Perspectivas

Los engranajes de “La naranja mecánica”

31/07/2022

Fotograma de La naranja mecánica. 1971. Stanley Kubrick

Anthony Burgess, autor del libro La naranja mecánica, era también compositor, pedagogo y lingüista. En 1944, de regreso junto con su esposa de una estadía en Malasia, fueron asaltados por cuatro jóvenes soldados estadounidenses que golpearon y violaron a su mujer. La señora estaba embarazada; perdería al bebé por culpa de los traumatismos. Esta terrible experiencia llevó a Burgess, años más tarde, a escribir A Clockwork Orange (1962), la novela que narra la historia de Alex, un maleante de quince años, que en un futuro cercano representado en la obra (los supuestos años 90) comete fechorías por Londres con su pandilla de «drugos» bajo los efectos de una leche mezclada con drogas sintéticas («velocentina», «syntheisitiseina» y «drencromina»), que les estimulan el ansia por la lujuria y la hiperviolencia. La novela está escrita parcialmente en una jerga inventada por el autor: el «Nadsat», una mezcla de inglés barriobajero con ruso y otras lenguas de raíz eslava. Para Burgess, aunque esto no lo explica abiertamente en el libro pero sí llegó a asomarlo en otros textos y entrevistas, los mecanismos del adoctrinamiento y la propaganda soviética se las ingeniarían para colarse de manera subrepticia a través de la publicidad y los mensajes codificados de los medios masivos de comunicación. De manera que la guerra en contra del capitalismo y la rebelión en contra del mundo de los adultos no necesitaría de balas ni sería por medio de armamento atómico, era mejor minar desde dentro al enemigo, sembrar la semilla de la descomposición para causar el desmoronamiento interno. Como quien inocula y dosifica progresivamente células cancerígenas en un organismo. Contaminando el lenguaje se contaminarían también las ideas, de manera que el triunfo sobre el enemigo se gestaría en los espacios de lo subliminal. Jóvenes resentidos que hablaban una lengua propia y estaban dispuestos –con todo gusto, además– a acabar de la manera más (hiper)violenta posible con el mundo conocido.

El asunto es que luego de una noche de juerga sin censuras ni parangón, Alex comete un asesinato, es traicionado por sus propios drugos, es atrapado por la policía y posteriormente sometido a un tratamiento experimental (conocido como «El Método Ludovico») para la conversión del delincuente en un hombre de bien y así lograr su reinserción social, pero ahora desprovisto de todos los vicios que tenía en el pasado. Burgess llegó a dar varias explicaciones para justificar la elección de ese curioso y magnético título de A Clockwork Orange (La naranja mecánica): una de ellas tenía que ver con una expresión en cockney (esa jerga de los barrios bajos del sur de Londres) que Burgess había escuchado de refilón una noche en un bar: «queer as a clockwork orange» (más raro que una naranja mecánica); otra tendría que ver con sus conocimientos del idioma malayo donde «orang» significa hombre (orangután literalmente sería «hombre salvaje» u «hombre del bosque» en malayo), por lo que más que a una naranja mecánica Burgess parecía apuntar a un hombre mecanizado, desprovisto de su capacidad para elegir entre el bien y el mal, incapaz de defenderse o incluso disfrutar de ciertos aspectos vitales como la música o el deseo, un ente orgánico programado y reensamblado como si se tratara de una criatura artificial: ¿sigue siendo humano ese hombre mecánico?

Fotograma de La naranja mecánica. 1971. Stanley Kubrick

Burgess había escrito mucho y, seamos francos, había vendido bastante poco. Pero esta curiosa novela de ciencia ficción inspirada en su propia tragedia llegaría a manos de Stanley Kubrick, el hombre que ahora acaparaba todos los flashes gracias a su exitosísima 2001: odisea del espacio. Kubrick se había gastado millones en esa película y necesitaba volver al cine con algo igual de retador pero más modesto. Entonces su amigo y guionista de confianza, Terry Southern, el mismo que había escrito Dr. Strangelove or: How I Learned to Stop Worrying and Love the Bomb (en España: Teléfono rojo, ¿volamos hacia Moscú?), le habrá dicho la clásica frase de: “Dale un vistazo a esto que creo que te va a gustar”. Y a Kubrick le encantó. Enloqueció (que es una expresión superlativa porque loco ya estaba). Lo del Nadsat le aburría un poco (bueno, bastante, qué empeño el de los demás en hacerse los inteligentes cuando el inteligente aquí soy yo), pero la historia de este malandro juvenil convertido por medio del Método Ludovico en un buen robot le parecía fabulosa.

En este punto hay dos versiones de la historia. Una de ellas dice que Stanley Kubrick se mantuvo muy apegado a la novela de Burgess pero que obvió concienzuda y premeditadamente el último capítulo donde el protagonista se redimía, se arrepentía de sus fechorías, optaba por propia voluntad a convertirse en una persona de bien. La segunda versión dice que lo que ocurrió realmente es que en Estados Unidos se tomó la decisión editorial de publicar La naranja mecánica sin incluir ese último capítulo, de manera que Kubrick se apegó a la versión americana de la novela y no a la inglesa. La única crítica que hizo Burgess al ver su obra llevada a la gran pantalla era que faltaba ese último capítulo que para él tenía todo sentido, pues le daba cierre a la transformación de su personaje: Alex decidía ser una mejor persona por propia elección y no por ser sometido a un programa castrante por parte del estado totalitario.

Fotograma de La naranja mecánica. 1971. Stanley Kubrick

Pero volvamos al cuento: Kubrick había visto recientemente a un joven actor llamado Malcolm McDowell en una película de Lindsay Anderson (uno de los máximo exponentes del Free Cinema y del British New Wave), una obra titulada If… (1968) que había ganado la Palma de Oro en el Festival de Cannes. Desde ese momento se empeñó en que ese sería su Alex, tenía que ser ese actor o La naranja mecánica no tendría sentido. Eso sí, había que sumarle algunos años al personaje: que tuviera diecisiete o dieciocho, no quince. Había otros candidatos para el papel, especialmente Mick Jagger que estaba interesado en adquirir los derechos de la novela, pues quería hacer una película musical donde él sería líder de la pandilla de Alex mientras el resto de los Rolling Stones serían sus drugos; pero el mismo Anthony Burgess –con quien Kubrick, cosa curiosa, se entendía magníficamente– insistió en que mejor, por el bien de su historia, se convenciera a McDowell. Así fue como el joven Malcolm McDowell, con sus expresivos ojos azules y su nariz prominente, dijo que por supuesto que sí, que no buscaran más. Incluso se leyó la novela hasta aprendérsela de memoria y hasta llegó a sugerir lo de su muy particular vestuario: que fuera como un uniforme blanco de críquet pero con los protectores testiculares por fuera y con tirantes. Kubrick mezcló las sugerencias del actor con el look de un joven delincuente callejero capturado por esos días en Londres por maltratar a indigentes y de allí salió esa perturbadora y fascinante imagen de Alex DeLarge (cuyo apellido fue invento de Kubrick, pues en la novela se llamaba Alex, a secas). Y el pobre Malcolm asumió así el papel de su vida… pero a qué costo.

Durante la filmación de la memorable (y muy incómoda) escena de la violación de los drugos a la esposa del escritor, hallándose éste golpeado y maniatado («Videa bien, videa bien, hermano», le dice el delincuente tocado con una nariz de payaso), Kubrick le pidió a McDowell que cantara algo que se supiera; así que mientras violaba y pateaba y se regodeaba en toda su crueldad a chorro abierto, Alex también bailaba y cantaba como Gene Kelly en Singin’ in the Rain la única canción que el joven actor se sabía completa. Kubrick decidió que esa escena tenía que hacerse con esa canción y ese baile, y salió a comprar los derechos por diez mil dólares.

Fotograma de La naranja mecánica. 1971. Stanley Kubrick

Hay algunos asuntos siniestros y extremos que estaban ocurriendo durante la filmación y que de alguna manera se las ingeniaron para permear en la ficción que vemos en pantalla. Es prácticamente imposible asomarse a esa película sin preguntarse al menos una vez: pero qué es esto. Por nombrar algunos: Kubrick se enteró durante el rodaje que McDowell le tenía pánico a las serpientes, de manera que se apareció con una sorpresa: Alex tendría una boa de mascota. Por otra parte, la escena de la violación fue repetida tantas veces –Stanley Kubrick llegaba a hacer hasta setenta tomas de un mismo plano hasta quedar satisfecho– que la actriz original se hartó de ser golpeada y vejada, abandonó la filmación y tuvieron que buscarse otra. Kubrick llegó a repetir veintiocho veces la escena en que Alex se pone ante el espejo su famosa pestaña postiza en el ojo derecho. Treinta veces se repitió la escena en la que el actor y fisicoculturista David Prowse cargaba al viejo escritor que Alex y sus drugos habían dejado paralítico. Dejó agotado a Prowse, salió gateando del set, el mismo hombre acostumbrado a levantar pesas durante horas y que años más tarde –seguro no lo reconocieron– interpretaría a Darth Vader enfundado en su traje oscuro y con su máscara lustrosa.

En otra escena de la película, en plena aplicación del Método Ludovico, hubo necesidad de ponerle una y otra vez los ganchos metálicos que separaban los párpados de McDowell (para obligar a Alex a ver y escuchar aquello que tantas veces había hecho y que ahora aprendería a repudiar) asunto que le rayó la córnea y que prácticamente le produjo ceguera temporal al actor. Pero eso era apenas el comienzo porque más tarde en la escena donde le muestran a la prensa y a los entes gubernamentales los éxitos del Método Ludovico (ese conjunto de imágenes hiperviolentas musicalizadas con una de las piezas de Ludwig van Beethoven) para regenerar delincuentes a McDowell le hacen lamer la suela de un zapato, el mismo con el que luego le propinan una tunda de patadas que le fisuró dos costillas al actor. Pero como dicen los infomerciales “y aún hay más”: cuando Alex es echado a la calle convertido ya en un “hombre de bien que aborrece todo lo malo que estaba acostumbrado a hacer” se encuentra, para su pésima suerte, con un par de policías que resultan ser dos de sus antiguos drugos, los mismos que lo odiaban y lo habían traicionado, que habían cambiado los trajes de críquet con protectores externos por el uniforme de custodios del orden público. Estos tipos agarran a Alex y lo golpean y lo llevan a rastras hasta un lugar donde le hunden la cabeza en agua helada… y se suponía que Malcolm McDowell tenía un aparato para poder respirar mientras lo ahogaban, pero ese aparato falló y el resultado de la escena que hoy vemos es porque lo estaban ahogando de verdad. No estábamos ante una película de ficción, aquello era la irrupción misma de la realidad en un registro documental.

Fotograma de La naranja mecánica. 1971. Stanley Kubrick

¿Recuerdan la escena final donde el ministro se toma las fotos con Alex y éste hace un gesto de levantamiento del pulgar y sonríe con su aparatoso yeso y su cabestrillo desde una cama clínica? Pues la toma que vemos es la número 74. Aquello fue literalmente una paliza. Para todos, pero especialmente para Malcolm McDowell, porque al final de la extenuante jornada de hasta quince horas de rodaje, cuando por fin convencían a Stanley Kubrick que era suficiente por hoy y que tenía a todo el mundo en ese set reventado, llamaba aparte a su protagonista y le decía: “Malcolm, tú quédate para ensayar lo que filmaremos mañana”. Y McDowell, que ya a esas horas estaba hecho un trapo, tenía entonces que quedarse tres horas extra.

Una vez terminado el rodaje había que grabar las voces en off (si lo recuerdan, gran parte de la película es narrada con la voz de Malcolm McDowell que se dirige al espectador), lo que implicaría dos semanas más de trabajo para el actor bajo la dirección de Kubrick. Para los descansos de estas sesiones el director había dispuesto una mesa de ping-pong ubicada afuera. De manera que Malcolm y Stanley se pasaron la mitad del tiempo midiéndose en el tenis de mesa. Cuando llegó la hora de cobrar el actor se dio cuenta de que le estaban pagando solo una semana de trabajo, fue entonces donde Kubrick y le preguntó si había un malentendido pues su cheque llegaba por la mitad de la suma, a lo que Stanley repuso: es que la otra mitad no fue de grabación, sino de jugar ping-pong.

Pero a Malcolm no le importó, porque más que un trabajo de la mano de un gran director había ganado un amigo, un mentor, un protector cercano. O eso creyó el joven. El hecho es que Stanley dio vuelta de página y no quiso saber más de McDowell. En alguna ocasión le dijo, quién sabe si para salir del paso, que estaba considerándolo para encarnar a Napoleón Bonaparte (el proyecto cinematográfico imposible de Kubrick, algo que siempre quiso hacer pero siempre le resultó esquivo). Pero luego se fue haciendo más y más evasivo, hasta llegar a dejarle claro: por favor, no me llames más. Por lo visto quien tenía madera de naranja mecánica era el director, más que el hombre que había encarnado a Alex DeLarge.

La naranja mecánica fue víctima de tal censura (y de la autocensura que el mismo Kubrick se aplicó al preferir no estrenar la película en ciertos países) que en Inglaterra, lugar donde se filmó casi entera con luz natural y en espacios reales, no fue oficialmente estrenada y distribuida sino hasta el 2000, un año después de que Stanley Kubrick muriera. Y no fue hasta 2020 cuando la Biblioteca Nacional del Congreso de Estados Unidos, país natal de Kubrick, aceptara preservarla en el Registro Fílmico Nacional por considerarla «cultural, histórica y estéticamente significante».


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