Izq: Fotografía de NELSON ALMEIDA | AFP. Der: STAFF | AFP
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Yo era chamo y en ese Mundial de México 86 lo de la “mano de Dios” de Diego Armando Maradona contra Inglaterra me pareció una viveza, una cosa divertida, un gesto de evidente y maliciosa picardía (tan típicos de este lado del mundo) que no tenía realmente nada de cuestionable. Pero uno crece y la adultez viene cargada con altas dosis de reconsideración donde uno pone a prueba a sus ídolos y los va desmontando –casi siempre– o sosteniendo –rara vez– del pedestal dependiendo de sus acciones. La madurez está signada por la acumulación de lugares y gentes que ya no existen, donde uno va aprendiendo a ponerse a prueba a sí mismo y sometiéndose al propio juicio crítico (según Montaigne el más implacable de todos, el juicio de la propia conciencia) hasta que te recriminas: “No, mano, qué va, vamos a sincerarnos: eso no estuvo bien”.
No estuvo bien, se lo tengo que decir al chamo que fui y que lo celebró durante años, aunque en ese mismo partido contra Inglaterra Maradona haya metido el más hermoso de los goles de la historia de los mundiales, una auténtica gema: se apoderó del balón cerca del círculo central, dribló y fue dejando regados a siete ingleses hasta que, por último, burló el voluminoso cuerpo del portero Peter Shilton para encajarle la pelota de tiro cruzado al otro lado de la arquería. Ese segundo gol es imborrable, pero la trampa que salpica al primer tanto metido con la mano también.
Aunque con algo de plomo en el ala, seguí admirando a Maradona; yo no había visto jugar a Pelé (era el ídolo de mi papá pero yo a ese señor no lo conocí, era como asumir como propio el rock sinfónico que escuchaban mis primos mayores cuando a mí me movían más otras músicas de otros tiempos) y lo de la “Naranja mecánica” de Cruyff para mí en ese entonces era indistinguible de la película del mismo nombre de Kubrick. De manera que yo nunca había visto jugar a alguien como lo hacía Maradona. No tenía la menor duda de que era el mejor futbolista que había visto en mi vida; pero para el Mundial de Italia 90 lo de mi entonces querido Diego comenzó a olerme mal. A chamuscado. Como cuando se comienza a derretir una estatuilla de plástico ante los efectos del fuego. Me resistí, claro, no es fácil admitir que el ser admirado la ha embarrado de tal manera que ya no lo puedes seguir idolatrando. Había cuentos raros ya en esas entonces de sus peculiares relaciones con la mafia italiana, particularmente con la camorra napolitana (se aseguraba que el Napoli estaba en bancarrota y que el dinero para adquirir a Maradona no podía haber salido de otra parte). Ya comenzaban a desbordarse también sus historias de excesos con las drogas y las fiestas continuas y descontroladas. Se aseguraba que no asistía a los entrenamientos del equipo, un asunto que no se le podía recriminar (ni en el campo ni en la prensa): el hombre estaba endiosado; por las malas se convertía en un energúmeno y se hallaba, además, muy bien apadrinado. Se decía que llegaba aún bajo los efectos de la resaca al juego del fin de semana y la verdad es que tenía tal talento que jugaba fenomenal al punto de que llevó al Napoli a ganar por primera vez en su historia la Copa Italia y el Scudetto (el campeonato de la liga italiana), e incluso una Copa UEFA ante el Stuttgart de Jürgen Klinsmann.
No me quiero adelantar, pero en el Mundial de Italia 90 pasó algo en el juego contra Brasil en los octavos de final. Algo que acabó influyendo en el resultado y que era incluso bastante más cuestionable que “la mano de Dios”. Pero yo todavía no me había enterado de esto. De ese horror me enteré años más tarde. Lo único que sé es que Brasil tuvo a Argentina contra las cuerdas durante todo el partido y que de pronto, en una genialidad más de las suyas, Maradona se llevó la pelota, sorteó a los brasileños y con el balón dominado surcó el medio campo sin que lo pudieran detener; entonces le puso un pase magnífico en los pies a Caniggia que supo burlar en el mano a mano al portero Taffarel y ahí se sentenció el 1 a 0 con el que acabaría el juego. Adiós Brasil, Argentina seguía su camino hacia la final que acabaría perdiendo contra Alemania (el mismo rival al que Diego y su equipo habían derrotado en México 86).
Entonces vino el Mundial de USA 94 y ahí ocurrió aquel caso terrible del pobre defensa colombiano Andrés Escobar que metió un autogol jugando contra los anfitriones; ese error acabaría costándole la vida en su Medellín natal. Lo mandaron a asesinar como consecuencia de aquel autogol. Y ocurrió también que Maradona regresaba después de una temporada de suspensiones y rehabilitaciones, salió a jugar contra Grecia y metió un gol que lo cantó con toda la rabia del universo en primer plano ante la cámara. Pero resulta que luego dio positivo en efedrina en el examen antidoping. Ese fue su último gol en mundiales. Lo suspenden de nuevo: la albiceleste se queda entonces sin su ídolo y juega un torneo bastante atropellado y deslucido.
No pretendo erigirme en paladín de la moral, pero creo no equivocarme si pienso que no le puedo pedir a Mick Jagger que tenga la vida de Cristiano Ronaldo o de Rafael Nadal. Tampoco espero que Roger Federer o Lio Messi lleven la vida de Keith Richards. Es comprensible que un Héctor Lavoe o un Charly García, dentro de sus contextos y respectivas obras, se puedan lanzar de un balcón estando fuera de sus cabales. Que eso mismo lo hagan LeBron James o Andrés Iniesta ya es otra historia. Y eso mismo que puedo llegar a comprender en el contexto del rock y la salsa brava me parece que no tiene ninguna cabida en el marco de los deportistas de altísimo nivel. Que Dave Gahan se presente drogado en un concierto de Depeche Mode es una cosa; que me digan que Usain Bolt goza de todos sus récords mundiales de velocidad gracias al clorhidrato de coca sería otra.
De manera que Maradona se me fue desmoronando y en un punto me di cuenta de que se trataba del extrañísimo caso del hombre que deshizo con su mente todo lo que había hecho con los pies.
Ese desmoronamiento alcanzó su nivel de precipitación más irremediable cuando años más tarde un panzudo Maradona apareció en un programa de entrevistas de la televisión argentina, muerto de la risa, contando la anécdota de un lamentable episodio llamado “el bidón de Branco”. Aquí regresamos a ese juego de octavos de final entre Argentina y Brasil en Italia 90, pues resulta que en algún momento, hacia finales del primer tiempo, entran los asistentes del equipo argentino a ayudar a un lesionado y traen –como suele hacerse– unos envases con agua, pero en algunos de esos recipientes el agua estaba mezclada con otra cosa. Con una sustancia que, aún no se sabe, hacía daño. Daba dolor de estómago, contenía somníferos, descomponía el cuerpo, no se sabe aún. El punto es que Maradona lo sabía, así que dejó que Branco y Valdo, entre otros grandísimos jugadores de la selección brasileña, tomaran el agua aliñada mientras impidió que otros compañeros de la albiceleste bebieran de esos bidones adulterados. Maradona ríe a carcajadas y ríen los entrevistadores; también ríen con ellos miles de fanáticos de Diego que celebran su sentido del humor porque, qué ocurrente, le diste al rival un agua que hacía daño y así fue como a la larga acabaste ganando el partido.
No mano, qué va. Eso no está bien. Vamos a dejar de celebrar por las razones equivocadas, vamos a ser un poco más responsables a la hora de escoger a los ídolos más cuestionables simplemente porque son divertidos y bocazas y vociferantes y arrolladores y picos de plata. No está bien porque al final, lo queramos o no, terminamos pareciéndonos a la gente que admiramos y hay un punto en el que uno tiene que ser suficientemente digno como para decir: mejor me busco otro ídolo porque este se me rompió en pedazos y es insalvable. Aquí –en lo personal, hablo por mí– no queda nada que admirar ya.
Entonces surge Lionel Messi que tiene otra personalidad. Es un tipo callado. Lo de él es jugar fútbol y su talento se concentra en eso que se hace con la cabeza y con los pies; pero las declaraciones y las arengas y las provocaciones no se le dan. Y con Messi, lo digo sin temor a dudas porque los vi jugar a los dos, descubrí a un jugador incluso superior a Maradona. Maradona fue el mejor de su tiempo, pero Messi es un extraterrestre, está en otro nivel. Recordemos que la capacidad atlética de un futbolista de hoy es muy superior a la de uno de hace cuarenta años. Además han estudiado por medio de grabaciones y miles de repeticiones cómo se mueve Messi, cómo marcarlo, las cosas que suele hacer. Y sin embargo no lo logran detener. Es tan marciano que ya saben lo que hará y de todas maneras lo hace, o se saca un conejo de la chistera y hace otra cosa distinta, inexplicable, genial. Creo que pasarán varias décadas para que podamos ver otro futbolista de ese nivel. Ah, pero resulta que Messi es muy criticado y hasta vilipendiado porque gana títulos con su club, el Barcelona, pero no los logra ganar con la selección argentina. Y en estas sociedades enfocadas al éxito y los logros materiales no se mide el esfuerzo, aquí lo único que vale es ganar la Copa.
Acusan a Messi de “pecho frío” (un pusilánime, un tipo sin carácter). A pesar de que ha ganado el Mundial sub-20 en 2005, también la medalla de oro olímpica en Beijing 2008, perdió la final contra Brasil en 2007 en la Copa América jugada en Venezuela, llevó a Argentina a la final del Mundial de Brasil 2014 y perdió contra Alemania en el minuto 113 de la prórroga (Messi ganó el Balón de Oro como mejor jugador del torneo, pero ese premio le supo a poco, a él y a todos los seguidores de la albiceleste). Llevó a Argentina a las finales de la Copa América 2015 (perdió en penales contra Chile) y también a la final de la Copa América Centenario 2016 (de nuevo perdieron por penales contra Chile). Hasta que finalmente, con 34 años, una edad que para muchos futbolistas significa el asomo del ocaso de la carrera, logra ganar contra Brasil una final de Copa América 2021 en el estadio Maracaná, ante otro de los mejores jugadores del mundo: Neymar Jr.
Por fin Messi es reconocido, por fin dejan de criticarlo, por fin sus detractores se dan un respiro y dejan de pedirle que renuncie a la selección, que se haga catalán, que no merece llevar esa camiseta ni mucho menos la cinta de capitán.
Albert Camus, quien antes de ser escritor y ganador del Premio Nobel de Literatura fue portero de su equipo en la universidad, el Racing Universitario de Argel (RAU), decía que todo lo que sabía sobre los deberes y las obligaciones de los hombres se lo debía al fútbol. Yo, con la distancia sideral que nos separa, me atrevo a suscribir sus palabras. Pienso que el fútbol nos sirve, dentro y fuera del terreno de juego, para llegar a reflexiones importantes sobre qué asuntos alabamos y qué cosas deploramos. Sobre cómo premiamos el éxito por encima del desempeño y el esfuerzo. Sobre cómo preferimos a alguien bocazas, polémico y pico de oro por encima de un trabajador, de un tipo callado, disciplinado, que respeta su oficio y a sus colegas. Sobre cómo seguimos en pleno siglo XXI rindiendo pleitesía a caudillos y habladores vociferantes de pistoladas por encima de los héroes silenciosos. Y nos seguimos regodeando porque aquel ganaba copas así hiciera trampa, mientras que este se pasa la vida buscándolas con trabajo y en buena ley.
Entonces hay un punto en el que uno ejerce (tiene el deber de ejercer) su libre derecho a escoger a sus iconos y se arma un canon personal, su propio panteón a escala de auténticos héroes particulares. Así que mi astronauta favorito es Michael Collins, el hombre que viajó a la Luna y no se bajó, el tercero de los tripulantes del Apolo 11 del que nadie se acuerda, el hombre que tiene el récord de haber llegado más lejos él solo (de resto siempre fue en duplas o tríos) en la historia de la humanidad, dándole la vuelta al lado oscuro de la Luna mientras Aldrin y Armstrong se tomaban las fotos, clavaban la bandera y decían frases históricas. Prefiero el silencio de Messi, su comportamiento de futbolista abnegado, bregador, de disciplina y constancia sostenidas, ejemplar dentro y fuera de la cancha. Me vale y me significa mucho más esta Copa América que por fin Messi gana y donde todos sus compañeros corren a abrazarlo y levantarlo en brazos, que los éxitos de otros. En un mundo cada vez más despojado de auténticas gestas épicas a veces en el deporte se siguen asomando, eventualmente; toca entonces mirarlas y valorarlas con detenimiento.
La muerte de Maradona parece estar también signada por algo turbio. Eso me entristece porque no pudo tampoco tener una despedida apacible. Sin embargo, estoy seguro de que si aprendiéramos a admirar más a los Messis y menos a los Maradonas comenzaríamos a forjar no solamente nuevos ídolos sino también, y sobre todo, nuevos referentes para las sociedades que deseamos y necesitamos formar. De manera que en lo personal insisto en la importancia de cultivar un canon, un panteón más honesto: Messi sí, Maradona no.
José Urriola
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