Perspectivas

Colón, lector

12/10/2021

 

«Portrait of a Man, Said to be Christopher Columbus», de Sebastiano del Piombo

El compendio documental de cartas, memorias, relaciones, diarios y bitácoras de viaje pertenecientes a Cristóbal Colón (1451-1506) permite hacerse una idea no solo de su modo de escribir, sino de leer: práctica complementaria en el proceso de producir, transmitir y recibir conocimiento. Las líneas que siguen procuran rastrear las lecturas que Colón asimiló durante su vida y de las que dejó testimonio en sus textos, principalmente en su Diario del Primer Viaje a las Indias, así como entender su forma de leer ya no solo los libros, sino la realidad en función de los libros. La idea es trazar a grandes rasgos la imagen de un Colón lector en un contexto histórico en que los mecanismos hermenéuticos, supeditados a intereses personales, políticos, económicos, religiosos y científicos, se hallan enmarcados en una cosmovisión basada exclusivamente en relaciones de semejanza.

El reino del símil

Las formas de leer revelan los procedimientos que aplica determinada época para decodificar el mundo y producir sus representaciones. Cada lector encarna los mecanismos interpretativos que constituyen la mirada paradigmática de su tiempo histórico. En Las palabras y las cosas, Michel Foucault recuerda que, hasta finales del siglo XVI, la semejanza desempeñó un papel decisivo en la construcción del saber occidental: «En gran parte fue ella la que guio la exégesis e interpretación de los textos; la que organizó el juego de los símbolos, permitió el conocimiento de las cosas visibles e invisibles, dirigió el arte de representarlas. El mundo se enrollaba sobre sí mismo: la tierra repetía el cielo, los rostros se reflejaban en las estrellas y la hierba ocultaba en sus tallos los secretos que servían al hombre. La pintura imitaba el espacio. Y la representación —ya fuera fiesta o saber— se daba como repetición: teatro de la vida o espejo del mundo, he ahí el título de cualquier lenguaje, su manera de anunciarse y de formular su derecho a hablar».

En este contexto, el saber se encuentra imbricado en las relaciones de semejanza con el mundo terreno y supraterreno. Todos los textos, todas las imágenes, todas las cosas guardan un vínculo entre sí, configurando una gramática de reflejos donde la ley de las similitudes sirve como resguardo epistemológico ante las singulares y amenazadoras diferencias. En este sistema hermenéutico de analogías y reciprocidades, no cabe la otredad. Hasta el siglo XVI, el reino de la mismidad, esto es, el imperio de las tranquilizadoras certezas producidas por las semejanzas —incluso entre la magia y la erudición— impide que los signos de la letra y de la realidad sean leídos desde una perspectiva arbitraria, libre y azarosa. Era impensable (y temible) imaginar que las palabras y las cosas no estuvieran conectadas por una relación de semejanza física o metafísica, unidas por un lazo por el que se articulan —en un todo vasto, pero cerrado— el microcosmos y el macrocosmos; el individuo, la naturaleza y la divinidad. Lo contrario hubiera sido admitir la libertad hermenéutica, el estallido de la subjetividad interpretativa, el advenimiento de la ambigüedad, la aceptación del otro en tanto diferente y, aun, opuesto. Y, sin embargo, la fractura de los cristales de la mismidad irrumpiría pronto en Europa durante esa primera etapa de la modernidad llamada Renacimiento.

Por ello, Foucault ve en la figura del lector puro, Don Quijote, al «héroe de lo Mismo», personaje que ilustra, en clave paródica —esa semejanza enrarecida o perturbada—, el cambio de pensamiento en Occidente. Las peripecias del hidalgo cervantino revelan el tránsito que va de la relación de semejanza entre los signos y la realidad, a la autonomía de los signos y su indomable libertad representativa. «Al asemejarse a los textos de los cuales es testigo, representante, análogo verdadero —advierte Foucault—, Don Quijote debe proporcionar la demostración y ofrecer la marca indudable de que dicen verdad, de que son el lenguaje del mundo. Es asunto suyo el cumplir la promesa de los libros. Tiene que rehacer la epopeya, pero en sentido inverso: esta relataba (pretendía relatar) hazañas reales, prometidas a la memoria; Don Quijote, en cambio, debe colmar de realidad los signos sin contenido del relato. Su aventura será un desciframiento del mundo: un recorrido minucioso para destacar, sobre toda la superficie de la tierra, las figuras que muestran que los libros dicen la verdad. La hazaña tiene que ser comprobada: no consiste en un triunfo real —y por ello la victoria carece, en el fondo, de importancia—, sino en transformar la realidad en signo. En signo de que los signos del lenguaje se conforman con las cosas mismas. Don Quijote lee el mundo para demostrar los libros. Y no se da otras pruebas que el reflejo de las semejanzas».

El drama de don Quijote estriba en que su lectura de los libros ya no equivale a la lectura del mundo: entre esos dos ámbitos aparece la hendidura de la indeterminación. La novela de Cervantes es una de las primeras en inaugurar, en el patio de la ficción, la poderosa carga de relatividad del pensamiento moderno: un caballero medieval que recorre el libro abierto de su mundo imaginario sin hallar semejanzas con la realidad. Su aventura es un delirio porque los signos han dado un golpe de estado al totalitarismo de las analogías, emancipándose de las ataduras especulares en donde las palabras y las cosas aún se reconocían. Ha llegado el momento de las identidades y las diferencias.

Un momento crucial al que Cristóbal Colón, a medio camino entre el siglo XV y el XVI, solo prestó parcial atención, por hallarse en ese tránsito no solo entre dos mundos distanciados geográfica y culturalmente, sino entre dos maneras de leer la realidad y configurarla. Aunque la hazaña histórica de Colón y la aventura imaginaria de Don Quijote están separadas por más de un siglo de distancia, es cierto que sus conductas, y en especial, su manera de relacionar los libros con la realidad, presentan rasgos afines.

Entre los escritores que han resaltado los rasgos quijotescos en Cristóbal Colón están Jakob Wassermann, autor de la biografía Christoph Columbus: der Don Quichote des Ozeans (1929), y el periodista Kirkpatrick Sale, quien publicó en 1990 The Conquest of Paradise: Christopher Columbus and the Columbian Legacy. En el ámbito de la ficción, Alejo Carpentier hace varias alusiones al ingenioso hidalgo y su relación con el navegante genovés en El arpa y la sombra (1979), y Augusto Roa Bastos, en Vigilia del Almirante, compara a Colón con el personaje cervantino. Jorge Aladro-Font, por su parte, afirma que «Don Quijote y Cristóbal Colón comparten la misma demencia, la demencia de la lectura. Tanto el hidalgo como el navegante no ven la realidad, la leen. Miran la vida con los ojos de la literatura y tratarán de vivir o ver según los modelos literarios; el hidalgo y el navegante leen el mundo para demostrar la verdad de los libros».

Sin embargo, más allá de la evidente relación de semejanza entre ambas maneras de leer los textos (y el mundo como texto), no hay que olvidar que la biblioteca a la que responde don Quijote con su vida —el imaginario libresco que moviliza sus acciones delirantes— es distinta, tanto en género y contenido como en utilización, a la biblioteca que ayuda a configurar la empresa de Cristóbal Colón.

Recorramos brevemente esos volúmenes colombinos.

La biblioteca de Colón

Aunque en la biografía Historia del Almirante, su hijo Hernando Colón asegura que su padre, «siendo de pocos años, aprendió las letras y estudió en Pavía (Génova), lo que le bastó para entender a los cosmógrafos a cuya lección fue muy aficionado, y por cuyo respeto se entregó también a la astrología y geometría», es casi seguro que el navegante no fuera un joven aficionado a los libros —tampoco eran muy accesibles en aquella época—, y que sus estudios resultasen más bien poco profundos y sistemáticos, al menos hasta que tuvo muy claro el proyecto de alcanzar el Levante por la vía del Poniente. El mismo Colón admite su modesta formación cultural en una carta a los reyes de 1501: «Pudiera ser que Vuestras Altezas y todos los otros que me conocen y a quien esta escritura fuere amostrada, que en secreto o públicamente, me reprenderán de reprensión de diversas maneras: de non doto en letras, de lego marinero, de hombre mundanal».

Hernando sostiene en su biografía que hubo tres causas que impulsaron a Colón a idear el viaje a las Indias. En orden de importancia serían: 1) Las teorías sobre la esfericidad de la tierra, indicadas por Ptolomeo y Marino. 2) La autoridad de Aristóteles, Averroes, Séneca, Marco Polo, Pierre d’Ailly y Giulio Capitolino, entre otras voces «doctas» que aseguraban que desde el fin occidental de España se podía navegar hasta alcanzar el extremo oriental de Asia. 3) Indicios empíricos que el propio Colón fue recabando de testimonios de terceros y de su propia experiencia marítima en sus viajes por Madeira, Canarias, Azores, Cabo Verde, Guinea, y, muy posiblemente, Irlanda e Islandia.

Por su parte, el biógrafo Paolo Emilio Taviani, en su libro Cristóbal Colón. Génesis del gran descubrimiento, considera que la causa principal no tuvo que ver con las lecturas, sino con los indicios. Es decir, que el primer impulso de Colón fue más intuitivo que erudito. «El gran proyecto —sugiere Taviani— nació pues como fruto de la inspiración o, mejor dicho, de la genial coordinación de una serie sucesiva de inspiraciones. La correspondencia con Toscanelli, el estudio de los escritores antiguos y contemporáneos, vinieron después, cuando el plan ya se hizo tangible, preciso y determinado».

El proyecto de Colón pudo haberse gestado luego de su estadía en Portugal en 1477, se concreta cuando decide presentárselo al monarca lusitano Juan II en 1484, y se perfecciona en Castilla, de cara a ofrecérselo a los monarcas españoles, luego de ser rechazado por la corona portuguesa. Por esos años, la cultura autodidacta de Colón empieza a enriquecerse en diversidad bibliográfica, aunque orientada a propósitos claramente definidos: su viaje al Asia por una nueva ruta marítima.

Según Taviani, el célebre libro de viajes de Marco Polo, el Milione —en la traducción latina de Francisco Pipino de Bolona—, fue una de las primeras lecturas inspiradoras para Colón en materia de viajes marítimos. También la fantasiosa obra Viajes de Juan de Mandeville y De locis habitabilibus de Giulio Capitolino. De igual modo, las narraciones bíblicas fueron textos de cabecera para el navegante genovés, pues era conocida su devoción cristiana que lindaba muchas veces con el fanatismo. Así, pasajes del Libro de Esdras (uno de los apócrifos más importantes del Antiguo Testamento) son citados en sus escritos como referentes de autoridad («y dicen que Esdras fue profeta», afirma Colón en una de sus cartas a los reyes españoles). Mención especial merece la correspondencia que mantuvo con el científico florentino Paolo del Pozzo Toscanelli en 1474, un valioso material que le confirma a Colón su sospecha de que el viaje hacia Oriente vía el Atlántico no sería largo ni peligroso.

Otros volúmenes y folios que conforman la Biblioteca Colombina de Sevilla —muchos de ellos con numerosas anotaciones— son la Geografía de Ptolomeo; Historia rerum ubique gestarum de Eneas Silvio Piccolomini; Imago mundi de Pierre d’Ailly, Petrus de Aliaco; la Naturalis historia de Plinio; Vidas de los ilustres varones de Plutarco; Sumula Confessionis de San Antonino de Florencia, y las Tragedias de Séneca. «Todos estos nombres —indica Taviani— pueden clasificarse en cinco categorías: 1) Filósofos de la época clásica, griegos y latinos, entre los cuales las máximas figuras son Aristóteles y Séneca. 2) Geógrafos y cosmógrafos, también clásicos, destacando el gran Ptolomeo. 3) Científicos árabes: Averroes, Alfragano. 4) Escritores y enciclopedistas medievales, entre los cuales el primero es el cardenal d’Ailly, autor de la Imago Mundi. 5) Exploradores medievales, célebres por sus viajes y por sus narraciones».

Casi la totalidad de estos autores, asegura Taviani, fueron leídos por Colón después de la concepción del plan del viaje. Asimismo, la mayoría de estos textos defienden teorías similares a las expuestas por el almirante genovés, sobre todo las referidas a la esfericidad de la tierra y a la posibilidad de viajar por el océano sin mayores riesgos. Colón no busca en los libros un saber novedoso o informaciones que contradigan su proyecto. Por el contrario, lee para hallar confirmaciones a sus intuiciones; no para conocer, sino para reconocer lo que ya sabe, o necesita que otros sepan. De manera que estas lecturas heterogéneas, en las que la fantasía y el mito se entreveran con la ciencia y la religión, adquieren una importancia decisiva para los propósitos de Colón, un perfecto desconocido hasta 1492, quien necesita sustentar sus hipótesis con referentes de autoridad, a los fines de resultar convincente ante las audiencias reales de Portugal y España en su búsqueda de respaldo y financiamiento de su viaje. Colón solo lee para convencerse y convencer.

Un ejemplo de esta lectura a conveniencia es cuando descubre en la obra de d’Ailly el dato según el cual el grado terrestre mediría 56 millas y dos tercios, a partir del módulo del cosmógrafo árabe Alfragano, cifra que se aviene a su convicción de que las tierras occidentales están cercanas a las Azores, y no muy alejadas de las Canarias. No le preocupa (o no le interesa) a Colón averiguar si la milla árabe es mayor que la italiana usada por él. Según sus cálculos (que buscaba ratificar en sus lecturas), de las Canarias a Cipango (Japón) mediaban 2400 millas, una distancia que hacía posible esta travesía marítima con los medios de navegación de ese entonces, cuando en realidad la distancia es aproximadamente de 10 600 millas. Si el continente americano no se le hubiera atravesado en su camino en 1492, Colón jamás hubiera llegado a donde supuso que llegó hasta el fin de sus días: las Indias.

Todo ello explica que, a pesar de que la vocación de navegante, su curiosidad científica y sus lecturas son plenamente renacentistas, su manera de leer sigue anclada en un modo de entender la realidad propia de una época en que el conocimiento se articula en un sistema de semejanzas.

Lectura mitificadora de América

Si consideramos que la enunciación en un discurso narrativo es la que traduce con mayor fidelidad la propia visión del mundo, es decir, la ideología de una época, el Diario del Primer Viaje a las Indias de Colón evidencia una problematización de la perspectiva enunciativa, dado que el texto original se extravió, y solo es posible acceder a ese primer testimonio mediante una segunda enunciación incorporada en la Historia de las Indias de Bartolomé de las Casas, quien compendia el diario colombino más de cincuenta años después de haber sido escrito. De modo que la evidencia de la primera lectura que realiza Colón de América se encuentra condicionada por una lectura posterior de índole lascasiana, que sugeriría cierta inclinación favorable hacia los nativos durante el proceso de Conquista y colonización españolas. Esta copia del diario ofrece así la fusión de dos registros pertenecientes a etapas históricas distintas, yuxtapuestos en un discurso que arroja ciertas dudas sobre el grado de intervención que pueda haber sufrido el original. Que las primeras marcas de lectura del continente americano sean producto de una mixtura verbal no hace sino reproducir, a nivel enunciativo, las diversas formas de alteración presentes en el propio texto de Colón al momento de cifrar su mirada de las Indias.

Sin embargo, por muy suspicaz que se pueda ser con el compendio realizado por Las Casas, lo cierto es que las dos cartas que el navegante le envía a los Reyes Católicos y al escribano Luis de Santángel en 1493, luego de su primer viaje a las Indias —estas sí, de su puño y letra—, no distan mucho en estilo, tono y propósito del diario conservado hasta la fecha. Esto permite deducir que las intervenciones realizadas por Las Casas en su copia sumaria parecieran no transgredir la esencia ideológica de los textos colombinos.

Desde el inicio de su primer viaje a las Indias, Colón tiene muy clara la naturaleza de su proyecto. Se trata, en primer lugar, de una empresa religiosa, política y económica, y, en segundo lugar, de una ambición personal con que granjearse beneficios materiales, nobiliarios y el renombre de la gloria. Ya en las primeras líneas del diario, dirigidas a los Reyes Católicos, quedan explícitas sus intenciones: «(…) pensaron de enviarme a mí, Cristóbal Colón, a las dichas partidas de India para ver los dichos príncipes, y los pueblos y tierras y la disposición de ellas y de todo y la manera que se pudiera tener para la conversión de ellas y nuestra Santa Fe; y ordenaron que yo no fuese por tierra al Oriente, por donde se acostumbra de andar, salvo por el camino de Occidente, por donde hasta hoy no sabemos por cierta fe que haya pasado nadie. Así que, después de haber echado fuera todos los judíos de todos vuestros reinos y señoríos, en el mismo mes de enero mandaron Vuestras Altezas a mí que con armada suficiente me fuese a las dichas partidas de India; y para ello me hicieron grandes mercedes y me ennoblecieron que dende en adelante yo me llamase Don y fuese Almirante Mayor de la mar Océana e Visorrey y Gobernador perpetuo de todas las islas y tierra firme que yo descubriese y ganase y de aquí adelante se descubriesen y ganasen en la mar Océana, y así sucediese mi hijo mayor y así de grado en grado para siempre jamás».

El viaje tiene la finalidad de abrir una nueva ruta hacia Oriente, expandir los territorios del imperio español, evangelizar los nuevos reinos y señoríos, y garantizar títulos y prebendas para el Almirante y su descendencia. A ello hay que agregar las riquezas materiales que la conquista de esas tierras desconocidas, pero apetecidas, traerá a la corona española. Con esta misión en mente, el diario se convierte, más que en un registro de lo que acontece, en un discurso publicitario (destinado a los Reyes Católicos) que exalta un territorio cuya descripción se ajusta menos a criterios empíricos que a los calculados deseos de un Colón ávido de reconocimiento. Deseos en los que la ambición de riquezas materiales se confunde con el ansia utópica de equiparar las Indias con el Paraíso cristiano. En su libro La conquista de América, Tzvetan Todorov llama la atención sobre estos motivos de Colón: «Por lo demás, la necesidad de dinero y el deseo de imponer al verdadero Dios no son mutuamente exclusivos; incluso hay entre los dos una relación de subordinación: la primera es un medio y la segunda, un fin. En realidad, Colón tiene un proyecto más preciso que la exaltación del Evangelio en el universo, y tanto la existencia como la permanencia de ese provecto son reveladoras de su mentalidad: tal un Quijote con varios siglos de atraso en relación con su época. Colón quisiera ir a las Cruzadas a liberar Jerusalén. Solo que la idea es absurda en su época y como, por otra parte, no tiene dinero, nadie quiere escucharlo. ¿Cómo podía realizar su sueño, en el siglo XV, un hombre sin recursos y que quisiera lanzar una cruzada? Es tan sencillo como el huevo de Colón: no hay más que descubrir América para conseguir los fondos necesarios… O más bien, ir a China por el camino occidental «directo», puesto que Marco Polo y otros escritores medievales han afirmado que el oro «nace» ahí en abundancia».

Apenas las carabelas abandonan el continente europeo, se activa en Colón la biblioteca imaginaria que lleva internalizada no para descubrir novedades, sino para reafirmar certidumbres, confirmando así la tesis de Edmundo O’Gorman para quien América no fue descubierta, sino «inventada». La mente de Colón pone en funcionamiento la máquina de las semejanzas y las exageraciones, cuyos correlatos discursivos serán el símil y la hipérbole como figuras retóricas recurrentes en el diario.

Los ejemplos de esta operación comparativa y superlativa, que podría catalogarse de «calculada imaginación», son numerosos. Uno de los primeros es la mención de la quietud del océano al momento en que las embarcaciones se internan en el mar de los Sargazos, lo cual lleva a decir a Colón que el tiempo era «como abril» en Andalucía (16 de septiembre). De los primeros habitantes que ve al llegar a San Salvador, afirma que «ellos deben ser buenos servidores y de buen ingenio, que veo que muy presto dicen todo lo que les decía, y creo que ligeramente se harían cristianos; que me pareció que ninguna secta tenían» (12 de octubre), una manera de idealizar a unos nativos dispuestos para la evangelización. «Luego que amaneció vi­nieron a la playa muchos de estos hombres, todos mancebos, como dicho tengo, y todos de buena esta­tura, gente muy fermosa: los cabellos no crespos, salvo corredios y gruesos, como sedas de caballo, y todos de la frente y cabeza muy ancha más que otra generación que fasta aquí haya visto, y los ojos muy fermosos y no pequeños, y ellos ninguno prie­to, salvo de la color de los canarios» (13 de octubre). De acuerdo con su lectura de los viajes de Marco Polo, al llegar a la isla de Cuba, Colón afirma que se trata de la «isla de Cipango, de que se cuentan cosas maravillosas, y en las esferas que yo vi y en las pinturas de mapamundos es ella en esta comarca» (24 de octubre). Y para la naturaleza solo tiene palabras elogiosas, en las que priva la exaltación de la belleza, la diversidad y la fertilidad, así como la familiaridad con regiones españolas: «Y después junto con la dicha isleta están huertas de árboles las más hermosas que yo vi y tan verdes y con sus hojas como las de Castilla en el mes de abril y de mayo, y mucha agua» (14 de octubre). «Crean Vuestras Altezas que es esta tierra la mejor e más fértil y temperada y llana y buena que haya en el mundo» (17 de octubre) «… y aves y pajaritos de tantas maneras y tan diversas de las nuestras que es maravilla; y después hay árboles de mil maneras y todos de su manera fruto, y todos huelen que es maravilla» (21 de octubre). Días más tarde, insistirá en la búsqueda de los reinos asiáticos que recuerda haber leído en sus libros: «y dice que había de trabajar de ir al Gran Can, que pensaba que estaba allí, o a la ciudad de Catay, que es del Gran Can, que diz que es muy grande, según le fue dicho antes que partiese de España» (30 de octubre). Como era de esperarse, Colón echa mano de ciertas leyendas y mitos que circulaban en su época y las incorpora en su descripción: «Entendió también que lejos de allí había hombres de un ojo y otros con hocicos de perros que comían los nombres y que en tomando uno lo degollaban y le bebían su sangre y le cortaban su natura» (4 de noviembre). Solo en este diario del primer viaje la palabra «oro» se menciona más de setenta veces, y siempre en este tenor de indisimulada codicia: «Sin duda es en estas tierras grandísi­mas sumas de oro, que no sin causa dicen estos indios que yo traigo, que ha en estas islas lugares adonde cavan el oro y lo traen al pescuezo, a las orejas y a los brazos y a las piernas, y son manillas muy gruesas, y también ha piedras y ha perlas pre­ciosas y infinitas especerías» (12 de noviembre). Resaltan, por omisión, las escasas menciones al mal clima, los peligros hallados en tierra con los indios, las dificultades de comunicación debido al desconocimiento de las lenguas de los naturales, las adversidades de un viaje que debió tener una cara menos amable, o en todo caso más contrastante, que la descrita en las páginas de este primer diario de Colón. Al respecto, Philippe Hamón, en su Introducción al análisis de lo descriptivo, señala: «Hay en esto un placer de encontrar de nuevo (un léxico, «cosas») y por lo tanto de recordar más que de descubrir cosas nuevas (lo «novel»). Sabemos que en las subdivisiones de los tratados de Retórica, el «topos» está vinculado esencialmente con la Memoria y la hipotiposis, especie de hipérbole de la descripción, es lo que hace «presentes» las cosas».

Es evidente que Colón no disimula sus deseos. Los exagera mediante un discurso que privilegia la hipotiposis que menciona Hamón. Tal como don Quijote, los deseos del navegante genovés poseen una fuerza que lo impulsa a ajustar la realidad según las ideas y las imágenes de sus lecturas. Pero a diferencia del ingenioso hidalgo, Colón no es un hombre obsesionado por los libros: su biografía no es el reflejo de una bibliografía. Los libros son solo medios utilitarios que le sirven para refrendar sus propósitos, que van más allá de la letra escrita y se inscriben en esa aventura visionaria, mitificadora, en la que el proyecto evangelizador, la expansión imperial, las riquezas materiales y la gloria individual representan los objetivos más elevados. Aunque su aventura responde a los ideales renacentistas de exploración y descubrimientos geográficos, su mentalidad está más próxima al pensamiento medieval de las similitudes ontológicas. Razón tiene Todorov al señalar que «paradójicamente, es un rasgo de la mentalidad medieval de Colón el que lo hace descubrir América e inaugurar la era moderna».

Todas las marcas textuales del diario del primer viaje no hacen sino exaltar esa misión eufórica del discurso colombino. Así, una palabra que, al igual que el «oro», se repite constantemente en su escritura es la palabra «maravilla». En su afán de idealizar el paisaje natural y humano de las Indias, Colón emplea de manera recurrente ese término que traduce la naturaleza de su mirada transformadora de lo real. Irlemar Chiampi ha precisado el significado de esta palabra, tan importante en la historia discursiva americana: «Maravilloso es lo que contiene la maravilla, del latín mirabilia, o sea, “cosas admirables” (bellas o execrables, buenas u horribles), opuestas a los naturalia. En mirabilia está presente el “mirar”: mirar con intensidad, ver con atención, o incluso, ver a través de. El verbo mirare se halla también en la etimología de milagro —portento contra el orden natural— y de espejismo —efecto óptico, engaño de los sentidos. Lo maravilloso recubre, en esta acepción, una diferencia no cualitativa, sino cuantitativa con lo humano, una dimensión de belleza, de fuerza o riqueza, en fin, de perfección, que puede ser mirada por los hombres. Así, lo maravilloso preserva algo de lo humano, en su esencia. Lo extraordinario está constituido por la frecuencia o densidad con que los hechos o los objetos exceden las leyes físicas y las normas humanas».

De esta definición se desprende que la mirada de Colón no es la del hombre empirista, objetivo, fiel a la realidad de los naturalia. Por el contrario, su modo de ver, de leer el mundo, está firmemente arraigado en los procedimientos de la mirabilia, en la visión admirada (visionaria) de la realidad y, en ese sentido, propensa a la alteración mitificadora de lo observado. El objetivo del diario de Colón (y que se mantendrá en el registro de los tres viajes siguientes) es tratar de convencer a sus lectores inmediatos, los monarcas españoles, de que la mirabilia de las Indias es en realidad una naturalia, con lo que aspira a presentar esos territorios como un Nuevo Mundo donde es posible aplicar los preceptos del cristianismo e instaurar el verdadero reino de Dios en la tierra. La desnudez física y espiritual de los naturales, así como la riqueza y pureza del paisaje americano (es decir, la ausencia de marcas civilizatorias) equivalen a una especie de cuaderno en blanco donde Occidente puede volver a escribir la historia, y enmendar la plana evangelizadora. Primero con la pluma, luego con la espada.

Lectura fallida

En sintonía con las ideas de Foucault sobre el papel ejercido por la episteme de las analogías en Occidente hasta el siglo XVI y de cómo la obra cervantina representa el tránsito hacia una nueva manera de entender, asociar y producir el conocimiento, Octavio Paz ha señalado que el Quijote «es una obra animada por… la ironía, que es ruptura de la correspondencia y que subraya con una sonrisa la grieta entre lo real y lo ideal. Con Cervantes comienza la crítica de los absolutos: comienza la libertad». A la luz de esta constelación de correspondencias se puede decir que leer el Nuevo Mundo desde el rigor de las similitudes especulares produjo el gran equívoco de no vislumbrar la otredad de esos territorios que ni eran nuevos ni podían ser un cuaderno en blanco donde experimentar un proyecto de conquista mesiánico. «Toda la historia del descubrimiento de América, primer episodio de la conquista —señala Todorov—, lleva la marca de esta ambigüedad: la alteridad humana se revela y se niega a la vez. El año de 1492 simboliza ya, en la historia de España, este doble movimiento: en ese mismo año el país repudia a su Otro interior al triunfar de los moros en la última batalla de Granada y al forzar a los judíos a dejar su territorio, y descubre al Otro exterior, toda esta América que habrá de volverse latina».

El genocidio ocurrido en esos «nuevos» territorios es consecuencia, entre otros motivos, de ese no saber leer las diferencias de la alteridad humana con la que se encontraron los españoles en América: no reconocer que existía un ser humano distinto, con valores y códigos propios que merecían una lectura más lúcida, comprensiva y compasiva, menos intolerante y acomodaticia. Una lectura orientada hacia la convivencia de las libertades y diferencias, y no hacia el sometimiento militar y religioso. Colón fue incapaz de abandonar el espejo hermenéutico —narcisista—, donde solo era posible que se viera a sí mismo a cada momento (imagen que incluía los intereses de la corona española, que hizo suyos), y por ello leyó siempre la realidad desconocida, forzándola a parecerse a su realidad conocida (la de la experiencia, las lecturas y los deseos). Nunca comprendió del todo la dimensión de su empresa y, a diferencia de los últimos días de don Quijote, no pudo, o no quiso admitir que él también había sido víctima del peligroso delirio de las semejanzas.

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Bibliografía

  • Aladro-Font, Jorge. «Don Quijote y Cristóbal Colón: O, La sinrazón de la realidad» (1994). Lienzo. 15. Ps. 37-54.
  • Chiampi, Irlemar. El realismo maravilloso (1983). Caracas: Monte Ávila.
  • Colón, Cristóbal. Diario, cartas y relaciones. Antología esencial (2012). Selección, prólogo y notas de Valeria Añón y Vanina Teglia. Buenos Aires: Corregidor.
  • Colón, Cristóbal. Los cuatro viajes del almirante y su testamento (1982). Edición y prólogo de Ignacio B. Anzoátegui. Octava edición. Madrid: Espasa-Calpe.
  • Colón, Cristóbal. Relaciones y cartas (1892). Madrid: Librería de la Viuda de Hernando y C. A.
  • Colón, Hernando. Historia del Almirante (2003). Barcelona: Ariel.
  • Foucault, Michel. Las palabras y las cosas (2008). México: Siglo XXI Editores.
  • Hamón, Philippe. Introducción al análisis de lo descriptivo (1991). Buenos Aires: Edicial.
  • O’Gorman, Edmundo. La invención de América (1958). México: FCE.
  • Paz, Octavio. «Discurso en la entrega del Premio Cervantes 1981». En: Premios Cervantes. Una literatura en dos continentes (1994). Madrid: Ministerio de Cultura. Centro de Letras Españolas.
  • Taviani, Paolo Emilio. Cristóbal Colón. Génesis del gran descubrimiento (1988). Volumen I y II. Barcelona: Instituto Geográfico de Agostini / Editorial Teide.
  • Todorov, Tzvetan. La conquista de América (2008). Argentina: Siglo XXI Editores.


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