Perspectivas

Los liceos y la Venezuela que no fue

Fotografía de Ronaldo Schemidt | AFP

23/07/2021

El destino de todos

El reportaje que Indira Rojas ha publicado en Prodavinci sobre el profesor Julio Mayor me ha confrontado, como pocas cosas, con el drama de la historia contemporánea de Venezuela. Y no solo por lo que pueda tocarme en lo personal, al ser también egresado del Instituto Pedagógico de Caracas y conocer otros casos, algunos muy cercanos —como el suyo—, sino por lo que tiene de metáfora del país entero. El destino del Prof. Mayor no es solo el del magisterio, o el del sistema educativo, es el de los sueños de toda una sociedad y la forma en la que parecieron desvanecerse en nuestras manos. Es decir, cuando ya los creíamos firmemente asidos. 

Pocas cosas reflejaron mejor el optimismo en el porvenir que algún día tuvimos que los liceos: a partir de la década de 1940, comenzaron a construirse en todas partes y que después, con la democracia, se masificaron. Un liceo recién inaugurado en un pueblo o en un barrio popular era la posibilidad, que se probó cierta para muchos, de alcanzar sueños que hasta la víspera ni se tenían por lo lejanos que eran: un hijo o, cada vez más, una hija bachiller. “El primero en mi familia que se gradúa de bachiller” se convirtió en un personaje bastante común en los hogares venezolanos. Muchas veces era el paso para pronto ser “el primero en mi familia que va a la universidad”. Pero en todos los casos lo era para una nueva vida, inimaginable, una generación atrás, de engrosar la clase media. 

Dentro de ese universo, el magisterio cumplió un papel doble: el de gestor de esas máquinas de ascenso social que eran las escuelas y liceos y el de ser en sí mismo una de las rutas para dejar atrás la pobreza, con un empleo razonablemente pagado, estable (a veces demasiado estable, gracias a la protección de fieros y poderosísimos sindicatos) y lleno de beneficios, con un sistema de salud propio, créditos para viviendas y estudios, casas vacacionales en la playa, sesenta días de vacaciones al año y la posibilidad de jubilarse muy joven, comoquiera que la edad promedio con la que se comenzaba en la docencia es de unos dieciocho años, o incluso antes. No es raro llegar a los veinticinco años de servicio con menos de cincuenta años. 

Por supuesto, que esto no nos confunda: en medio de la bonanza petrolera y sus posibilidades de riqueza fácil, la profesión docente era muy menospreciada por las clases medias, ya que, en efecto, los salarios eran absurdamente bajos al compararlos con lo que ganaba un ingeniero o un abogado. Y es un hecho que desde la década de 1980 los ingresos reales no dejaron de bajar, como pasó con todos los venezolanos, pero tal vez de forma más acusada. Llevan casi cuatro décadas en las que, con algunos picos, han rodado por un plano inclinado hasta llegar a la situación que nos describe Indira Rojas: sueldos de uno o dos dólares al mes (hay que subrayar que en la educación pública, es decir, en nuestro tema, los liceos), profesores que abandonan la docencia para ser vigilantes u obreros —en Venezuela o en el exterior—, liceos que en demasiadas ocasiones acusan ruina, que no pocas veces están tomados por bandas juveniles y que, en casi todos los casos, están cada vez más vacíos. Aquellas grandes infraestructuras de mediados del siglo pasado a veces tienen pisos enteros sin alumnos y los coordinadores hacen maromas para que existan suficientes secciones para que los profesores no pierdan su carga horaria. El que puede hace el esfuerzo de inscribir a sus hijos en un colegio privado. Otros optan, u optaron hasta hace poco, por los caminos más expeditos de las misiones o los parasistemas. Y muchos, cada vez más, simplemente no pueden tener a sus hijos estudiando.

La historia, por lo tanto, de los liceos y sus profesores es la del país. Es otra ocasión para recordar que no se trata de algo lejano y ajeno, que se resuelve mirando a otro lado, como hizo treinta años atrás, inscribiendo a los hijos en colegios privados y advirtiéndole a quien quisiera oír que no se meta a docente u hoy celebrando en las redes que el nieto ganó un concurso en una escuela de otro país (generalmente uno en el que sí se preocuparon por las escuelas y sus maestros). El problema no es la legítima celebración, sino la falta de alguna reflexión o incluso autocrítica que la acompañe. La suerte de los liceos es la de todos los venezolanos. Ellos fueron una de nuestras mayores apuestas, por la que su historia es la de todo lo que se invirtió y se esforzó en modernizarse. Su colapso actual es el que amenaza a todo nuestro proyecto de nación.

El nacimiento del liceo

En 1913 el Colegio Nacional de Varones de Caracas pasó a llamarse Liceo Caracas. Dos años después, en 1915, fue rebautizado otra vez como Liceo Andrés Bello. Lo mismo se hizo en Mérida, donde, en 1917, se fundó el Liceo de Mérida que, a partir de 1932, pasó a llamarse Libertador. Hasta donde hemos podido averiguar, estos son los dos primeros liceos de Venezuela. Eso no significa que antes no existieran instituciones de educación media. La legislación grancolombiana ordenó la creación de Colegios Nacionales en las capitales de los departamentos, cosa que la República de Venezuela, que se reconstituye en 1830, empieza a hacer a partir de 1832. Otorgando el título de bachiller en Filosofía, en ellos se obtenía una formación general en lenguas, matemáticas, idiomas y ciencias. Esto, obviamente, para los hombres. Para las mujeres estaban los Colegios Nacionales de Niñas y algunas otras instituciones similares, centradas en su formación para madres y amas de casa. Eso empezará a cambiar cuando, en 1876, se funden las Escuelas Normales, donde comienzan a graduarse maestras.

En 1880 se dividieron los Colegios en dos tipos: los Colegios Federales, o de primera categoría, que daban también formación profesional en leyes y medicina, y los de segunda categoría, que siguieron llamándose Colegios Nacionales. Así encontramos bachilleres en Ciencias Políticas y en Ciencias Médicas otorgados por los de primera categoría, junto a los de bachiller en Ciencias Filosóficas, Agrimensores y Maestros de Instrucción Primaria otorgados por los de segunda categoría. Este sistema siempre fue problemático. No dejó de haber polémicas sobre la calidad de los bachilleres en Ciencias Políticas y Medicina, y cuando se crearon las universidades del Zulia y de Valencia, en 1891 y 1892, respectivamente, saltó la duda sobre la necesidad real que tenía Venezuela de tantos médicos y abogados. De ese modo, en un decreto que aún es controvertido, en 1904 se cierran las dos nuevas universidades. Ese año también se les quita a los Colegios Federales la potestad de otorgar títulos. En la práctica siguieron funcionando, solo que los alumnos debían ir a las universidades de Caracas o Mérida para rendir exámenes y recibir sus certificaciones.

En buena medida, aquello debe verse como parte de un espíritu más amplio de poner orden en el país a través de la centralización. Creó enormes enconos regionales y, sin duda, limitó las ya de por sí escasas oportunidades de estudio, pero todo indica que es necesario ponderarlo dentro de ese marco. Por otra parte, tuvo como resultado la creación de una educación media plenamente definida. Aunque es un tema que aguarda, hasta donde sabemos, por una investigación, es razonable pensar que se consideró en llamar liceos a los Colegios de Caracas y Mérida, precisamente para diferenciarlos de la Universidad. La inspiración del lycée francés es más que probable, sobre todo para marcar el hecho de que, además de ser específicamente una institución de secundaria, es estatal y de alta calidad. La fama que tuvieron los liceos Andrés Bello y Libertador parece ir en esta dirección. No es un dato menor que una de las innovaciones que trajeron los liceos fue que se eliminó la segregación entre varones y niñas de los colegios nacionales. En relativamente poco tiempo las muchachas comenzarían a hacer mixtos los liceos con su presencia y a estudiar más cosas de las que se suponía debía saber una ama de casa. 

No fue hasta las grandes reformas educativas de 1936 que el resto de los Colegios Nacionales pasaron a llamarse liceos. Liceos emblemáticos en cada región, como el Peñalver (Ciudad Bolívar), el Pedro Gual (Valencia), el Baralt (Maracaibo) o el Antonio José de Sucre (Cumaná), fueron la aplicación, tres lustros después, de lo ensayado en Caracas y Mérida. Junto con el nuevo nombre, vino una nueva y deslumbrante sede, por lo general de las más modernas del mundo para el momento, donde arquitectos como Cipriano Domínguez, por encima de todos, Carlos Raúl Villanueva y Luis Malaussena (este en especial diseñando escuelas primarias) se lucieron con edificaciones que aún son referenciales. Y pronto también llegaron los nuevos profesores formados en el Instituto Pedagógico Nacional (hoy de Caracas), que se fundó en ese mismo año. No en vano el liceo pasó a ser un hito en el imaginario de todas las regiones. Incluso con la reforma educativa de 1969, los liceos dejaron de llamarse así (al igual que las Escuelas Técnicas, lo que creó el largo mito de su desaparición), ya la palabra estaba firmemente afincada en la cultura: la gente siguió hablando del Liceo Andrés Bello o del Liceo Baralt (en 2004 se retomó el nombre para los Liceos Bolivarianos). Con sus edificios, con sus profesores, generalmente respetadísimos y hasta admirados, con sus alumnos, que sorprendían a todos por lo mucho que sabían; los liceos eran símbolos inequívocos de progreso. ¿Quién no quería ver a un hijo suyo así? ¿Qué muchacha no suspiraba por recibir las miradas de uno de aquellos jóvenes, acaso futuros doctores? 

Pero esa admiración también reflejaba otra cosa: los liceos seguían siendo una institución restringida a formar élites. Seguía habiendo solo uno en cada capital, al que llegaban los hijos de las familias que podían darse el lujo de tener en la casa a un quinceañero que no trabajara y que, además, estaban en condiciones de aspirar a mandarlo a Caracas o a Mérida si demostraba el suficiente talento como para ir a la universidad. El segundo liceo público de Caracas, el Fermín Toro, se fundó con la camada de planteles de 1936. Había también en la ciudad algunos colegios privados católicos y en muchas de las capitales Escuelas Normales, Escuelas Técnicas y Escuelas de Artes y Oficios. Pero el prodigio de hacer que todos comenzaran a tener la perspectiva de un hijo estudiando en un liceo o, incluso, yendo a la universidad, es uno de los signos distintivos de la democracia y, hay que admitirlo, del estado mágico que la acompañó. 

El magisterio y la masificación 

Lo que ocurre a partir de la década de 1940, pero, en especial, con la llegada de la democracia, es la masificación. Es decir, la promesa de que todos, si ponían el empeño necesario, podrían ser como esos muchachos de sacos elegantes y esas muchas de jumpers que iban a los liceos. El profesor de educación media e historiador Mario Buffone ha estado publicando durante el último mes, o un poco más, la lista de los liceos fundados después de 1958 en su extraordinario proyecto Obras de la democracia, que lleva adelante para contrarrestar la convicción de muchos de sus alumnos de que en “la cuarta república” no se hizo nada, o que demuestran una completa ignorancia sobre el tema [1]. Los números son simplemente abrumadores, incluso para quienes creíamos estar un poco mejor informados que sus alumnos. 

Uno de los grandes problemas que conllevó la masificación fue el de formar al ejército de docentes que hacía falta para atenderla. El Instituto Pedagógico (después Instituto Pedagógico Nacional y hoy Instituto Pedagógico de Caracas), fundado en 1936, no podía darse abasto. Cuando en 1946 se promulgó el famoso y aún polémico decreto 321, se dividieron los planteles entre aquellos que tenían más de un 75 % de profesores graduados y los que estaban debajo de este porcentaje, a los que se les restringía la autonomía para evaluar a sus alumnos. Detrás de esta medida técnica (dejar la evaluación en manos de profesionales), estaba la política de que los colegios católicos eran reacios a contratar profesores egresados del Pedagógico, a quienes temían por adecos o comunistas (lo que, en muchos casos, era cierto, sobre todo lo primero). Pero pronto surgió también el hecho de que, en realidad, en Venezuela no había casi ningún plantel con tantos profesores graduados.

Fotografía de George Castellanos | AFP

En la década de 1950, dentro de una política que en parte planeaba eliminar al políticamente peligroso Pedagógico, se crean las primeras Escuelas de Educación en las universidades (la de la UCV, en 1953, a la que se le pensó agregar el Pedagógico, y la de la Universidad Católica Andrés Bello, en 1957); pero, sobre todo en 1950, se creó el Instituto de Mejoramiento Profesional del Magisterio, hoy con sede en casi todos los municipios, con el objetivo de profesionalizar a la multitud de maestros que, de una forma u otra, habían entrado al magisterio, no siempre con los conocimientos mínimos. La democracia fundó cuatro pedagógicos más (en la actualidad todos son núcleos de la Universidad Pedagógico Experimental Libertador, UPEL) y escuelas de educación en casi todas las universidades. Según el artículo de Rojas, hoy hay unos 400 mil docentes activos en Venezuela. Tener medio millón de empleados bien formados y bien pagados es un reto para cualquier país. Inicialmente, lo primero se logró, al menos para los estándares de lo que es la profesión docente en el mundo (¿no llegaban hasta inicios de los setentas profesores españoles porque en Venezuela ganaban más del doble que en su país?), pero lo segundo fue más difícil.

La masificación pudo el prodigio, fuera incluso de la más alucinada imaginación de la mayoría, de crear un liceo —¡un lycée!— en cada pueblo y casi en cada barrio de las grandes ciudades. Pudo también hacerles realidad el sueño a muchísimas personas de que sus hijas vestirían los envidiados jumpers y las combinaciones, cualesquiera que fueran, de los uniformes de los varones (hasta los ochenta cada institución tenía su propio uniforme, aunque tendencialmente se asumió el caqui, tal vez un poco militar). Y, además, el de crear muchos “el primer bachiller de la familia”. Pero no pudo reproducir algo como los liceos Andrés Bello, Libertador o Baralt en todas partes. No es un dato irrelevante que los liceos dejaron de ser encargados a arquitectos como Cipriano Domínguez, para adoptarse modelos-tipo que simplemente se adaptaban lo mejor posible a cada lugar. Estaban constreñidos a severísimos estándares internacionales, tanto de ingeniería como de pedagogía, aunque esto se relajó un poco a partir de los ochentas, y nunca fue posible prescindir completamente de aquel montón de casas y otras edificaciones que, en el afán masificador, se acondicionaron de algún modo. Y las cosas como son: tampoco le fue posible a los pedagógicos y a las escuelas de educación mantener el ritmo de producción de docentes, y al mismo tiempo hacerlo con el cuidado de los años iniciales. No pocas veces su formación era francamente lamentable. 

Se hizo un gran esfuerzo para acerárseles, casi se logró en muchísimos casos. A nivel general no se puede ocultar la importancia de sus grandes logros, comoquiera que los venezolanos profesionales somos producto de aquello, directa o indirectamente, pero cuando el modelo general entró en crisis, ese fue uno de los hilos por los que se deshilachó más rápidamente. 

¿Fue solo una ilusión?

El Prof. Mayor, por lo tanto, hizo una apuesta que por varias décadas había dado resultado. Estudié en el Pedagógico de los años noventa con una multitud de hombres y mujeres como él. Si algo me sorprendió fue la enorme variedad de oficios que veía entre mis compañeros, gente que, como enfermeras, secretarias, no pocos policías y bomberos, un fiscal de tránsito, una conductora de un transporte escolar, un conductor de grúas, un carnicero, un jockey, un sindicalista de la Electricidad, hacían turnos nocturnos o ajustaban sus horarios para sacar su profesorado. Me acuerdo de dos orientales que en las vacaciones se enrolaban de marineros, su oficio inicial, y de un guayanés que se regresaba a Ciudad Bolívar para trabajar como obrero de construcción. Con eso hacían para mantenerse en Caracas y, seguramente, ayudar a sus familias. No todos eran así, naturalmente, porque también había muchachos que tenían algún trabajo solo para comprarse sus cosas e ir al cine con la novia. Tarde o temprano el momento en el que se conseguían unas horas en algún colegio, y así, poco a poco, iban dejando atrás su otra vida para comenzar a ser maestros o profesores. Lo que logró Julio Mayor. 

El problema es que no ha logrado —porque ni en su vida, ni en la del país, se ha dicho aún la última palabra— lo otro que seguía al ingreso al magisterio. Los de mi generación todavía alcanzaron bastante de lo que ofrecía el magisterio. Hace relativamente poco un alumno de postgrado, profesor egresado del Pedagógico, me dijo, casi con lágrimas de emoción, una frase que resume toda la aspiración de aquel universo: “Profesor, ¿sabe que me mudo? ¡Voy a salir del cerro!” Hoy es una excepción. Ese “salí del cerro”, que todo el que lo ha hecho recuerda como un hito, que vivieron casi todos mis compañeros, es lo que se ha roto. De hecho, muchos están desandando el camino y volviendo, como el colega Mayor, a aquello de lo que se esforzaron tanto por salir. Ese camino inverso es el de toda una sociedad: el de los liceos que pasaron del prestigio al desprestigio, el de la masificación que pasó a los pisos enteros vacíos en los liceos, el del ascenso social, en el que los profesionales vuelven a los oficios de los que quisieron escapar cuando se inscribieron en una universidad.

¿Fueron, entonces, los liceos, todo lo que ellos representaron en 1936, cuando se generaliza la palabra, o en 1958, cuando se masifican, solo una ilusión? Es imposible eludir qué hubo de eso. Los resultados no dan espacio para no suponerlo. Pero, como con todo, queda lo que decidamos hacer. Están allí unas instalaciones, tal vez derruidas, pero valiosas. Queda una siembra importante. Quedan profesores como Mayor o como Buffone que no se han rendido, indistintamente de lo que estén haciendo y del país en el que se encuentren. Tal vez los liceos, tal como se les concibió en un principio, sean símbolos de la Venezuela que quiso ser y, al final, no fue. Pero si ponemos el esfuerzo suficiente, tal vez puedan pronto convertirse en los de otra Venezuela, más promisoria, que será.

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Referencias

[1] véase su Twitter @MarioBuffoneL y su blog: http://obrasdelademocraciavenezolana.blogspot.com/. También tiene publicada una síntesis de su investigación, que puede descargarse a través del siguiente link: https://editorialan.com/portfolio/pocaterra/ 


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