Perspectivas

Los dilemas de la transición venezolana

Fotografía de Gaby Oráa | RMTF

14/02/2019

Ha sido más que suficiente un mes de lucha democrática, signado por la movilización ciudadana y la aparición de un nuevo liderazgo opositor, para enrumbar el país hacia un cambio político, que a estas alturas, si bien continúa siendo muy incierto, luce también irreversible.

El oficialismo difícilmente puede restaurar la posición de dominio en el que se encontraba antes del 10 de enero, cuando estaba dispuesto, no sólo a juramentar a Maduro, a pesar de haberse expirado su legitimidad de origen, sino también a disolver de forma definitiva la constitución nacional.

Este proceso histórico, inédito en los movimientos democráticos del mundo –incluso en el transcurso de nuestra propia historia republicana–, es un esfuerzo político y social, que pudo anclarse sorpresivamente sobre las bases de un liderazgo capaz de crear una amplia alianza constitucional, con apoyo internacional, orientada a promover una transición democrática desde la Asamblea Nacional.

Las transiciones suelen estar signadas por grandes movimientos sociales, por el surgimiento de personalidades que terminan promoviendo aperturas en sistemas completamente cerrados, por presión externa, por quiebres militares; pero rara vez se construyen desde un parlamento. La concertación chilena jamás contó con un congreso para respaldar su esfuerzo por derrotar electoralmente al General Pinochet a través de un plebiscito constitucional. En Túnez y Egipto, la primavera árabe fue resultado del descontento que conllevó a masivas protestas ciudadanas que culminó en una ruptura de la coalición autoritaria. En Brasil, la transición fue un proceso gradual marcado por una crisis interna del sector militar, caracterizada también por una aceleración hiperinflacionaria, que derivó paulatinamente en un nuevo orden democrático. En México, la transición fue resultado de una crisis de legitimidad del partido hegemónico que permitió modificar las reglas electorales, lo cual creó las condiciones para garantizar la alternabilidad. En Argentina, una derrota militar frente a una potencia extranjera, como lo fue la guerra de las Malvinas, produjo posteriormente el colapso definitivo de la dictadura.

Muchos de estos ingredientes tan disimiles convergen en el caso venezolano: nuevos liderazgos, actores militares, violaciones de derechos humanos, hegemonía partidista, simulaciones electorales, denuncia internacional, movilización ciudadana, crisis económica; pero lo que en definitiva la distingue es la resistencia de la única institución que se mantiene en pie frente a la disolución del orden constitucional y la desintegración del funcionamiento del estado de derecho, que no es otra que la Asamblea Nacional.

Existen otros factores que han garantizado la irreversibilidad de este proceso, y vale la pena mencionarlos, pero es fundamental internalizar la importancia de esta diferencia, pues el amplio desconocimiento internacional de Maduro, así como el rápido reconocimiento de Guaidó como presidente encargado por parte del mundo occidental, es una consecuencia directa –no sólo del rechazo moral a un sistema autoritario–, sino por encima de todo de la legitimidad que encarna institucionalmente la Asamblea Nacional. Es precisamente este factor lo que ha permitido apalancar la reyerta por el cese de la usurpación, por tratar de apresurar el inicio de una transición que restaure el orden constitucional, así como el llamado a organizar elecciones libres y transparentes.

De modo que el primer dilema de la transición venezolana se deriva del simple hecho que todos los actores deben aceptar, incluyendo el chavismo y los sectores militares, que cualquier salida de ahora en adelante pasa por esta institución. No es casual que cuando algún factor de poder dentro de la coalición dominante amenaza con disolver la Asamblea Nacional o con detener a su presidente, inmediatamente esa decisión es esquivada por otros grupos que saben que esa jugada podría ser temeraria, precisamente, porque es una imposibilidad, es decir, porque termina siendo un conjunto vacío. No hay amnistía, no hay financiamiento, no hay reconocimiento internacional, no hay remoción de las sanciones, no hay manera de recuperar la industria petrolera y, a fin de cuentas, no hay legitimidad de ninguna alternativa transitoria, que no pase por el tamiz de ese filtro institucional.

¿Por qué el cambio político es irreversible?

A estas alturas el cambio es inevitable. Esto no quiere decir que el resultado cristalice en lo que todos estamos esperando. Tampoco quiere decir que el desenlace sea inmediato. Lo que sí parece evidente, es que el desarrollo de esta historia, con todas sus sorpresas, comienza a tener los efectos de una tormenta. De hecho, algunos síntomas permiten detectar las causas que explican la velocidad con la que se ha acelerado este proceso.

El primer factor tiene que ver con la crisis de liderazgo interno que sufre Maduro dentro del propio chavismo. Maduro subestimó las consecuencias del 10 de enero, pero sobre todo, sobrestimó sus capacidades para lidiar con una nueva realidad política y con el deterioro de la situación socioeconómica del venezolano. El resultado de este error de cálculo fue lo que terminó desmoronando su cuestionado liderazgo, tanto en el plano internacional como incluso en la esfera nacional. Antes del 10 de enero, estaba dispuesto a pagar un costo muy alto mundialmente por terminar de disolver la constitución, pero nunca se imaginó que pagaría también un costo aún más elevado nacionalmente. En su cálculo original, la sociedad venezolana ya estaba subyugada y la oposición estaba completamente derrotada. Sin embargo, las protestas del 23 de Enero, mostraron una sociedad tremendamente aguerrida, que a pesar de la hiperinflación, la migración y las fracturas opositoras, estaba dispuesta a movilizarse pacíficamente y coordinarse nuevamente alrededor de la Asamblea Nacional. Fue en ese inédito contexto, que comenzó a hacerse cada vez más evidente, incluso para toda la coalición dominante, que la crisis de gobernabilidad se había vuelto tan profunda, que la continuidad de Maduro comenzaba a estar seriamente comprometida. Es por ello que algunos factores intuyen que lo único que les queda es resistir; pero el chavismo y esos mismos sectores militares también comienzan a entender que Maduro tampoco puede resolver el problema. Por el contrario, lo profundiza.

El segundo elemento está vinculado con Juan Guaidó como presidente de la Asamblea Nacional. La sociedad encontró un referente en un nuevo político que es esencialmente joven, moderado, fresco, firme (sin ser intolerante) y comprometido. Guaidó pudo comunicar con efectividad una ruta que la opinión pública entendía que en la práctica era una tarea titánica: cese de la usurpación, gobierno de transición y elecciones competitivas. La repetición de este mantra también le permitió comunicar que no había salidas rápidas sino una lucha por etapas que necesita ineludiblemente de paciencia y compromiso ciudadano. Su extracto popular, sus capacidades de superación profesional y su lenguaje sencillo, comenzó a contrastar con una revolución que repetía viejas fórmulas en un país, que sumido en la depresión económica más profunda de su historia, sin referentes futuros, comenzaba a buscar desesperadamente la posibilidad de materializar un cambio económico y social que el régimen ya no podía ofrecer.

Otro elemento decisivo ha sido la desmovilización del oficialismo. Frente a la amenaza imperial de los Estados Unidos y la posibilidad que la revolución sea políticamente derrotada, la base del chavismo, tanto en la estructura del partido como en los sectores populares, decidió mantenerse al margen. Esto es sin duda sorprendente y revela que esa misma base no está dispuesta a inmolarse. La razón es más que evidente: el votante chavista quiere lo mismo que el votante opositor: pan, tierra y trabajo. La vieja fórmula de Rómulo Betancourt. Todos desean frenar la hiperinflación, reunificar la familia venezolana, retomar el crecimiento económico y contar con servicios públicos que funcionen. El llamado a inmolarse por la revolución, pero muy especialmente por Maduro, sin tener una contraparte económicamente funcional –que vaya más allá de la instrumentalización clientelar de los apoyos que reciben a través de los Clap y el carnet de la patria– pasa a ser muy poco atractivo. La represión en los barrios frente a ese descontento social muestra una gran desesperación. Este hecho ha exacerbado aún más la impresión en los sectores populares de que la élite que ostenta el poder se ha quedado desfasada y que es cada vez menos representativa.

Finalmente, el asunto venezolano ha adquirido unas dimensiones internacionales que desborda todo cálculo. El problema ya es más grande que el país. En la medida en que la crisis se va acentuando, algunos países como Estados Unidos, Canadá, Colombia, Brasil o Argentina se van a involucrar aún más precisamente porque las consecuencias regionales del conflicto político venezolano, entre ellas, el tema migratorio, continuarán aumentando. Lo mismo ocurrirá con Europa. Quienes piensan que con el tiempo, aún si los factores de poder resisten, la intensidad del compromiso internacional va a amainar, se equivocan: lo más probable es que se haga mucho más intenso. En especial, el tema humanitario irá creciendo en importancia.

Al mismo tiempo, países claves como Rusia y China, no han mostrado los niveles de compromisos esperados. China continúa apoyando políticamente pero también se muestra mucho más pragmática y más dispuesta a favorecer la protección de sus intereses comerciales y financieros. En estos momentos, China quiere reducir su exposición reputacional en América Latina a los embates del triste caso venezolano, debido a que sus inversiones y sus líneas de créditos son más importantes y prometedoras en países como Brasil, Argentina, Perú, Ecuador o Panamá. Para China, América Latina comienza a tener un mayor valor estratégico que una visión exclusivamente acotada a la Revolución Bolivariana, por lo que Beijing no quiere ser percibido como un defensor incondicional de Miraflores. Es por ello que el gigante asiático se muestra abierto a una posible transición siempre y cuando involucre alguna negociación.

En cambio, Rusia sí pareciera tener una mayor disposición geopolítica a involucrarse en el conflicto venezolano; pero también ha mostrado que prefiere una resolución pacífica (lo cual supone alguna concesión) porque desea igualmente proteger sus intereses comerciales en temas de seguridad y defensa así como sus inversiones en el sector petrolero y gasífero. Incluso, aliados como Uruguay comienzan a aceptar tímidamente que mantener la situación actual es insostenible y que una salida a través de elecciones libres es conveniente. Los únicos aliados que se mantienen interesados en mantener el status-quo, por razones existenciales, son Bolivia, Cuba y Nicaragua. En términos generales, en el plano internacional todos los actores, e incluso algunas de las naciones más cercanas a la revolución, aceptan que Venezuela necesita un cambio y lo único que los divide es la forma de impulsarlo.

¿Por qué no se materializa la transición?

Si el cambio es inevitable, ¿por qué no termina de ocurrir? La razón que muchos aducen es el factor militar. Yo agregaría que la oferta actual de transición es insuficiente para todos los grupos relevantes, entre ellos los altos mandos militares, que todavía controlan “de facto” los hilos del poder. Por lo tanto, el segundo dilema de la transición es el siguiente: todos los actores, salvo el círculo más íntimo de la coalición dominante, saben que están mejor lanzándose a la piscina de la transición, pero una vez adentro, algunos temen que puedan terminar ahogados. Tanto para los militares como para los chavistas, y probablemente también para algunos actores minoritarios dentro de la oposición, la transición pudiese llegar a generar demasiada incertidumbre.

¿Dónde van a quedar una vez que se levante el velo del cambio político? En este sentido, el problema central que en estos momentos detiene la transición es la dificultad de resolver un problema de coordinación gigantesco –que si bien ha sido superado contra todo pronóstico en el seno de la oposición– todavía no ha sido resuelto ni dentro del mundo castrense (en parte debido al factor disuasivo de la inteligencia militar) y mucho menos dentro de la esfera del chavismo (precisamente porque hasta ahora Maduro ha logrado bloquear cualquier liderazgo emergente, pero también porque tienen mucha desconfianza hacia la oposición). Esta es la única fortaleza que le queda al régimen: taponear cualquier intento por remover ese problema de coordinación de unos actores, que así digan que son leales, anticipan que cualquier modificación del escenario actual podría ser mucho mejor para todos ellos.

El principal trabajo de la oposición, y en especial de la Asamblea Nacional, es ayudar a resolver este asunto. ¿Cómo hacer para que la promesa de futuro sea menos incierta que el presente, tanto para ganadores como perdedores? La única manera de reducir a todos estos actores los costos de coordinación es creando mayor certidumbre. Y la única forma de hacerlo es prometiendo –de forma creíble– que indistintamente de los resultados de unas elecciones competitivas, todos van a tener garantías plenas aún si pierden el control del poder.

En el caso de los militares, la amnistía es un instrumento en la dirección correcta pero hace falta mucho más que eso. A estos hay que hablarles no sólo de amnistía sino también de una oferta que establezca claramente su papel en el proceso de reconstrucción del país. Los militares deben poder anticipar que la transformación del sistema político va a permitirles asegurar una mayor profesionalización e institucionalización de las Fuerzas Armadas. Asimismo, deben tener garantías de que si bien deben regresar a funciones de seguridad y defensa, y que es necesario delegar el control de las industrias básicas a una gerencia capacitada y especializada, con una mayor participación del sector privado –aún cuando ello implique abandonar el acceso a rentas tanto en el sector petrolero como minero–, van a poder contar con los recursos fiscales necesarios para cumplir cada vez mejor con su función constitucional. La amnistía les habla a los altos rangos, pero a los rangos medios y bajos los mueve este otro tipo de compromisos.

En el caso del chavismo la oferta debe ser política. Si el chavismo llegase aceptar la transición como algo inevitable, lo cual supone aceptar la salida de Maduro del poder, inmediatamente debe aceptar que puede llegar a perder elecciones perfectamente competitivas. Una vez que aceptan esta realidad el problema deja de ser las elecciones y pasa a ser el asunto de las garantías: ¿cómo asegurarse de que no van a ser perseguidos y cómo se aseguran también de que electoralmente van a poder regresar al gobierno? Los esquemas de justicia transicional buscan resolver la primera parte del problema y deberían ser adoptados junto con los esquemas de amnistía para mitigar estos riesgos.

La segunda parte del problema tiene que ver con temas institucionales de fondo, propios de un sistema hiperpresidencialista que construyó el chavismo y que terminó destruyendo el funcionamiento de la democracia. Aunque muchos insisten en que el tema central de la transición es la realización de elecciones competitivas, el asunto neurálgico de la reinstitucionalización del país pasa igualmente por acotar los beneficios de ejercer el poder y disminuir los costos de estar en la oposición. Estos cambios requieren de la renovación de todos los poderes públicos; sin embargo, también pasan por reformas puntuales pero sustantivas en el arreglo constitucional. Parte de la razón de que el chavismo no quiera aceptar perder el poder e ir a la oposición, se debe a que saben que en Venezuela perder la presidencia es colocarse en una posición extremadamente vulnerable y que las mieles de ejercerlo en una nación petrolera son muy altos.

¿Cómo revertir estos incentivos? ¿Cómo aprovechar la transición para obtener más democracia pero también más estabilidad política, alternabilidad y transparencia? Una vez que los mismos chavistas acepten que no hay forma de revertir el cambio, ellos pedirán las mismas reformas que la oposición tiene lustros solicitando y aceptarán la liberación de los presos políticos. Todos los actores comenzarán a demandar reformas constitucionales que permitan recortar la extensión del periodo presidencial, limitar la reelección indefinida, incorporar la segunda vuelta, introducir el financiamiento público a la actividad partidista, garantizar la proporcionalidad del sistema electoral y aumentar la dificultad para cambiar arbitrariamente las reglas de juego del sistema político.

Sin estos acuerdos, sin estas reformas constitucionales, el país no va a quedar curado de lo que implicó, durante estas últimas dos décadas, delegar el poder en una figura presidencial dentro de un petroestado; que en el papel, pero también en la práctica, tiene muchos poderes y muy pocos controles. Con estas transformaciones institucionales, perder una elección en Venezuela dejará de ser una tragedia y ejercer el poder también dejará de ser un reinado.

Sobre el factor tiempo

Una de las variables determinantes sobre el futuro próximo del país es la dimensión temporal de la crisis. La apuesta de Maduro es que cada día que gana es un triunfo. La apuesta de la oposición es que cada día que transcurre, con la profundización del colapso, habrá un mayor involucramiento de la comunidad internacional a través de la ayuda humanitaria. Pero lo cierto es que el efecto político del tiempo es indeterminado, por más que los distintos actores intenten imputarle alguna direccionalidad. Lo único que es posible proyectar es que el país socialmente, en la medida que pasen las semanas, se va a encontrar con una crisis económica aún más profunda y con una ciudadanía cada vez más desesperada por encontrar una salida. Podemos anticipar a ciencia cierta, dado el dramatismo de la crisis de gobernabilidad que vivimos, que la hiperinflación seguirá acelerándose, la producción petrolera se terminará de desplomar y la crisis migratoria volverá a escalar. En pocos meses, la inflación intermensual superará el 300 por ciento, la producción de crudos podría caer a 600 mil barriles diarios y la crisis migratoria podría terminar de desbordar la frontera. Maduro argumentará que la culpa la tienen las sanciones petroleras. Y la oposición dirá que es porque continúa la usurpación.

Sin embargo, las creencias de cada uno de los actores sobre el efecto del paso del tiempo los puede llevar a cometer algún error de cálculo. El régimen ya ha cometido varios en los últimos meses y está por cometer otro: en la medida en que pasen los días y la situación se continúe deteriorando, la comunidad internacional no va a dejar de aumentar su presión, sino que más bien va a redoblar sus esfuerzos por terminar de provocar un desenlace. El efecto regional de la crisis venezolana es demasiado alto como para tolerar su profundización. Es miope asumir que la respuesta internacional es todo un bluff y que solo tienen como alternativa una invasión, que todavía luce improbable y que quizás nunca ocurra. Algo debería quedar claro después de tantas contundentes respuestas diplomáticas: la comunidad internacional puede buscar salidas honorables pero difícilmente puede, después de todo lo que ha ocurrido, justificar esquemas igualmente honorables para que se queden como si nada hubiese pasado. Eso resulta poco factible. Por lo tanto, quedarse implica estar dispuestos a transformar a Venezuela en Siria o Zimbabue. Pero la diferencia es que el vecindario importa: Venezuela no queda en el Medio Oriente ni en África. América Latina es la región más democrática del mundo en desarrollo. La otra alternativa es Cuba: pero la revolución castrista se consolidó en el contexto de la guerra fría.

Asimismo, en la medida en que transcurre el tiempo, precisamente porque el descontento social se hace cada vez más dramático, aquellos actores claves que, en el plano doméstico aún sostienen el status-quo, tendrán una mayor probabilidad de resolver sus problemas de coordinación y por ello de rebelarse. De modo que optar por resistir, como lo está haciendo Maduro, más bien puede terminar de precipitar algunas posiciones, no sólo internacional, sino también nacionalmente.

La coalición democrática podría incurrir en un error de cálculo diferente: confundir el reconocimiento internacional con la capacidad para gobernar. Hasta ahora, la Asamblea Nacional no ha cometido este tipo de error pero podría estar tentada en un futuro próximo. Para gobernar es necesario tener una fórmula política ya acordada para conducir la transición y no solo contar con una base jurídica que permita adoptar cierto tipo de decisiones. Tan sólo cuando la modalidad de la transición esté debidamente pactada con todos los factores relevantes, será posible entrar a resolver asuntos medulares de gobierno. Y es precisamente en este punto en donde todavía hace falta afinar la estrategia: la magia del cambio está precisamente en terminar de construir un esquema de transición que sea atractiva incluso para aquellos que en principio dicen ser leales. El verdadero reto es construir esta pista de aterrizaje. La pregunta es cómo hacerlo: ¿queremos una pista asfaltada o de granzón?

Más allá de la extensión temporal del conflicto, el país entró en una dinámica radicalmente diferente. Las consecuencias de los últimos acontecimientos se harán cada vez más diáfanas para todos precisamente gracias al tiempo. Unos lo aceptarán más rápido, otros más lentamente. El molino de la historia suele moverse en momentos de grandes torbellinos y este es sin duda uno de esos instantes.


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