Destacadas
Te puede interesar
Los más leídos
Romper el vidrio en caso de emergencia. Es lo que ha hecho Joan Fontcuberta en su más reciente libro “Desbordar el espejo” (Galaxia Gutenberg, 2024). Los pedazos rotos llegan como advertencia. Podríamos asociar el título con las aventuras de la Alicia de Lewis Carroll que atraviesa el espejo. O, en el ámbito de lo fotográfico, vincularlo con los espejos y las ventanas a través de los cuales, como propuso John Szarkowski, nos miramos a nosotros mismos y miramos a otros, el adentro y el afuera, la autorepresentación y la representación. O también, y ésta es tal vez la relación más obvia, la de trastocar los bordes de la fotografía desde los cimientos del daguerrotipo entendido como “espejos con memoria”.
Las reflexiones de Fontcuberta reúnen desde ya varios libros atrás una continua revisión sobre el propio concepto y alcance de la fotografía. Son una invitación a romper el vidrio y reconocer que vivimos un incendio, del que quizás sólo percibimos el humo en medio de la confusión. “Arde la imagen” nos han dicho otras veces (Georges Didi-Huberman). Aún desconocemos la magnitud de este incendio, pero sabemos que está arrasando cuanto hay a su alrededor, cuanto dábamos por cierto o estable. En dos de sus publicaciones anteriores (La cámara de Pandora: la fotografía después de la fotografía, 2010 y La furia de las imágenes. Notas sobre la postfotografía, 2016) Fontcuberta ha preparado el terreno, siempre con los ojos puestos en los desafíos actuales a los que se aproxima con la avidez y el cuidado de un arqueólogo que sabe que camina entre ruinas que valora como verdaderos tesoros históricos que desde el pasado arrojan luz al presente. Es la travesía de “La fotografía, de la alquimia al algoritmo”, como promete el subtítulo del libro.
La veracidad de la imagen hoy más que nunca está en jaque, y este autor lleva años alertando como un profeta que clama en el desierto de utópicas certezas y principios acuñados a la fotografía. Duden, duden, duden… ha exclamado desde su propia obra y desde sus textos, conjugando reflexión teórica y creación artística. A tal punto que finalmente aprendimos a dudar… pero de él y, ahora, revisamos una, dos, tres veces cada referencia, cada afirmación, buscamos por detrás a ver si hay alguna trampa, un truco, y, algunas veces, lo que hayamos es que no hay falsedad. Pedrito vuelve a gritar (el lobo, el lobo… ahí viene el lobo). A nosotros nos toca ir y constatar si es una broma, un engaño, o un peligro real. En otras ocasiones, la aleccionadora picardía no hace sino confirmarnos que los límites entre lo real y lo imaginario son difusos y porosos. En cualquier caso, nos reconciliamos con la duda. Aprendemos a sospechar. Ahora sabemos (también) que aunque existe una foto del lobo, no debemos confiar plenamente en su apariencia porque, entre conexiones y relaciones, recordamos que la abuela de Caperucita era un lobo disfrazado que, entre otras cosas, tenía grandes ojos para vernos mejor.
El libro reúne diversos ensayos y nos muestra a un autor que se mira a sí mismo frente a su propio espejo y nos comparte un fragmento de sus recorridos por la imagen, desde la curiosidad y la ingenuidad infantil, hasta la necesidad expresiva que entra por los ojos y germina en ideas que mutan a la materialidad visible:
Cuando era chaval me gustaban la historieta gráfica y los tebeos de guerra. Fueron mi primer contacto determinante con la imagen y con la fotografía. (…)
Cada semana salía un número nuevo que yo corría al quiosco a comprar. Siempre se trataba de aventuras que tenían lugar en el contexto de la Segunda Guerra Mundial y de la guerra de Corea. No sé por qué motivo sentí la necesidad de verificar que aquellos relatos de ficción se ubicaran dentro de un marco histórico auténtico, más allá de las licencias literarias de los guionistas. (…)
Yo recortaba las imágenes, las clasificaba y reorganizaba la narración redactando con una caligrafía escolar mis propios pies de foto, incluso en una segunda fase pasé a resumir la crónica de los acontecimientos. Al principio enganchaba las fotos de forma torpe en libretas, pero al final acabé haciendo encuadernar las páginas confeccionadas. Los álbumes están fechados en 1965 y 1966, tenía diez u once años. Exhumados más de medio siglo después de mi antigua habitación tras la muerte de mis padres, los miro ahora con unos ojos que desde entonces no han parado de ajustar cuentas con las imágenes (pág. 424-425)
Fontcuberta no desestima el valor de las historias para conectar. En este relato lo subraya. Lo personal nos acerca. Desde ahí se tejen vínculos y surgen reflejos. Pensemos en nuestros antepasados reunidos alrededor del fuego contando las hazañas de la cacería, pintando en las cavernas, dejando un testimonio que, a la vez, es individual y colectivo, nos habla de los otros que, al final, somos nosotros mismos. Así también, el autor español nos cuenta en cada ensayo un episodio de la historia de la fotografía, de sus usos, cualidades y peripecias, de la transformación de un medio que fue deseado, esperado, modificado, ajustado, confrontado, culpabilizado y ahora parece vagar errante en los intrincados caminos de datos y algoritmos. El relato en primera persona combina ideas que parecen escritas a varias manos y remiten, al menos, a dos voces. La alternancia de párrafos con letras cursivas o itálicas crea el ritmo de una conversación a la que se suma el lector.
El presente y devenir de la fotografía son examinados a partir de sus hibridaciones y los cambios de índole sociocultural y tecnológica que cuestionan sus límites y nos adentran en problemas actuales y en las complejidades de la imagen como laberinto y ruptura. En su labor arqueológica, Fontcuberta escarba, consigue y clasifica una importante cantidad de referencias. Libros, propuestas artísticas, noticias y curiosas anécdotas se ofrecen al lector. El resultado es un un vasto inventario de experiencias, una colección de fuentes hilvanadas en un discurso en el que convergen: Inquietos inventores; artistas que retoman técnicas y procedimientos antiguos para abordar temas contemporáneos; hijos huérfanos que enfrentan la pérdida aferrándose a imágenes y recuerdos; jardines de los que brota la memoria; vaginas utilizadas como cámaras oscuras; archivos resucitados que inyectan presente al pasado. Imágenes devoradas por microorganismos; engullidas y desnacientes; vistas aéreas que imitan el ojo de Dios y pájaros antecesores de Google Earth que fotografían desde el cielo y nos enseñan a mirar.
Referencias del cine y la literatura, de la botánica y la geolocalización, de la pureza de la naturaleza y el cataclismo nuclear. Espacios en miniaturas que reducen las dimensiones en pro de la representación visual; fábricas de ilusiones que encogen el mundo; reconstrucciones forenses mediadas por imágenes; las tensiones de la eximidad y la intimidad. El anhelo de capturar el rostro Dios; productivas y sofisticadas Inteligencias Artificiales; soldados que parten a la guerra con una cámara compacta “como obsequio de despedida”; las imágenes de la guerra y la guerra de las imágenes.
La lista es extensa. El álbum de la humanidad es grande y complejo y suele arrojar pistas sobre nuestra identidad. Cada quien escoge donde situarse. Por eso me detengo en un particular suceso propio de nuestras tierras, donde el realismo mágico es más real que mágico. Se trata de un satélite Corona 1005 utilizado para la vigilancia fotográfica que se precipitó al suelo y fue encontrando por dos campesinos cerca de la población La Fría, en el estado Táchira, Venezuela. Hacendados, periodistas, efectivos militares, funcionarios diplomáticos y hasta instituciones como el Ministerio de Defensa venezolano y la CIA saltan a escena como si de un espectáculo se tratara. El registro del fotógrafo Leonardo Davilla (asentado en San Cristóbal) sugieren que el hecho ocurrió.
Ante la vorágine tendemos a sentirnos perdidos. El espejo se ha transformado y nosotros con él. Nos frotamos los ojos y comprobamos que mucho parece ser una alucinación compartida, una ficción dirigida. La cámara ya no es un espejo, mucho menos el irrefutable ojo de la historia. Con asombro descubrimos que los límites del espejo son los límites del mundo. Pero ambos, el espejo y el mundo, siguen cambiando. Por eso, la invitación del autor es a enfocar nuevamente “desbordando el espejo, esto es, recuperando todo aquello que parece haberse quedado latente fuera de sus márgenes”. Tal vez es ahí, en los márgenes y en lo marginado, en lo que ha quedado excluido o desestimado, donde habitan algunas respuestas y surgen nuevas preguntas.
Johanna Pérez Daza
ARTÍCULOS MÁS RECIENTES DEL AUTOR
Suscríbete al boletín
No te pierdas la información más importante de PRODAVINCI en tu buzón de correo