para el entendimiento de una sociedad programada en la Urbanidad de Carreño.
Elías Pino Iturrieta
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