Paolo Gasparini. Fotografía cortesía de la Fundación Mafre.
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Un gran mural atrapa el ojo de cualquiera que llega al final de la enorme sala de exposiciones en el Paseo de Recoletos, en Madrid. Un recorrido iconográfico por la historia de algunas ciudades de América Latina y de Europa que rinde cuenta sobre sus hombres y mujeres, sobre las imágenes de sus cotidianidades, fotografías del pasado y de ahora. Es el «Ángel de la historia», de Paolo Gasparini, uno de los montajes más impresionantes dentro de la exposición Campo de imágenes auspiciada por la Fundación Mapfre como parte de la programación de PHotoESPAÑA 2022. Se trata de la misma individual que se presentó en septiembre del año pasado en el centro KBr de Barcelona.
Gasparini (Gorizia, 1934) se detiene frente a su mural, sonriendo a las caras familiares –que no son pocas– que visitan la muestra y posa un tanto incómodo para el lente del fotógrafo Vladimir Marcano, quien le acompaña mientras hace el registro del día de la apertura. María Wills Londoño, investigadora de origen colombiano, ha sido la encargada de la curaduría de las 280 imágenes que conforman la exposición. Ella y «el más sudamericano de los europeos» –como lo ha descrito en su texto «Itinerarios: un viaje visual por el mundo de Paolo Gasparini» (2021), publicado en el libro homónimo– consiguen ensamblar un impecable montaje a pesar de las distancias impuestas por los años de confinamiento de los que el mundo apenas comienza a recuperarse.
Con explícita intención, María Wills muestra a un Paolo Gasparini viajero, peregrino, migrante. Su obra, organizada a partir de una mirada transversal entre ciudades de Latinoamérica y Europa y los años en que el fotógrafo se ha paseado por ellas, no hace más que recordar al espectador el valor del ensayo fotográfico de un documentalista puro que impregna su obra de enormes cargas simbólicas. Gasparini, escribe Wills, es
un visionario, ya que, desde los años ochenta, ha entendido la necesidad de crear historias visuales a partir de la internacionalización, en las que, de madera cuidadosa, establece paralelos que no borran las complejidades de cada lugar, pero donde ya se habla de territorios híbridos que, aunque cargados de contradicciones, pueden subsistir en el caos.
Pocos nombres resaltan tanto en la fotografía latinoamericana contemporánea como la de Paolo Gasparini. Su obra «confirma al medio fotográfico como el mecanismo más directo para transmitir mensajes urgentes sobre la condición humana en un eterno presente de injusticias». Para la fotografía venezolana, no solo es su afán de retratar desde la conciencia social y el compromiso político –lección que aprendería de Paul Strand, su amigo y mentor– lo que otorga alto mérito al fotógrafo, sino su larga trayectoria editorial que lo hace un pionero y, más aún, una autoridad en la definición del fotolibro en Venezuela.
En 2021, algunos meses antes de la inauguración de Campo de imágenes en el KBr de Barcelona, Gasparini publica en México su último fotolibro, El fotollavero mexicano (Editorial RM), con un texto introductorio en el que sorprende al lector con duras palabras hacia el gremio, especialmente al de los diseñadores, y así consigue revolucionar –o al menos sacudir– el ya dormido debate de lo que define o no un fotolibro. Y quién, si no, resulta más adecuado para reiniciar esta discusión que el propio Gasparini.
“¿Qué podría tener yo para decirte?”, preguntó casi jugando el día de la inauguración en Madrid tratando de escapar a la entrevista. Días después, de vuelta en Italia, Gasparini se recupera y retoma la tarea. Estuvo en Trieste, fotografiando. El viaje está lejos de terminar.
¿Cómo ve la fotografía documental hoy en día?, especialmente la fotografía joven: ¿cree que ha cambiado la manera de pensar el documentalismo, de hacerlo, de mirarlo?
Lo que llamas “fotografía documental” habría que definirlo un poquito más, porque para mí la fotografía documental es la que se ocupa más bien de la crónica que hacen los fotorreporteros. Uno de los primeros trabajos de Koudelka es a partir de la foto documental y trata de la ocupación de Checoslovaquia. Esa misma fotografía adquiere valor como crónica y como obra de arte en el sentido que representa una manera de ver del fotógrafo. Pero la crónica generalmente tiene que ver más con la inmediatez de la imagen.
En cambio, hay otra vertiente que entra en el concepto de la historia. Esta fotografía, más bien tipo ensayo, que aunque también tenga que ver con eso que sucede, como la crónica, es más reflexivo. Yo me considero un fotógrafo de ensayo.
Sí ha cambiado mucho: la tecnología, la forma de reproducir las imágenes. Ahora aparentemente se ha vuelto todo más fácil e inmediato, incluso el modo cómo se difunde, y no sé si eso le suma o le resta valor a la fotografía. De todas maneras, creo que siempre existió una fotografía documental y una fotografía de ensayo, que no es, a mi manera de ver, una fotografía construida, esa otra vertiente, que crea como una escenografía o que tiene que ver con tu cuerpo, o contigo. No digo que una sea mejor que la otra, pero a mí me interesa más la foto que tiene que ver con tu vida en la historia del mundo y cómo expresas tu estado en el mundo a través de la imagen.
Cuando digo: “la foto que tiene que ver con la historia”, quiero decir que es ensayo. Es una fotografía que te ayuda a reflexionar. Me sugerías antes que si yo pensaba de joven que íbamos a cambiar el mundo con la fotografía. No. Yo siempre supe que no íbamos a cambiar al mundo, ni con la fotografía, ni con el cine, ni con la música. Nada de eso.
Pero, ¿no esa era la ilusión de los jóvenes fotógrafos? ¿No había una sensación de que la fotografía social podía cambiar el mundo, que con la denuncia podrían lograr algo?
No. Hubo un momento, sí, en que las fotografías “de crónica”, por ejemplo, las de la guerra de Vietnam, ayudaron mucho a que terminara la guerra. Cuando se empezaron a conocer todas esas imágenes en Estados Unidos y el mundo entero cambió mucho la opinión pública. Eso fue a través de las noticias, del cine, de la televisión y de muchas de las fotografías que se publicaban. Recuerda también que en esos años había muchas revistas con mucha foto, y grandes reporteros gráficos. Entonces, en ese sentido, la fotografía sí ayudó.
A mi manera de ver, la fotografía nos ayuda a saber ver lo que sucede en el mundo y te ayuda a tomar posición frente a las cosas que estás fotografiando. Susan Sontag los llamaba «los fotógrafos moralistas» en esa época, porque había un sentido ético muy profundo sobre lo que estaba sucediendo en el mundo, lo bueno y lo malo, y el fotógrafo, frente a eso, tomaba posición. Ciertos fotógrafos. Y eso ocurría también en el cine, en la literatura, en todo. Entonces la fotografía comenzó a llamarse “fotografía comprometida”, o, como la llamaron los norteamericanos, «Concerned Photography».
Yo diría que siempre he estado de ese lado y no del otro.
¿Más del ensayo reflexivo que de la crónica?
Sí. De fotografiar lo que veía, lo que sucede en el mundo y de cómo yo sentía ese acontecer en el mundo y expresarlo de la mejor manera posible. Tuve una lección muy importante de Paul Strand que siempre insistía en que había que reflejar la dignidad del hombre en un retrato, que en esa fotografía puedes ver toda la historia de ese personaje y del mundo. En ese sentido, sí que es una fotografía moralista. Es una fotografía que toma posición, que te hace reflexionar sobre tu vida y sobre tu trabajo a través de lo que ves y de lo que sientes. Una fotografía que no solamente tiene que ver con los ojos; tiene que ver con el corazón.
¿Y cree que continúa siendo así o ha cambiado en algo la mirada por el avance en la tecnología, la masificación de la fotografía y la necesidad de lo inmediato?
No, la tecnología no tiene nada que ver. Es un instrumento que se tiene en las manos, a veces mejor, a veces peor, y que ahora, aparentemente, es algo muy fácil; pero la imagen no es producto de la tecnología, es producto de tu cabeza, de lo que tú quieres ver. La fotografía es ideología. Es idea. Además, compones las fotografías como si fueran palabras y ellas expresan lo que quieres decir.
Yo pensaba que nunca llegaría a sacar fotografías con las cámaras digitales. Decía que no me gustaba: la cuestión de los píxeles, de cómo uno agarra la cámara. Había algo que no me gustaba, hasta que empecé a hacerlo. Hace unos años, en un viaje a Nueva York, se me dañó la cámara y, atascado, le hablé a Vladimir Marcano que me dijo: “Bueno, no importa, sácala con el teléfono”. Yo pensaba que no era capaz de sacar fotos con el teléfono, pero vi que sí. En el viaje siguiente, entre México y Guatemala, me volvió a pasar la misma historia así que decididamente saqué todo con el Iphone. Todas mis últimas fotografías son sacadas con el teléfono. La calidad que tienen ahora es muy buena, parecida a lo que se usaba hace muchos años con la Rolleiflex.
La foto no es la cámara, no es la tecnología; la foto es lo que tú ves y cómo lo ves.
En la exposición en Mapfre, y en general, en sus últimas publicaciones y exposiciones, vemos que hay siempre una revisión de sus archivos. Hoy en día, sobre todo durante estos años de confinamiento, hay muchos comentarios respecto de cómo los fotógrafos han vuelto sobre sus pasos para revisar su material y de ahí sacar nueva obra. Si para usted la fotografía es una idea y que la manera en cómo combine esa idea con otras puede generar nuevas expresiones, entonces: ¿cree que se ha convertido también en un fotógrafo de archivos?
Creo que es un poco ridículo llamarlo un “buen fotógrafo”, pero, digamos, un “fotógrafo consciente” inevitablemente tiene que trabajar con su archivo porque las fotografías son, como decía Cartier-Bresson, «el cuaderno de viaje»; o sea, son las anotaciones, los apuntes que tomamos en nuestro viaje. Para él la fotografía era eso: vas a acumulando las imágenes como los escritores llenan sus cuadernos de las notas que eventualmente usarán en un cuento, una novela, un ensayo, en lo que sea. Creo que un material que pretende expresar algo que vaya más allá de las imágenes, que tiene que ver con lo que has vivido y has trabajado, y con lo que has hecho en tu vida, es lógico que lo utilices luego cuando te haga falta.
Yo trabajo con el archivo, pero constantemente veo que me faltan fotos en alguna serie o en alguna secuencia que necesito completar. En ese sentido, voy a la calle y busco la imagen que me hace falta para completar esa idea. Ayer mismo saqué una fotografía en el Café San Marco, de Trieste, donde el escritor italiano Claudio Magris tiene reservada una mesa desde hace muchos años y es un sitio muy lindo con arquitectura de los años ‘30; ahí estuve con él porque estoy haciendo un trabajo con fotografías de viaje y esa foto me hacía falta.
Entonces no se trata solo de mirar su archivo, todavía sale a tomar fotos.
Inevitablemente un fotógrafo tiene que trabajar con su archivo, en un libro, una exposición, cualquier cosa. Durante años trabajé haciendo audiovisuales y eso son cantidades enormes de fotos. De ahí tenía muchas fotos que, si bien no digo que no sean buenas, no expresaban mucha cosa, pero se sacaban para completar una secuencia o algún discurso. Una vez coincidí en Quito con Álvarez Bravo y fuimos a sacar fotos. Él tenía una cámara de medio formato y yo tenía una 35 mm. Yo sacaba muchísimas fotos y me dijo: “¡¿Por qué sacas tanta chatarra?! No la vas a utilizar”. En parte tenía razón y en parte no, porque en los audiovisuales se necesitan a veces hasta 400 fotos para armar una secuencia. Entonces ese archivo, ese material siempre ha sido importante para mí. Busco y armo mi discurso de imágenes casi siempre por temas, no por fechas, y de ahí necesito completar con fotos nuevas y fotos viejas.
Utilizo las imágenes como palabras; es decir, la foto está donde falta la palabra, está en su lugar. Entonces vas completando la frase con las imágenes. Ayer sacaba la foto del Café San Marco porque tiene que ver con una época de esa ciudad que conozco desde mis primeros contactos con la fotografía en Gorizia, a treinta kilómetros de Trieste. Los americanos habían montado una gran exposición sobre los campos de concentración alemanes y ahí vi por primera vez esas fotografías, impresiones terroríficas para mí. Después de la guerra había un oficial en casa que me llevó a dar un paseo a una colina donde había habido mucha guerrilla. Encontré un baúl lleno de fotos de heridos, muertos, ahorcados y recuerdo siempre que el soldado me dijo: “¡Cuidado!, que esas fotos formarán parte del museo de la revolución”. Y de ahí vengo, de ese período de postguerra que quizá influyó mucho en esa manera de ver las cosas como desde ese «mundo ofendido» –del italiano «Il mondo offeso», expresión que viene del texto de Elio Vittorini Conversazione in Sicilia (1941) y que habla de los periódicos y publicaciones que traían en la primera plana las imágenes de la guerra y “ofendían” al mundo–. Creo que esa forma de ver y de sentir se reflejó siempre en mi trabajo, no necesariamente en la guerra sino en todo lo que deja la historia de la humanidad.
Hay un gran mural ahora en la exposición de Mapfre que se llama «Ángel de la historia», que surge a partir de un texto de Walter Benjamin que habla de un cuadro de Klee –Angelus Novus–, donde hay un ángel con los brazos abiertos y que no mira hacia el futuro, sino que mira hacia el pasado que está lleno de cataclismo, de esa historia de guerra y destrucción. El mural refleja distintos lugares que fotografié por sesenta años y con los que se construye esa historia de caos, con fotos viejas y otras más nuevas.
¿De ahí la importancia de los archivos?
De ahí partimos, sí. El archivo no es el pasado, es la imagen permanente que tuviste toda la vida para fotografiar. Tengo un amigo fotógrafo que con gran orgullo me dice: “Tengo 250 mil imágenes en mi archivo”. “¿Y dónde está?”. “Aquí, en esta gaveta”, me dijo. “Pero ese un archivo muerto”; y los archivos están hechos justamente para darles vida. De eso se tratan mis nuevos proyectos.
En este momento estoy haciendo un fotolibro que no es un fotolibro —ya hablaremos de eso: estoy un poco harto de los fotolibros, no tanto de ellos en sí mismos, pero sí de esa moda y manía que se ha desarrollado en los últimos años respecto de que todos los fotógrafos tienen que sacar un fotolibro, y no lo son: son publicaciones con fotografías.
Estoy haciendo un proyecto junto con un amigo arquitecto y experto en crítica de arte, Maciá Pintó, que escribió un texto amplio sobre mi trabajo, sobre la serialidad de las fotos, la secuencia, los audiovisuales, los fotomurales, etc. La idea inicial era que yo ilustrara con fotografías de archivo los textos, pero eso no es posible. Porque el fotolibro siempre es un trabajo fundamentalmente del fotógrafo: es él quien arma el discurso, quien tiene las ideas y, eventualmente, es él quien escoge al escritor que puede completar cosas que la imagen no dice y que necesita de las palabras. Por ejemplo, en mi último fotolibro, El fotollavero mexicano, yo necesitaba que ciertas cosas fueran dichas por un mexicano que conociera mucho más que yo de la historia de México y ahí entra Juan Villoro, gran amigo y con quien ya he colaborado antes. Un fotolibro no necesariamente tiene que tener texto, sino que prefiero que siempre que haya texto sea para subrayar cosas que no están en la imagen o explicarlas, dar información necesaria a la foto, el año, el lugar, el contexto. Esto es muy importante, o sea, cuando fotografías algo tienes que decir dónde, cómo y cuándo era. En ese sentido, el texto de Juan Villoro agrega algo muy bueno que yo nunca había pensado. Dice: «el fotógrafo es como el notario del tiempo».
En el proyecto con Maciá, ya que no era posible esa “ilustración”, decidimos que haremos un texto de unas 50 páginas, con notas sobre ese mismo escrito, y luego yo haré un discurso fotográfico independiente pero que cuente el recorrido fotográfico histórico, desde las primeras fotos que tomé en los años ‘50, antes de salir para Venezuela, cuando formaba parte del foto club de Gorizia, algunas de Trieste, del Café San Marco, que continúa con América Latina, Brasil, Venezuela y México, y que terminará posiblemente con las últimas fotos digitales que he hecho con el teléfono. Es un discurso nuevo y viejo que tiene que ver con el archivo y con eso que siempre digo: que armar el discurso ahora significa hacerlo con “il senno di poi” –la “sabiduría de después”. Porque hoy veo todo de forma más completa de como la veía antes. El discurso es un arco que va y viene, y se completa.
En relación con Campo de imágenes, ¿cuál es la forma de trabajar una exposición tan grande y con una mirada de un tercero, como lo es María Wills, con quien se crean nuevos recorridos visuales a partir de su aporte como curadora? ¿Cómo fue ese proceso de trabajo en conjunto?
Fue un proceso sumamente agradable y fácil. Una sola vez vino María a Caracas, cuando se decidió hacer la exposición y que ella fuese la curadora. Vino y vio el archivo, aunque no todo porque es muy complicado, sino alguna caja de material, y vio fundamentalmente los libros, desde Para verte mejor, América Latina, Karakarakas, El suplicante, y otros. Ahí marcó en cada libro, siempre digo, unos ochocientos papelitos. Yo tenía la tarea de seleccionar de ahí para la segunda visita que sería unos meses después. Esto fue a partir de una idea muy clara que desde el inicio solicité, porque no quería una exposición cronológica ni antológica, sino que tiene que ser temática porque yo siempre he trabajado por temas que tienen que ver con países, pueblos, retratos, situaciones, etc. Entonces elegimos el grupo entre los varios temas de mi trabajo. María tuvo la idea muy linda de armar entonces la exposición a través de unos viajes cuyo centro podía ser Caracas y que partiría hacia América Latina, Estados Unidos y Europa. Porque es una exposición que cubre el primero, el tercer mundo y el cuarto mundo también, que es el socialismo de Cuba.
Entonces llegó la pandemia. Esto no es que ayudó, pero obligó a que empezáramos a hacer la selección por grupos y las revisáramos por zoom, con María, con Carlos Gollonet y con los del equipo de diseño. No fue un trabajo difícil porque, después de ponernos de acuerdo sobre los temas, la selección que hizo María dentro de ese mar de imágenes fue a partir de los libros, y yo tuve luego tiempo de revisar y seleccionar los grupos. También facilitó la decisión de hacer todo a partir de mi archivo, sin tener que recurrir a préstamos de otras colecciones –cosa que tampoco era posible porque estaban todas cerradas–. Todo se hacía desde las copias de época que yo tenía en casa –por suerte bastante completo– o, de hacer falta alguna como siempre falta, se hacía en digital, en Caracas en Photomaton y con Vladimir Marcano que hizo las digitalizaciones que sirvieron tanto para la exposición como para la edición del catálogo.
¿No le costó ver su obra en digital por primera vez después de revelar por tantos años en el cuarto oscuro? Se nota la diferencia al ojo entrenado, ¿tiene alguna preferencia?
Sí. Hay diferencias. Sin alguna duda. Prefiero seguramente lo analógico; lo que pasa es que ahora los papeles que se consiguen, que no son muchos, no tienen la calidad o la cantidad de plata que tenían antes, y también es muy difícil conseguir la gama de grises como a la que estaba acostumbrado. En ese sentido, a veces es más fácil lo digital que lo analógico. Ahora, como siempre, depende de la persona que lo hace, si lo sabe hacer y si lo quiere hacer bien. Creo que el resultado, cuando las cosas están bien hechas, tanto digital como analógico, puede quedar muy bien y ambas formas pueden convivir juntas, sin pelearse.
¿Y cómo se siente con el trabajo de Wills como curadora que ve la obra de un fotógrafo desde fuera? En su caso, ha dicho que fue un trabajo en conjunto y con acuerdos, pero en general: ¿cómo cree que puede ser el trabajo de un curador que se enfrenta al archivo de un fotógrafo?
Es muy variado, y depende justamente del curador. A veces es fácil, a veces es más difícil. Con María fue sumamente fácil. Creo que he tenido bastante suerte siempre haciendo las cosas, porque diría que soy un poco rígido. Es decir, escucho lo que me dice el otro, absolutamente, pero también el otro tiene que construir las cosas a partir de lo que yo le enseño. Tampoco pueden inventar demasiado. Con María fue, repito, muy fácil, porque coincidíamos siempre sobre las cosas. Hemos partido de la idea de los viajes, de las series, de los temas. Mapfre estuvo de acuerdo. El catálogo se construyó de la misma manera. Todo tuvo una de esas simbiosis que también digo que existe en los fotolibros, o que decía porque ya cambié completamente de idea: no hay ninguna simbiosis.
Esta última frase da pie perfecto. Hablemos del fotolibro.
El punto clave con un comisario, un curador (que es también, eventualmente, lo que ocurre con el coautor de un fotolibro, el que escribe el texto) o con el diseñador es que se trata siempre de un asunto tan viejo como Matusalén: la forma y el contenido. El contenido es el alma del trabajo, lo que yo quiero decir; entonces, no lo puedes cambiar. Hay que encontrar la forma, tanto en el fotolibro como en los espacios expositivos, para que sea comprensible de la mejor manera posible. La labor del artista gráfico en un fotolibro es facilitar la comprensión del discurso fotográfico. No se trata de cortarle la pata a la letrica para que se vea más bonita o de usar los papeles más exquisitos, qué se yo.
Sobre esto del fotolibro lo primero que tengo que decir es que hay una gran diferencia entre los viejos diseñadores, que conocí durante toda mi vida, y los de las nuevas generaciones. O sea, lo fundamental es que antes hacíamos y ellos también hacían por interés, por amor, por pasión. Ahora la mayoría de los jóvenes lo hacen para ganar premios.
¿Por reconocimiento?
Por los premios que le permiten después, en el próximo libro, cobrar más. Esa es la última experiencia que tuve; cuando hacen el libro ya piensan en “a qué lugares lo vamos a mandar para ganar algún premio”, sea Aperture, Paris Photo, Arles… lo que sea. Entonces, ya hay algunos que, extremadamente confundidos, llegan a decir que el fotolibro es el diseño. Y no es así.
Inicialmente, para mí el fotolibro era la simbiosis entre el fotógrafo, el escritor y el diseñador, y cada uno ayuda al otro en conseguir el resultado final. Así fue cuando hice Para verte mejor, América Latina, con Edmundo Desnoes que escribió el texto y con Humberto Peña que lo diseñó. Yo no tenía ninguna experiencia. Lo único que había hecho hasta ese momento fue el suplemento, la separata Bobare con la revista Cruz del Sur en Venezuela, antes de irme para Cuba. Tuvo mucho éxito y Sagrario Berti lo ha descrito como el primer ensayo fotográfico de denuncia en Venezuela.
Mientras estaba en La Habana trabajando para la UNESCO compartí con Desnoes, quien en ese momento estaba en Casa de Las Américas. Y ahí, entre los tres, armamos Para verte mejor, América Latina. Fue publicado por Siglo 21 Editores, que llegó a hacer 6.500 ejemplares, y se convirtió en libro de texto en universidades, en escuelas de Comunicación Social, etc. De esa experiencia muy halagadora, ya de vuelta en Venezuela, me reuní con Gerd Leufert, Miguel Arroyo y Álvaro Sotillo y decidimos hacer Retromundo. La idea fue inicialmente de Leufert después de ver mi trabajo en los audiovisuales y Álvaro lo diseñó con esta idea de separar el primer mundo del tercero. A pesar de que rompía, de cierta manera, con la idea que tengo de los dípticos, él supo unir las ideas con el primer mundo de un lado, con un papel, una tipografía y una trama determinadas; y al otro lado, el tercer mundo con otros tonos, otras tramas. Algo que quedó muy bien logrado. Retromundo no recibió subvenciones de ningún tipo, fue financiado por Carsten Todtmann y yo al 50% y se vendió muy poco: en un momento en que no estaban de moda los fotolibros. Así que le compré su parte eventualmente y, quién lo diría, empezó todo el mundo a quererlo.
Después vino El suplicante, en México, y otros, algunos mejores y otros peores. Hasta que surgieron varias dificultades con algunos diseñadores de la última generación que lo único que les interesa es el diseño, y tampoco cumplen profesionalmente con la fecha y con el presupuesto establecido. Así que todo se complicó tanto que pensé “voy a hacer mi pequeña editorial”. La primera publicación que hice con Mal de ojo fue Karakarakas; y la segunda, El mal, de Vladimir Marcano, que también diseñó Álvaro Sotillo.
La única manera para que el autor, el fotógrafo, pueda hacer lo que tiene en mente es que tiene que decirle –y convencer– al gráfico: “Yo quiero que eso sea así”. El diseñador, en cambio, a veces tiene la idea de que el fotolibro es el diseño y empieza, por ejemplo, a crear confusión entre el texto y las imágenes. Esto creó una divergencia muy grande por lo que seguí con mi Mal de ojo, o sea, registrándola oficialmente como editorial, no solo para mis libros sino, obviamente, abierta a otros autores siempre y cuando entren en la política que, creo, cada editorial tiene.
¿Y cuál es la política de Mal de ojo? Después de todo, el concepto de fotolibro parece estar cambiando para usted: ¿será esa la directriz que sigue su editorial?
No. El concepto del fotolibro no cambia. El género es autónomo, es correcto. Lo quieran o no, el fotolibro es un libro y ahí hay dos páginas. Pones ahí dos imágenes, o más, e inevitablemente una página hablará con la otra. Y la conjunción de las dos te crea una reverberación, un reflejo que genera otra imagen mental, resultado de las dos, de las cuatro, de las ocho imágenes que estén en esas dos páginas, la cual se relacionará con las dos páginas de antes y con las dos páginas después. Y así, creando un discurso como la palabra. No es un juego de forma. No es un “aquí le metemos más blanco o aquí le metemos esto”. Es un texto corrido que hay que respetar junto con las imágenes dispuestas, con cada párrafo o con cada frase para que vayan en una página o en la otra. Con frecuencia oyes: “Lo ponemos chiquitico para que los blancos respiren”. Estoy harto de escuchar que “los blancos respiren”: el libro, como decía Vicente Rojo, gran diseñador mexicano, se hace y se diseña para ser leído, y el fotolibro es exactamente lo mismo. Un texto mínimo que no se puede leer no tiene sentido.
De ahí surgen divergencias; algunos creen que el diseño está por encima de todo. Entonces, política editorial de Mal de ojo: el contenido es lo más importante. Y mi contenido, y el de los otros que apoyo, es un contenido humanista, que tenga que ver con la historia de este mundo donde vivimos y con lo que está pasando. No es ningún juego formal, ni son las fotos del ombligo mío o del abuelo. Son fotos que tienen que ver con el mundo donde estamos.
Y después de todo esto, ¿considera reeditar alguno de sus fotolibros?
No. Las cosas hechas, bien o mal, ahí están. Son el producto de ese momento y de los problemas de ese momento. Lo más importante siempre será lo nuevo, más que regresar sobre lo viejo. Creo que además hay tanto que sucede en el mundo que vale la pena fotografíar día por día; que no hay que perder el tiempo con las cosas viejas. Ya se han hecho.
Y no digo que el archivo sea una cosa vieja. El archivo tiene que servir, justamente, para darle fuerza, darle ánimo a la fotografía. Cada imagen te plantea un asunto contemporáneo aunque ilustre el pasado; cuando utilizas una foto, ella se vuelve actual porque la articulas con otra y construyes un discurso que es nuevo. Esa es la riqueza que tiene la imagen y que no hay que perder, porque tiene que ver con el mundo de hoy.
Lucía Jiménez
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