CrónicaHomenaje a Pancho Massiani

Massiani y el pisapapeles de Ridder

01/04/2019

El lunes 1 de abril falleció en Caracas, su ciudad natal, a los 74 años de edad, el escritor venezolano Francisco Massiani. El autor fue un referente para varias generaciones de narradores. Entre sus obras destacan la novela Piedra de mar (1968) y el libro de cuentos El llanero solitario tiene la cabeza pelada como un cepillo de dientes (1975). Entre los distintos premios recibidos, en 2012 obtuvo el Premio Nacional de Literatura en correspondencia a su trayectoria literaria. Pancho, como era llamado cariñosamente en el mundo literario, acababa de concluir una última novela pocos días antes de su fallecimiento. Sus familiares confirman que no la había titulado aún. Cumpliría 75 años el 2 de abril. Compartimos una crónica de Luis Yslas sobre Francisco Massiani.

Francisco Massiani retratado por Vasco Szinetar

A Pancho, por la amistad

Era domingo, hacía calor y yo tenía la edad que tenía Francisco Massiani cuando publicó Piedra de mar: veinticuatro años. Esa tarde acababa de leer uno de sus cuentos y recordé lo que Salinger le hace decir a Holden en El guardián entre el centeno: «Lo que más me gusta de un libro es que te haga reír un poco de vez en cuando… Los que de verdad me gustan son esos que cuando acabas de leerlos piensas que ojalá el autor fuera muy amigo tuyo para poder llamarlo por teléfono cuando quisieras».

Y entonces me dije: por qué no.

No sabía dónde vivía Massiani. Ni siquiera si vivía en el país. Pero me levanté de la cama con el ímpetu del joven que desea comprobar la verdad de los libros, y empecé a buscar su nombre en las páginas del listado telefónico. Encontré: Massiani, Felipe. El nombre de su padre. Allí me darían razón, pensé. Podía ser el comienzo de una larga búsqueda. Igual no tenía apuro. Marqué el número. Al segundo timbrazo respondieron:

—Aló.

Una voz ronca, fuerte.

—Este…

—Sí, diga.

—Aló… estoy llamando porque… bueno. Me gustaría contactar al señor Francisco Massiani. El escritor. No sé si usted sabría…

—Soy yo.

—…

La búsqueda que supuse prolongada había durado unos minutos. Massiani estaba al habla y yo me quedé mudo.

—¡Aló, diga! —gritó.

—Sí, mire, soy periodista. Quisiera hacerle una entrevista —fue lo único que se me ocurrió inventar.

—…

—¿Aló…, señor Massiani?

—Estoy indispuesto. Hoy no puedo.

—Entiendo. Pero otro día tal vez…

—Llámeme el próximo domingo.

Y colgó.

*

A la semana siguiente me dijo que tenía una visita familiar. Esperé una semana más y llamé de nuevo: estaba reunido con unos amigos. A la cuarta llamada, el cuarto domingo, me habló claro:

—Mire, a mí me cuesta dar entrevistas. Soy muy tímido. Palabrita. Digo cualquier disparate, los periodistas lo publican y quedo como un loco.

—Entiendo, señor Massiani. Disculpe si lo he molestado.

—No hay problema.

*

Por aquellos días recién empezaba a dar clases. Tenía casi la misma edad que mis alumnos, pero mi cara de póquer favorecía las necesarias distancias. Dictaba un curso de Lenguaje y Literatura en la USB, uno de esos cursos obligatorios del primer año de las carreras. Una mañana leí en clase «Un regalo para Julia» de Massiani, y fue recibido con entusiasmo. Al finalizar, uno de los alumnos se acercó y me dijo que conocía a Massiani de vista, pues su tía vivía muy cerca de su casa en La Florida. Me lo dijo como quien hace un comentario de pasada, pero en ese momento el ímpetu volvió: la voz de Holden como un mandato. Le pedí que me averiguara bien la dirección y a la clase siguiente me la trajo escrita en un papelito.

*

Ya tenía la dirección. Pero no sabía qué más hacer. Massiani había sido sincero: no le gustaban las entrevistas. Pero yo no quería entrevistarlo. Solo conocerlo. Conversar con él unos minutos. Decirle, si lograba que las palabras salieran debidamente, lo que habían significado sus libros para mí desde que leí en secundaria su novela Piedra de mar, y el mundo se me ensanchara de tal modo que ya no podía concebir la vida sin literatura. Algo más o menos así. Yo entendía, claro, después de varios domingos al teléfono, que Massiani se parecía mucho a sus personajes: esa timidez que lo aislaba y resguardaba del mundo. Yo me sentía idéntico. En el espejo de sus historias veía pasar mi reflejo. Tal vez por eso quería verlo, decírselo. O tan solo darle las gracias. Pero no me atrevía.

Cuando estaba a punto de abandonar la idea de ir a su casa, mi memoria actuó en mi favor. Recordé, como en un juego de correspondencias, la historia de «Ridder y el pisapapeles», ese cuento de Ribeyro donde un joven hace un largo viaje para visitar a un escritor solitario. Otra vez la literatura salía al quite y me daba el empujón que necesitaba.

*

De inmediato empecé a escribirle una carta a Massiani donde le contaba que en el relato de Ribeyro un muchacho peruano viaja hasta Bélgica para conocer al autor que admira. Luego de un recorrido agotador, llega a una cabaña rústica, perdida en una lejana planicie. Allí lo recibe un evasivo Charles Ridder, quien se limita a contestar de modo parco las preguntas que le hace el joven sobre su vida y su literatura. La situación es incómoda. Entonces Ridder lo invita a comer. En la mesa la conversación no mejora y el escritor se extravía en un monólogo donde se confunden la realidad y la fantasía. Antes de retirarse, el joven ve un pisapapeles sobre el escritorio, «cúbico, azul, transparente, con las aristas biseladas», y no resiste la tentación de tomarlo. Le parece increíble que se parezca tanto al que una vez su abuelo le regalara de niño y que él conservara, como un talismán, hasta los veinte años. Una noche se lo arrojó somnoliento a una pandilla de gatos que aullaban en la azotea, y ya no pudo recuperarlo. Pero ahora el joven se encuentra desconcertado mientras sostiene ese objeto idéntico al que fuera suyo. Sin contenerse, le pregunta a Ridder de dónde ha sacado ese pisapapeles. Este le contesta: «Yo estaba en el corral, hace de eso unos diez años. Era de noche, había luna, una maravillosa luna de verano. Las gallinas estaban alborotadas. Pensé que era un perro vecino que merodeaba por la casa. Cuando de pronto un objeto cruzó la cerca y cayó a mis pies. Era el pisapapeles». El muchacho le pregunta que cómo llegó hasta allí. Ridder sonríe y le contesta lo que son las últimas, enigmáticas, palabras del cuento: «Usted lo arrojó».

Luego le escribí otras cosas sobre la impresión que me habían dejado sus libros, de cómo había enamorado a una chica en mi adolescencia gracias a la historia de Corcho y Kika en El Ávila, de mis paseos por Sabana Grande rastreando los lugares descritos en Piedra de mar, de las veces que había leído sus cuentos en mis clases, y mientras iba soltando todas esas anécdotas sentí aquello que dice Massiani en uno de sus relatos, «que lo más difícil no está en sentarse frente a una máquina de escribir. Sino de sentirse digno de sí y de lo que se piensa escribir. O, al menos, no sentir desprecio de sí porque entonces no provoca escribir nada», así que firmé la carta, la metí en un sobre y me fui hasta La Florida.

*

Desde la reja de entrada de su casa se divisaba, a través del ventanal, el interior en penumbras de una biblioteca. Creí atisbar la silueta de un hombre sentado, fumando o leyendo. Como fuera, yo había tomado una decisión. Tocaría la puerta, dejaría la carta y me iría. Era mi forma de respetar su timidez, y de serle fiel a la mía. Sin embargo, en un rapto imprevisto, o que yo quise creer imprevisto, anoté el teléfono de mi casa en el sobre, 575-21-61, lo deslicé bajo la reja, toqué el timbre y salí corriendo.

*

Como a las siete de la noche sonó el teléfono de mi casa. Era Massiani.

—Leí tu carta, Luis. ¡Cojonudo el cuento de Ribeyro! Te espero hoy para la entrevista. Pero no me digas señor Massiani, me llamo Pancho.

Y eso hice.

***

Este texto fue publicado originalmente en Prodavinci el 15 de diciembre de 2018.


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