Perspectivas

Michael Collins, el héroe silencioso

31/12/2021

Collins se viste unas horas antes del lanzamiento del Apolo 11, el 16 de julio de 1969. Fotografía de la NASA.

Este año 2021, exactamente el 28 de abril en Naples, Florida, murió Michael Collins. Mi astronauta favorito, lo digo con un orgullo que sostengo desde la niñez. El más discreto de los astronautas, el más enigmático y silencioso de los tripulantes del Apollo 11, uno de los pocos y auténticos héroes que he tenido en la vida.

Hace unos años escribí este texto en su honor gracias a la invitación de Enza García Arreaza y al equipo de la hoy lamentablemente extinta Backroom Caracas; quería publicarlo de nuevo antes de que se acabara el 2021, como un último gesto, un mensaje en la botella lanzado al cosmos, a ver si alcanzaba a Michael Collins -allá tan lejos y tan cerca- donde quiera que ahora esté viajando.

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Esta historia comienza en Roma, en los tempranos años treinta. Una nana joven y hermosa -vamos a imaginarla una especie de Sophia Loren o Mónica Vitti- arrulla a un bebé: se trata del hijo de un par de estadounidenses, los Collins, que por razones de trabajo viven en Italia y la han contratado (a pesar de que ella apenas habla inglés) para atender al niño. El pequeño lleva por nombre Michael, pero ella le llama «Michele». En un instante, cuando se quedan a solas, se le acerca suavemente al oído, lo aprieta contra el pecho y le susurra algo, un secreto modulado en esa lengua preciosa que Carlos I de España (y V de Alemania) aseguraba que era el mejor idioma para hablar con las mujeres. El niño, como si pudiera entenderla, sonríe. Se ríen entonces los dos.

Dejamos esa escena romana congelada allí y viajamos casi cuarenta años al futuro y a unos 380 mil kilómetros de la Tierra. Nos reencontramos con el mismo Michael Collins pero ya hecho un hombre y trajeado de astronauta, en órbita alrededor de la Luna en una misión llamada Apollo 11. Es el 20 de julio de 1969, el día en que por primera vez un ser humano dará «un pequeño paso para un hombre pero un gran salto para la humanidad» al posar su pie sobre la superficie lunar. Michael Collins es el tercero y más gris de los tripulantes de la nave, es el único de ellos que se ha lanzado semejante viaje para no pisar jamás la Luna, es -para qué darle más vueltas- el que ha quedado confinado al papel del chofer designado. El que se tiene que quedar tras el volante dando vueltas por la zona mientras los otros dos dicen sus frases históricas y clavan su bandera y recogen minerales cósmicos y se filman dando saltos prodigiosos y se toman fotos con los astros reflejados en sus escafandras y dejan sus huellas para siempre grabadas sobre el suelo del satélite natural.

A Michael Collins no parece molestarle ser el menos héroe de los héroes. Relegado siempre a la fila de atrás en todas las fotos, es el que casi no habla y a quien entrevistan menos. El que casi nunca tiene cabida en los tiros de cámara. El que se queda callado y en un rinconcito mientras que sus colegas, Neil Armstrong y Edwin «Buzz» Aldrin, se llevan todas las palmas y los flashes. Porque Armstrong es indudablemente el protagonista de la película, el que se le ocurrió desde la escalerilla del Módulo Lunar Eagle aquello del pequeño paso para el hombre pero un gran salto para la humanidad, es el tipo guapo que bien pudo haber sido Superman pero optó por vestirse de astronauta; y Aldrin, a su lado, es como el gran amigo, su compañero y aliado, es una suerte de Batman en este cuento. Porque Aldrin es a quien realmente vemos en esas fotos históricas del hombre de la luna, el que dejó aquella mítica huella de su bota sobre el suelo lunar, es el que incluso legaría su nombre para Buzz Lightyear, el personaje de Toy Story, quien se llama así en honor a Buzz Aldrin. De Collins, en cambio, nadie se suele acordar, es el que hay que buscar siempre en Internet, un flaco añejado por la calvicie prematura a quien se mira con un poco de desdén, también de lástima mezclada con risa: ah sí, pobrecito, este es el que viajó y volvió pero no estuvo.

Neil A. Armstrong, Michael Collins, y Edwin E. Aldrin Jr. Fotografía de la NASA.

Y es que estamos tan acostumbrados a la heroicidad ruidosa, a la dictadura del figureo y a la idolatría fácil, que los héroes silenciosos pasan desapercibidos. No nos enteramos de su valor. Pero lo cierto es que esa medalla de bronce de Michael Collins, ese humilde tercer lugar, esconde algo que vale más que el oro. Solamente hay que rasguñar un poco más allá de la superficie (la de la Luna y la de este mundo también) para descubrir la discreta grandeza de Mike Collins. Una heroicidad entrañable conformada por todo lo que no se cuenta, por todo eso que ha pasado desapercibido al estar enfrascados contando y mirando exclusivamente lo evidente.

Resulta que no se cuenta que Michael Collins sufría de claustrofobia. Que se asfixiaba, especialmente, una vez se enfundaba dentro del traje espacial y se calzaba la escafandra sobre la cabeza. Que tuvo que manipular el sistema de enfriamiento interno del traje para poder aguantar semejante tormento y sobrevivir a la desesperación. Que nunca, en ningún momento de su largo entrenamiento ni de sus prolongadas travesías por el espacio exterior, dejó de sentir claustrofobia; simplemente aprendió a domarla, a lidiar con ella, como quien logra establecer un armisticio con un tigre interior.

Tampoco nos cuentan que nunca nadie había estado tan solo y tan lejos de casa como él. Porque mientras Armstrong y Aldrin se pasaban un día en el Mar de la Tranquilidad de la Luna, y sus aventuras espaciales eran seguidas literalmente por todo el mundo, a Collins le tocó orbitar a solas alrededor de nuestro satélite durante casi veinticuatro horas y entonces se internó por el lado oculto de la Luna. Por primera vez en la historia de la humanidad alguien se sumergía en la zona más oscura del espacio, a más de 400 mil kilómetros de la Tierra, sin ningún tipo de contacto radial con Houston ni con sus dos colegas, pues la masa lunar se atravesaba y bloqueaba toda señal. Años más tarde Collins confesaría en una entrevista:

Cuando Neil pronunció sus famosas palabras yo fui el único que no pudo escucharlo; en ese momento estaba recorriendo la órbita por el lado oscuro de la Luna y mi radio no podía recibirlos ni a ellos ni a la Tierra. Creo que desde los tiempos de Adán nadie se había quedado tan solo.

Tampoco nos cuentan que por primera vez un ser humano sería capaz de observarnos desde un mirador tan insólito como privilegiado: Collins pudo ver en una misma imagen la silueta enorme de la luna y más allá, al fondo, nuestro planeta azul flotando en el espacio. Le pareció la Tierra tan vulnerable como una pompa de jabón, le pareció inconcebible también que en ese planeta estuvieran ocurriendo en ese momento guerras o que su superficie estuviera marcada por las cicatrices de las fronteras. Supo entonces Collins en aquel instante de soledad y aislamiento sin parangón que tenía una historia por contar, que esa imagen de la Tierra resplandeciendo en el espacio más allá de la curvatura de la Luna no lo iba a abandonar jamás. Tampoco lo harían las reflexiones que se le vinieron a la mente en esas horas un poco perdido en el espacio y que por estar totalmente incomunicado no pudo compartir. Allí surgió la chispa que detonaría su anhelo de escribirlo todo en primera persona, asunto que materializaría cinco años más tarde en un libro entrañable y de rebosante llana sabiduría titulado Carrying The Fire (Llevando el fuego). En ese texto, enteramente escrito por Collins (rechazó de forma radical que un escritor fantasma se encargara de contar la historia por él), da cuenta de toda la aventura, belleza y drama que rondara su vida como astronauta; lo hace, además, con una simpleza que roza lo familiar, con enorme humildad y generosas dosis de humor.

Este es el Módulo Lunar Eagle, fotografiado por Michael Collins. La imagen es parte de una colección de fotografías históricas de la NASA que fueron subastadas en 2017. Fotografía tomada de Skinner Auctioneers.

Ray Bradbury aseguraba que la escritura lo había convertido en hombre del espacio, por medio de la literatura pudo cumplir su sueño infantil de ser astronauta. En el caso de Collins, en un trayecto de sentido inverso, su muy peculiar experiencia como astronauta lo llevó a convertirse en escritor.

Cuenta Collins que durante su periplo por la zona oculta de la Luna escuchó un zumbido raro e inexplicable, algo parecido a una estática cósmica o quizás a una música espacial, una cosa que no era para nada atribuible ni lejanamente al sonido de la radio (que además, recordemos, no tenía señal en aquel momento). Pero estaba tan lejos y tan solo y en un lugar del espacio donde nunca antes alguien había estado, que quién sabe. También asegura el viejo Mike que durante sus múltiples órbitas alrededor de la Luna no sintió miedo en ningún momento, al menos no de su propio pellejo, digamos; tuvo miedo, sí, por Armstrong y Aldrin, de que algo fallara y que no pudieran abordar de nuevo la nave Columbia donde los estaba esperando. Los tres estaban conscientes -también el control de la misión en Houston- de que había un 50% de probabilidades de que algo fatal ocurriera y, en consecuencia, los dos terrícolas de visita en la Luna se quedaran para siempre en aquella desolada roca y entonces Collins tendría que regresar solo a la Tierra con el estigma de ser el astronauta que volvía al hogar mientras los héroes se quedaban en el espacio.

Por cierto, hay una discurso nunca difundido (afortunadamente) de Richard Nixon -que se filtraría a los medios algún tiempo después- en el que decía:

El destino ha ordenado que los hombres que fueron a la Luna a explorarla en paz se quedaran en la Luna a descansar en paz. Estos valientes, Neil Armstrong y Edwin Aldrin, saben bien que no hay esperanza alguna de ser rescatados. Pero también saben que su sacrificio simboliza un mensaje de esperanza para la humanidad.

Cuando en el año 2009 se cumplió el aniversario número cuarenta de la fecha en que los hombres del Apollo 11 conquistaron la Luna, Michael Collins concedió una entrevista para el diario inglés The Guardian; allí el viejo astronauta, de setenta y ocho años -siempre esquivo a las exigencias de la fama, la luz pública y las entrevistas- confesó:

Yo no soy un héroe, no se confunda, soy un tipo con suerte. Todo lo que logré en la vida fue en un 10% por insistencia y en un 90% por buena suerte. Por favor, sobre mi lápida pongan: Lucky (suertudo).

Volvemos a la nana italiana que ya no es tan joven pero sigue siendo una mujer hermosa. Ella despierta una madrugada en Roma; es verano de 1969, va en puntillas hasta la sala para encender la televisión sin volumen; se pega mucho a la pantalla, escudriña la imagen, le cuesta encontrar lo que busca, pero finalmente ahí está: siempre al borde de la toma, siempre en la fila de atrás, siempre callado, con esa actitud de quien prefiere estar camuflado con el papel tapiz del fondo, de quien se siente en calma estando en las sombras mientras los demás acaparan todas las luces. Sí, es él, lo reconoce, ahí está su «Michele», con esa cara de satisfacción que da saber que la misión está cumplida. Con esa sabiduría que tiene el que ya aprendió que la felicidad, al final, se parece un montón a la calma. Sophia (o Mónica) sonríe y viaja al pasado, se interna en sus memorias, vuelve mentalmente a los tiempos en que le cambiaba los pañales y le limpiaba los mocos al bebé de los Collins, y entonces susurra una vez más lo que tantas veces le dijo al pequeño: «Tú vas a llegar muy lejos, pero no se lo digas a nadie».

Collins fue miembro del tercer grupo de astronautas de la NASA, seleccionado en octubre de 1963. Su primer vuelo fue como piloto de Gemini 10, una misión de tres días lanzada el 18 de julio de 1966. Fotografía de la NASA.

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Por insistencia de mi amiga y editora Claudia Mauro decidimos hacer con este texto un pequeño libro artesanal en homenaje a Michael Collins para hacérselo llegar de regalo en 2020. No teníamos idea de que le faltaban apenas unos meses de vida. La intención no era importunarlo, sabíamos que era un hombre de pocas apariciones públicas, renuente (como siempre) a las entrevistas y las fotos. Se trataba simplemente de un homenaje (“Collins tiene que leer esto, hay que hacer que le llegue este escrito”, decía Claudia) para que supiera el impacto que había tenido su gesta y su discreta dignidad en un niño venezolano que había crecido admirándolo y que ahora mucho de lo que escribía tenía que ver con su discreto y entrañable legado. Tristemente, no hubo manera de que el encargado de manejar las comunicaciones entre Michael Collins y el resto de los terrícolas le hiciera entrega del librito. Quién sabe, a lo mejor fue el mismo Collins que dijo: “Oh no, ya estoy demasiado viejo para estas cosas, seguramente se trata de otro tonto que me escribe para preguntarme qué se siente haber viajado tan lejos para nunca pisar la luna”.

Aunque quién quita, quizás ahora que tiene más tiempo y más fuerzas le da curiosidad de leerlo, se toma unos minutos, levanta la mirada hacia las estrellas, se interna entre ellas, y sonríe.


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