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La visita de la pareja presidencial estadounidense sirvió a Rómulo Betancourt para afianzar los lazos con alianza entre ambos países, además de consolidar la importancia estratégica de Venezuela como país petrolero en crecimiento. Las fotografías del Archivo Fotografía Urbana sobre aquella icónica visita sirven a Almandoz como punto de partida para la segunda entrega de esta nueva serie
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Imágenes del argentino Tito Caula, pertenecientes al Archivo Fotografía Urbana, captan momentos de la breve pero significativa visita a Venezuela, en diciembre de 1961, del presidente John Fitzgerald Kennedy, junto a su esposa, Jacqueline Lee Bouvier. Tanto en la llegada al aeropuerto de Maiquetía, como en la recepción de honor, la pareja estadounidense está acompañada por su contraparte venezolana: Rómulo Betancourt, ya veterano socialdemócrata reconocido en el continente, y la entonces primera dama, Carmen Valverde.
Sin desairar la sobriedad de doña Carmen, es inevitable que la atención del observador sea captada por Jackie Kennedy, ya para entonces legendaria. Casada con el apuesto senador demócrata en 1953, la joven fotógrafa, afrancesada por ascendencia y por vivir en París como estudiante de la Sorbona, imprimió a los cocteles y las fiestas de Massachusetts primero, y a las recepciones y galas de la Casa Blanca después, toques parisinos y refinados. Allí se decantó, desde el comienzo, por vestidos trapecio a lo Chanel, como el escogido para arribar a Maiquetía; o por trajes sin manga a lo Givenchy, con escote palabra de honor, como el lucido en la recepción de gala; versionados muchos, eso sí, por Oleg Cassini desde Nueva York o California, para afianzar la industria americana.
Desde su llegada a la Casa Blanca, la flamante señora Kennedy rompió entonces una anodina tradición de primeras damas desaliñadas que culminara con mom Eisenhower, la propia antecesora que le ayudó a realzar el contraste. Con Jackie, la First Lady americana devino un icono de estilo y glamour que ganó reconocimiento incluso en el Palacio del Elíseo, junto a Charles De Gaulle; allí el mismo presidente estadounidense bromeó con ser “el acompañante de la señora Kennedy”, cuando la pareja chic visitara París en 1961, antes de venir a Venezuela.
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Allende la iconografía en las fotos de Caula, que captan asimismo miradas cruzadas entre los presidentes y sus esposas, la agenda política y económica de la visita refrendaba la importancia estratégica del país petrolero en los planes interamericanos de Kennedy. En efecto, aquella parada en la gira del mandatario demócrata sirvió para reforzar la adhesión de la Venezuela de Rómulo Betancourt, firme aliada de Washington en la lucha contra el comunismo, al programa de la Alianza para el Progreso. Como para enfatizar la importancia que la reforma agraria y la diversificación industrial tenían en la agenda desarrollista, en La Morita, estado Aragua, y no en la capital, se selló el tratado. Fue un momento captado en otra foto de prensa, mostrando al líder adeco y Rafael Caldera, sentados en el podio, mientras el buenmozo huésped introducía a su esposa icónica ante la audiencia local.
La misma Jackie había sido anfitriona de la recepción ofrecida en la Casa Blanca al cuerpo diplomático latinoamericano, al anunciarse el programa, el 13 de marzo de 1960; entonces el presidente Kennedy lo había resumido en términos de “techo, trabajo y tierra, salud y escuelas” para la “gente americana”. Invocando en español mismo la resonancia continental del adjetivo, el joven demócrata parecía reavivar la gendarmería hemisférica que en sus momentos asumieran James Monroe y Franklin D. Roosevelt, y que parecía ahora amenazada por el comunismo enclavado en el Caribe por la Revolución cubana. Teniendo su manifiesto teórico en The Stages of Economic Growth (1960), de Walt W. Rostow –asesor de la administración Kennedy junto a otros notables académicos y diplomáticos–, la Alianza para el Progreso intentaba fortalecer la industrialización para el desarrollo regional, siempre que no compitiera con la producción gringa. Al mismo tiempo, se fomentaba la redistribución de la tierra y la reducción de desigualdades sociales a través de un paquete de ayuda de 20 millardos de dólares a lo largo de la década.
Concebido en buena medida para prevenir nuevos brotes comunistas, el programa no fue diseñado unilateralmente desde Washington, sino que resultó de la interacción entre asesores de la Casa Blanca –incluyendo Arthur Schlesinger y George McGovern, además de Rostow– con planificadores de la Comisión Económica para América Latina (Cepal) y el Banco Interamericano de Desarrollo, encabezados por Raúl Prebisch y Felipe Herrera, respectivamente. El equipo técnico reconocía, que, aunque heredera del plan Marshall, la Alianza para el Progreso lograría este con más lentitud que la iniciativa europea, dado que Latinoamérica arrastraba una pesada carga de pobreza, analfabetismo y desbalances sociales, económicos y geográficos. Firmado en la cumbre presidencial de Punta del Este, en agosto de 1961, el acuerdo final requirió algunos toques que lo hicieran lucir no intervencionista, especialmente tras la fracasada invasión a Bahía de Cochinos en abril del mismo año. Fue por ello que el acta de la OEA firmada en Bogotá y la Operación Panamericana promovida por Juscelino Kubitschek fueron referidos como antecedentes en el documento, mientras Estados Unidos aparecía como un primus inter pares.
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Además de la socialdemocracia del veterano Betancourt en Venezuela, otros gobiernos beneficiarios de la Alianza para el Progreso incluyeron los de Arturo Frondizi en Argentina, João Goulart en Brasil, Fernando Belaúnde Terry en Perú, Eduardo Frei en Chile y los Lleras en Colombia; pero tal como reflejara la visita inaugural de los Kennedy, la incorporación venezolana era clave para el programa. Con el ímpetu desarrollista del gobierno de Acción Democrática, coincidente con la agenda de la Alianza y las tempranas recetas de la Cepal; sustentadas las reformas y los proyectos por la ingente renta petrolera y la fortaleza del bolívar, los logros e indicadores exhibidos por aquella Venezuela visitada por los Kennedy eran los de un país en despegue hacia el desarrollo. Así lo registró Mariano Picón Salas en 1964, en una carta escrita poco antes de su muerte que lo sorprendiera al apenas iniciarse el año siguiente: “La reforma agraria, los doce mil kilómetros de carreteras asfaltadas que conducen de Paria hasta el Táchira, la Siderúrgica de Guayana, la imponente industrialización del país y la política educativa en los más variados niveles indican que se ha administrado bien. ‘Venezuela ya despega como avión veloz hacia el desarrollo’, decía, hace pocos días, al terminar un ciclo de conferencias, el eminente profesor Rostow”.
Aparecía quizás realzada la entusiasta visión nacional de don Mariano por el idealizado retrato histórico de su viejo amigo y copartidario Rómulo, quien concluyera, en 1964, la primera presidencia del pacto de Puntofijo. Pero ciertamente la Venezuela de mediados de los sesenta era vista por Rostow y otros economistas como ejemplo del país latinoamericano que había iniciado el take-off o despegue al desarrollo. Tomando como indicador de este el 24 por ciento del Producto Nacional Bruto destinado a inversión, ya Venezuela se había enrumbado en esta afortunada pista desde el frenesí progresista del Nuevo Ideal Nacional de Pérez Jiménez, aventajando a Brasil, Colombia, Chile y Filipinas, países que le seguían en orden decreciente. Si ya México y Argentina habían arrancado en la década anterior, el artífice de la Alianza señalaba, como testimoniara Picón Salas, a Venezuela y Brasil como los aviones de los sesenta.
Sin embargo, como tristemente sabemos, la madurez de ese desarrollo no comenzó a materializarse en aquella década de 1960 para los países de la primera industrialización latinoamericana, como tampoco lo sería por el resto del siglo para los que siguieron, incluyendo a Venezuela. No haber alcanzado la madurez tras un despegue que fue anunciado por los mismos teóricos de la Alianza es atribuible a diversas e innumerables causas, según los particulares procesos de los países latinoamericanos; sin embargo, al tratar de establecer las razones más generales, se puede señalar primeramente la inestabilidad política que no permitió la consolidación del Estado de bienestar difusor de beneficios sociales. El agotamiento de la sustitución de importaciones y otros programas económicos como la reforma agraria también pesaron, en tanto causas y efectos a la vez, en lo que puede ser llamado la inmadurez del desarrollo latinoamericano. Asimismo, ya para finales de los sesenta era evidente que la industrialización no se había ni diversificado ni consolidado, especialmente en términos de bienes de consumo duraderos y de capital, con lo que quedaban estranguladas las posibilidades de tecnificación requeridas por la madurez rostowiana y el desarrollismo cepalino.
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Además del estancamiento en el desarrollismo latinoamericano, la Alianza para el Progreso fue contrarrestada, por un lado, por el enraizamiento comunista en varios países, tal como predijera el barbudo Che Guevara, en tanto ministro cubano, en la misma firma del acuerdo en Punta del Este. Por otro lado, tal como resalta Jeffrey Taffet en Foreign Aid as Foreign Policy. The Alliance for Progress in Latin America (2007), el programa perdió empuje en la geopolítica de Washington desde el 22 de noviembre de 1963, cuando mataron al presidente Kennedy en Dallas.
Aunque fuera mantenida durante la administración de Lyndon Johnson, la Alianza fue disminuida en la ayuda externa, una vez que Estados Unidos entró en la guerra de Vietnam en 1965. Al mismo tiempo, presidentes de países beneficiarios del programa, como João Goulart y Juan Bosch, fueron percibidos como simpatizantes del comunismo y exponentes de la retórica anti-imperialista, lo que llevó a Washington a apoyar el golpe de estado en Brasil y la invasión de República Dominicana. También otros estadistas demócrata-cristianos como Frei Montalva criticaban a la Alianza por no incorporar organizaciones representativas de la sociedad civil, tales como sindicatos y movimientos estudiantiles.
En sus postrimerías, la iniciativa de Kennedy fue socavada desde ambos frentes: al sur del Río Grande pasó a ser percibida como un plan imperialista para promover las exportaciones gringas a los mercados latinoamericanos, mientras alimentaba la mala administración de fondos. Y desde Washington, los políticos conservadores miraban a la Alianza como dinero malgastado, especialmente al calor de una guerra vietnamita que había devenido extremadamente costosa a finales de los sesenta. Ya para entonces el programa llegaba a su fin con la elección de Richard Nixon, quien fuera, no olvidemos, atacado en su gira latinoamericana como vicepresidente en 1958.
Puede decirse que el balance de fuerzas continentales cambió desde aquel día que mataron a Kennedy, quien, a través de la Alianza para el Progreso, iniciara un señero capítulo de cooperación entre Estados Unidos y Latinoamérica. Las fotografías de Caula, con don Rómulo y doña Carmen hospedando a JFK y Jackie, son epítomes de aquella alianza. Era entonces difícil sospechar que, por contraste con el desarrollismo saludado por la visita de los Kennedy, cuando Venezuela era dilecta aliada de Washington en la lucha anticomunista y la Alianza para el Progreso, Caracas pasaría a ser bastión de la retórica antiamericana y el socialismo en el siglo XXI.
Arturo Almandoz Marte
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