Perspectivas

Luces y sombras de la descentralización

10/08/2022

Fotografía de JOSE COHEN | AFP

La expresión de un viejo anhelo

La centralización política y administrativa en torno a la cual hubo de consolidarse el país a partir del primer tercio del siglo XX no sólo pretendió fungir como respuesta a las dislocaciones sufridas durante el siglo anterior sino que se vería respaldada por un importante soporte ideológico como el que hubo de proveer el Positivismo. Todo este proceso explica, por un lado, lo que significaría la emergencia del Estado Nacional moderno; pero, por el otro, explica el hecho de que, como resultado, terminaran generándose saldos y deudas notables, como lo sería el perjuicio que habrían de sufrir una serie de legítimas aspiraciones regionales. De allí que, visto como quiera verse, se partía de suponer que la disgregación nacional experimentada hasta entonces había tenido su origen en conflictos históricos no resueltos, y que la respuesta más aconsejable era, por tanto, la edificación de un Estado moderno centralizado.

¿Pudo haber sido distinta la configuración del Estado venezolano durante el siglo XX? Resulta difícil saberlo o, al menos, darle libre curso a tal pregunta sólo podría conducir a especulaciones contrafactuales y, por tanto, irresponsables. Lo cierto del caso es que así ocurrió, y ello no fue necesariamente obra del simple voluntarismo, o de una inspiración providencial, sino resultado de lo que significara que se instrumentasen una serie de políticas capaces de asegurarse cierta perdurabilidad en el tiempo y que, al mismo tiempo, fuesen efectivas ante la recurrente idea de la dispersión de la autoridad como sinónimo de desorden. Si algo queda claro entonces es que ese Estado Nacional moderno anulaba el predominio regionalista que había distinguido otros procesos de cambio político que habían tenido lugar durante casi un siglo cumplido de vida republicana.

Cabe, no obstante, formular una o incluso, dos observaciones a partir de este punto. De buenas a primeras podría pensarse, por lo dicho anteriormente, que si ese Estado moderno se erigió como alternativa ante la dispersión y la violencia, pues entonces el principal y casi único mecanismo con el cual pudo contar para consolidar esa dinámica centralizadora fue mediante la existencia de un ejército profesional y efectivamente nacional. Puede que ello sea en buena parte cierto; pero dejaría por fuera algo importante que precisa tenerse en cuenta. Si bien el Estado moderno venezolano recurrió al poder (o a la sola amenaza) de la novísima institución armada como forma de respuesta ante la violencia comúnmente asumida como principal instrumento de combate político, también habría de hacerse responsable, en distintos momentos de su andadura durante el siglo XX, de estimular la formación de una sociedad capaz de cultivar los valores de la convivencia pacífica.

Esto quiere decir entonces que, más allá de que ese Estado se viera provisto de la capacidad necesaria, en términos de aprestos militares y profesionalización de la institución armada, para ejercer la coacción de una manera tal que todo desafío que se le planteara a su autoridad acabara tornándose asimétrico, fue capaz al mismo tiempo de integrar a la nación a través de distintos mecanismos y no necesariamente, o en todos los casos, basados en el uso (o la amenaza) de la violencia. Aquí habría que hablar, pues, de lo que significara el esfuerzo de tipo institucional y jurídico que hiciera también el Estado moderno a fin de cimentar esa mismísima la idea de pertenencia a una realidad mucho más compleja de lo que significaban las fidelidades regionales.

Lo segundo que cabe observar es lo siguiente. Por lo general se tiende a dar por bueno que el Estado moderno, tal como llegó a conocérsele durante el siglo XX, fue producto del tipo de gestión impulsada por el gomecismo y el elenco de ideólogos positivistas que le brindó soporte al proyecto centralizador de la autoridad nacional. Eso tampoco está en discusión. Basta señalar que la premisa fundamental en torno a la cual actuaba ese Positivismo que se mostraba mucho más sombrío y descarnado en sus apreciaciones de la realidad social y política que el tipo de Positivismo que le había precedido a fines del siglo XIX, era que toda distribución de poder equivalía, lisa y llanamente, a la dispersión de la autoridad. Y no a mejor voz apelaban estos positivistas asociados al gomecismo que a la voz de Bolívar y a lo que éste había señalado respecto a lo que presuponía ser la repartición del poder, bien en forma de ejecutivos plurales o esquemas federales de gobierno, como sinónimo de caos o debilidad. Lo que sí, en cambio, tiende a pasar inadvertido (o, cuando menos, no es algo en torno a lo cual se haga el énfasis necesario) es que, si bien ese Estado moderno fue ampliando sus contenidos como planificador y regulador de la economía, o como prestador de servicios sociales, educativos, sanitarios y culturales, casi en ningún caso pretendió abandonar su vocación centralizadora de la autoridad.

Juan Vicente Gómez y Eleazar López Contreras en Maracay. Fotógrafo desconocido

Esto equivale, para decirlo de algún modo, a que desaparecido Gómez y el gomecismo de la escena, ese tipo de Estado de autoridad altamente centralizada sólo intentó desandar sus pasos muy a finales del siglo XX. Y, cuando tal fue el caso, lo hizo sin dejar de tropezarse con enormes reticencias e, incluso, con la presencia de voces muy influyentes (tal como la de Rafael Caldera, o la de un dirigente histórico de Acción Democrática como llegó a serlo Gonzalo Barrios) que aún aconsejaban que ese Estado siguiese actuando sobre la base de una trayectoria centralizadora firmemente sostenida. Esto quiere decir, en otras palabras, que el intento de descentralización que se implementó a partir de la década de 1990 no dejaría de contar con una buena legión de adversarios y descontentos.

Más allá de lo que significara, pues, la presencia de un tipo de pensamiento de raigambre positivista asociado al gomecismo, cabe observar que, a partir de 1936, continuaron pervivieron parejas cautelas, pareja desconfianza y parejos temores acerca de lo que podía implicar un tipo distinto de distribución del poder. Tanto así que incluso, al advenir la mejor hora de lo que iba a significar la ampliación de los fueros ciudadanos o la consolidación de la vocación garantista y asistencial del Estado a partir de los sucesos del 18 de octubre de 1945, esas precauciones continuaron viéndose notablemente presentes.

Convendría traer a cuento un ejemplo que resulta bastante revelador al hablar de esa coyuntura. Al momento en que, en 1947, la Asamblea Nacional Constituyente debatía la incorporación de la figura del Presidente de la República como autoridad electa de manera directa y universal, ese mismo proyecto preveía que los gobernadores de estado continuasen siendo designados por el Ejecutivo Nacional, tal como había sido la práctica hasta entonces. Esto provocó quizá uno de los debates más ricos y polémicos entre los muchos debates ricos y polémicos que se generaron entre el partido de gobierno y algunos partidos de la oposición allí presentes. Hablamos, por ejemplo, de lo que fue la opinión del Partido Comunista de Venezuela (pese a que su figuración, en números, fuera francamente minoritaria) o, incluso, la de algunos diputados independientes, pero cercanos a Acción Democrática. En ambos casos, comunistas e independientes pondrían de relieve la notable contradicción que, a su juicio, revelaba el hecho de que los venezolanos tuviesen el derecho a escoger, por primera vez, al Presidente de la República de manera directa y universal, pero no así a las autoridades regionales.

Sin embargo, ante la insistencia oficialista según la cual el régimen revolucionario, por provisional y frágil, no podía correr el riesgo de verse a merced de caciquismos resurrectos, el resultado de tal debate fue dejar que el futuro se hiciese cargo de resolver semejante nudo. Tal cosa no ocurrió desde luego, puesto que, en primer lugar, más pronto que tarde advino el naufragio de ese ensayo de construcción democrática y, en segundo lugar, lo que supuso ser el viscoso interludio de la década militar entre 1948 y 1958.

Ahora bien, a partir de 1959, es decir, llegada la hora de reinstalar una cultura electoral competitiva y de asumir el hecho democrático como expresión vinculante de toda la sociedad, el tema de una distribución más equilibrada del poder (y, por tanto, el de la elección directa de las máximas autoridades regionales) volvería a emerger entre los tantos reclamos pendientes. No obstante, tampoco podría decirse que las precauciones, cuyo origen se remontaba a las desconfianzas positivistas, aún hubiesen dejado de hacerse presentes. Tanto así que, pese a que existiera ya una actuación estratégica de unidad entre las distintas fuerzas políticas (como no había ocurrido durante el periodo 1945-1948), recurría la idea de que la democracia no era un hecho afianzado y que la confianza en el futuro lucía aún relativa.

De allí que, aun cuando se manejara con respeto lo que pudiera significar la desconcentración del poder en tiempos de nuevas expectativas, la Comisión Delegada que se hizo cargo de redactar la Constitución que sería sancionada en 1961 (puesto que no hubo, en este caso, una Asamblea Constituyente), resolvió dejar que el tema se viera librado una vez más al porvenir. En todo caso, la diferencia fue que esta vez se hizo mediante la adopción de una nebulosa disposición transitoria; pero el hecho cierto es que los redactores de esa Constitución no dejaron de exhibir de este modo sus profundas reticencias hacia el Federalismo.

Desde luego, nada de esto impidió que durante la segunda mitad del siglo XX se pusieran en práctica procesos y políticas conducentes a una mayor participación local y regional o que, en todo caso, sirviesen para revitalizar o revigorizar la dinámica económica de las distintas zonas del país. Así lo demuestra la creación de regiones administrativas o de corporaciones regionales (Corpozulia o Corporiente, para poner dos ejemplos), tanto como el estímulo que fuese ofrecido por el Estado en pro de la creación de universidades regionales, o para fomentar el establecimiento de radiodifusoras regionales, televisoras regionales o prensa de consumo masivo a nivel regional como una forma de abolir el privilegio detentado hasta entonces por la capital de la república con respecto al conocimiento de los problemas nacionales y, también, para garantizar la simultaneidad de la información. Por ello es que no convendría hablar de la anulación o el sofocamiento total de las aspiraciones regionales. Pero lo cierto es que la escogencia de sus autoridades sería harina de otro costal. Así, pues, la elección directa de gobernadores (y, por extensión, en el plano local, de los alcaldes) quedaría nuevamente relegada como una asignación pendiente.

Con altos y bajos, o entre falencias y logros, discurrió un periodo de cuarenta años entre 1959 y 1989 que terminó revelando dos cosas importantes a la vez: hablamos, por un lado, del nivel cada vez de mayor complejidad alcanzado por ese Estado moderno y, como áspera paradoja, su cada vez menor capacidad de ofrecer respuestas dada la incidencia producida por el crecimiento demográfico (es decir, por una población cuadruplicada en menos de medio siglo) sobre la prestación de los servicios públicos. Hablamos entonces de lo que iba a significar para el Estado el reto de continuar honrando sus compromisos y obligaciones ante al nivel de las demandas sociales generadas hasta ese momento. Pero también hablamos, por el otro lado, del desarrollo de una sociedad mucho más exigente que la que pudo haber existido durante la primera mitad del siglo XX.

Dicho en otras palabras: a medida que se hacía más complejo en sus roles y atribuciones, o mientras más le costaba satisfacer las demandas planteadas, ese mismo Estado centralizado debía vérselas con una sociedad que no sólo se pluralizaba en mayor grado sino que se hacía más sofisticada en cuanto a sus expectativas y reclamos. Tales reclamos, que además se harían cada vez más perentorios, incluían una vuelta al anhelo de lo que debía ser una mayor sinceración del poder, sobre todo entendiéndose que el país había conjurado los temores que habían existido en torno al debilitamiento de la autoridad nacional al haberse alcanzado ya un punto de madurez institucional (y de sentido nacional inclusive) como para visualizar, sin complejos ni traumas, la necesidad de confrontar las prevenciones centralistas, las cuales no sólo formaban parte de una pesada herencia desde los tiempos gomecistas sino que fueron compartidas por el elenco fundacional del ensayo democrático.

Esto condujo entonces (entre cuarenta años de logros y desaciertos, como se ha dicho) a que se hiciera necesario dotar al modelo de convivencia democrática de nuevos centros de gravitación a partir de un proceso de reformas políticas. Para ello existiría, como hoja de ruta, la lista de recomendaciones formulada desde 1984 por la Comisión para la Reforma del Estado (COPRE) la cual resultaría difícil dejar de calificar como la forma más inteligente (aun cuando tal vez tardía y, por tanto, demasiada acelerada) que pudo concebirse en materia de auto-corrección del rumbo seguido desde 1959.

En primer lugar, esto pone a las claras que lo que se pretendía era oxigenar el sistema político, o darle un segundo aire a algo que tomó mucho esfuerzo consolidar, como lo fue el proyecto nacional democrático. En segundo lugar, al concebírsele como un ensayo de auto-corrección, esto significaba que la democracia venezolana no pretendía elegir el camino del suicidio. Y no menos importante, en tercer lugar, es que si se hablaba de “oxigenar” el sistema (por la vía del desmantelamiento de muchas de las prerrogativas detentadas hasta entonces por el Estado, la mejora de la eficacia del sistema tributario, la transparencia de los mecanismos de financiamiento de los partidos políticos o la reforma a la Ley del Sufragio, por sólo citar algunos objetivos), esto presuponía también “oxigenar” las expectativas regionales luego de la larga dinámica que implicara la centralización política y administrativa como requerimiento básico de la construcción del Estado moderno en el siglo XX. El proceso, como bien se sabe, no solamente condujo a que se trasladara a las regiones una autonomía de acción sino que originó nuevos centros de legitimación, redistribución y pluralización del poder a través de la elección directa de alcaldes y gobernadores.

Ahora bien, puede decirse que, a raíz de este proceso, ocurrió lo mismo que en lo referido a la inversión social y, más aún, en lo que respecta al peso de algunas obras no visibles como la provisión de agua potable, el saneamiento ambiental o la construcción de un inmenso sistema de aguas servidas: el régimen democrático simplemente no supo, o no se interesó siquiera en promocionar sus logros. Simplemente los dio por hecho. Y, entre tales logros, figuraba lo realizado por la COPRE. Pero lo importante en todo caso fue que la reforma se produjo y que el caos no advino, ni tampoco lo hicieron los fantasmas del pasado por la sencilla razón de que el sistema democrático exhibía ya la robustez y la musculatura necesaria para que pudiese recorrerse tal camino. Después de todo, el régimen democrático podía preciarse de haber consolidado la estabilidad al derrotar movimientos armados e insurgencias de todo tipo durante la década de 1960; pero ya, a partir de la década siguiente, frente a un país “pacificado”, resultaba difícil aceptar que el requisito de la estabilidad continuase cerrándole muchas vías al requisito de la participación. Y este parámetro hubo de continuar en pie hasta que los “demócratas reformistas” resolvieron retar a los “demócratas tradicionalistas” en torno a lo que consideraban que debía ser un aggiornamento del modelo.

Lo cual quiere decir también que, frente a la lista de reclamos hechos por una sociedad cada vez más crítica del curso del ensayo democrático, las voces agoreras que respondían a las sensibilidades del pasado debieron quedarse plantadas en su sitio tras la acogida que, a nivel colectivo, pareció tener la COPRE como mecanismo auto-corrector.

Ciertamente, la descentralización no fue perfecta, ni pretendió serlo, puesto que no comprendió algunas cosas a las cuales también se aspiraba, tal como la idea de un federalismo fiscal; pero, en todo caso, fueron muchas las competencias que, a partir de entonces, terminaron obrando directamente en manos de las autoridades regionales. Aparte de todo, cabría señalar algo tan importante como lo supuso este empeño por descongestionar y abrirle nuevos espacios de actuación local. Nos referimos a que este proceso también hizo posible que tales autoridades regionales, al labrarse un liderazgo propio y mostrar un balance eficiente en su gestión, aspiraran a proyectarse como opciones válidas a la hora de las elecciones presidenciales.

Aún más, luego de implementarse tales reformas, la convivencia entre el gobierno central y las regiones no se manifestó como una experiencia traumática, Más bien fue todo lo contrario. No hubo dispersión de la autoridad, ni caos, ni guerra civil. Tanto así que el presidente Carlos Andrés Pérez, a quien le tocó debutar ante esa experiencia durante su segunda gestión, interactuó en términos de enorme fluidez con autoridades regionales que no sólo eran expresiones opositoras a su partido sino que mantenían reservas o discrepancias con relación a algunos de los objetivos de la reforma aconsejada por la COPRE que apuntaban más bien a la órbita económica. Pérez respetó y acató esa dinámica; lo mismo hubo de ocurrir durante la presidencia interina de Ramón J. Velásquez, así como durante la segunda presidencia de Rafael Caldera, pese a las enormes reservas que este último expresara durante la década de 1980 cuando la COPRE echó a andar un proceso asombrosamente amplio de consultas a nivel nacional. En todo caso, y pese a que sus gestiones terminasen viéndose criticadas en otros sentidos, los tres presidentes supieron interpretar lo que, para la salud de la dinámica democrática, podía entrañar el surgimiento de auténticos liderazgos regionales.

Ramón J. Velásquez. Ca 1990. Fotografía de Esso Álvarez | ©Archivo Fotografía Urbana

El pasado como proyecto

“El pasado como proyecto” es una expresión que con gran tino ha utilizado el historiador Tomás Straka para referirse a distintas expresiones asociadas a la forma como la llamada Revolución bolivariana ha intentado trazarse un confuso (y quizá ni tan confuso) porvenir desde que advino como alternativa política a partir de 1999. Entre esas expresiones figura justamente el hecho de haber desempolvado las viejas prevenciones bolivarianas (y positivistas) con respecto a la naturaleza de la autoridad y, si se quiere, para insistir en que la garantía y eficiencia de esa autoridad reside en todo cuanto pueda hacerse a favor de re-centralizarlo, independientemente de que para ello haya tenido que recurrirse a odres nuevos para almacenar en sus entrañas vinos viejos. Hablamos así de ciertos instrumentos de fachada, tal como “el Estado Comunal”, o de algunas fórmulas cargadas de puro efectismo, como aquella de “la nueva geometría del poder”, que lo que han hecho es supuestamente redefinir el concepto de descentralización logrando más bien agravar el centralismo.

Lo peor es que, al igual que muchos de los cambios más radicales implementados por la Revolución bolivariana, éste ha marchado a contravía de lo que taxativamente figura previsto por la Constitución de 1999 en lo que se refiere a la preservación, e incluso, a la ampliación de la dinámica descentralizadora iniciada una década antes. No en vano hay quienes observan que, en este punto, la Constitución vigente hizo posible avanzar aún más a favor de la descentralización, especialmente con respecto a la autonomía de los municipios y, de manera concreta, en relación a la transferencia de competencias por parte del Poder Nacional.

Ahora bien, tal como lo ha señalado el abogado y catedrático José Ignacio Hernández, el Estado comunal fue concebido para debilitar a ese Estado (denominado en la Constitución de 1999 como “Estado federal descentralizado”) mediante una hábil manipulación del lenguaje. Y sintetiza el proceso de este modo: “Así, el Estado comunal mantiene la descentralización, pero cambiando su contenido. Ésta ya no consiste en la transferencia de competencias del Poder Nacional a estados y municipios, sino en la transferencia de competencias a las instancias del Poder Popular a través (…) del Consejo Federal de Gobierno. Como sea que las instancias del Poder Popular dependen, directa o indirectamente, del Gobierno Nacional, quien a su vez domina al Consejo Federal de Gobierno, esta redefinición del concepto de descentralización (…) reforzó, por ende, las competencias del Presidente de la República”. En otras palabras; jaque a las gobernaciones y a los municipios, tal como habían existido hasta entonces, constitucionalmente hablando.

Aparte del citado autor, la historiadora Catalina Banko, el profesor universitario Carlos Mascareño y la investigadora Rosangel Álvarez han ofrecido una serie de miradas, desde la reflexión crítica y profesional, acerca de los alcances de esta escalada centralizadora promovida por la Revolución bolivariana. De modo que, además de tratarse de una literatura de enorme calidad, se halla fácilmente disponible y, por tanto, resultaría innecesario glosarla a los efectos de estas páginas. Lo que sí podría decirse a modo de cierre ante un país confundido y lleno de desaliento es que, visto desde una perspectiva histórica, el resultado de tales reformas fue la configuración de un mapa político mucho más diverso, haciendo que perduraran, hasta un pasado no muy remoto, los logros de cierta redistribución de poder, al tiempo de revelar la gestación y emergencia de nuevos liderazgos.

Tal vez no existan grandes obras a la vista como resultado de la descentralización practicada durante apenas poco más de una década; pero ello se debe a que esa experiencia duró poco, y tal vez se deba asimismo a que tampoco se registraron todos los alcances que se tenían previstos. Pero, aun así, prefiero apostar a favor del anhelo descentralizador por la sencilla razón de que tal vez resulte posible retomar ese camino una vez que podamos dejar atrás la actuación de este modelo de Estado que, si bien puede que siga siendo autoritario en sus conductas, reflejos y prácticas, ha llegado a revelar, a fin de cuentas, una enorme pérdida de control.

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Lecturas recomendadas

Álvarez, R. “Perspectivas de la descentralización y la participación ciudadana en el Gobierno de Hugo Chávez (1999-2009)”. En: Scielo. Revista de Ciencias Sociales, Vol. 16, N. 4 (Maracaibo), Diciembre 2010. Disponible en: http://ve.scielo.org/scielo.php?script=sci_arttext&pid=S1315-95182010000400009  

Aveledo C., G. T. La segunda república liberal democrática (1959-1998). Caracas: Fundación Rómulo Betancourt, 2014.

Banko, C. “De la descentralización a la nueva geometría del poder”. En: Revista Venezolana de Economía y Ciencias Sociales. Vol. 14, N. 2, (Caracas), Agosto de 2008. Disponible en:  http://ve.scielo.org/scielo.php?script=sci_arttext&pid=S1315-64112008000200009

Hernández, J.I. “La estructura jurídico-estatal del sistema político venezolano del siglo XXI”. En: Urbaneja, D.B. (Coordinador). Desarmando el modelo. Las transformaciones del sistema político venezolano desde 1999. Caracas: Abediciones-Instituto de Estudios Parlamentarios Fermín Toro-Konrad Adenauer Stiftung, 2017: 151-193.

Mascareño Q., C. “El federalismo venezolano re-centralizado”. En: Provincia. N. 17 (Enero-Junio 2007): 11-22. Disponible en:

http://www.saber.ula.ve/bitstream/handle/123456789/23472/articulo1.pdf;jsessionid=B877CDEFBBDFFD6DA2B3DD2C4921A5E3?sequence=1

Stambouli, A. La política extraviada. Una historia de Medina a Chávez. Caracas: Fundación para la Cultura Urbana, 2002.

___________________. “Concepción y desarrollo del Estado moderno venezolano a lo largo del siglo XX”. En: Mondolfi G., E. (Coordinador). La Política en el siglo XX venezolano”. Caracas: Fundación para la Cultura Urbana, 2021: 166-221.

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Este texto fue publicado originalmente en la vigésima edición de la Revista Democratización del Instituto Forma.


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