Memorabilia

Los delitos políticos en la historia de Venezuela

09/08/2021

[Publicado originalmente en tres entregas de la revista El Cojo Ilustrado (Caracas): 1° de septiembre de 1894, 15 de marzo de 1895 y 15 de noviembre de 1898, y reimpreso varias veces en transcurso del siglo XX, en este texto Lisandro Alvarado (El Tocuyo, estado Lara, 1858-Valencia, estado Carabobo, 1929) analiza tres hechos cruciales en la historia del país: la «guerra a muerte» (1813-1820), el atentado al Congreso ocurrido el 24 de enero de 1848 y los sucesos del 2 de agosto de 1859 (la «Sampablera»)]

Lisandro Alvarado

I

En uno de sus arranques de escepticismo decía Pascal:

Así nada se ve de justo o de injusto que no cambie de calidad al cambiar de clima. Tres grados de elevación del Polo trastornan toda la jurisprudencia. Un meridiano decide la verdad: en pocos años de posesión cambian las leyes fundamentales; el derecho tiene sus épocas. La entrada de Saturno en Leo[1] nos marca el origen de tal crimen. ¡Divertida justicia alindada por un río! ¡Verdad de este lado de los Pirineos, error del otro lado!

Esta reflexión de Pascal podría muy bien aplicarse, con ciertas modificaciones, al concepto que en la actualidad se tiene del delito político; porque a pesar de que nuestra legislación, basada en la de países monárquicos, señala a este respecto severísimas penas, el doctor Gil Fortoul ha creído conveniente dar a ciertos de estos delitos la calificación de problemáticos.[2]

Al tocar esta cuestión, de suyo tan complicada, es con el ánimo de concretarnos a hechos especiales que en nuestra historia se conocen con los nombres de «guerra a muerte», de «24 de enero» y de «2 de agosto», los cuales vienen a ser como suerte de momentos críticos en la lucha que han empeñado en diversas ocasiones los partidos políticos en Venezuela. Pretendemos examinarlos en lo que tienen de inevitables, de natural y de abstracto, y sin cuidarnos de que dañen o no ciertas preocupaciones o intereses; pensando tan solo que la evolución social se efectúa siempre sin hacer caso de las querellas promovidas por los mismos seres que sirven de instrumento a su realización. Por otra parte, los conceptos de responsabilidad, patriotismo, propiedad, que por fuerza tienen que figurar en el estudio del asunto, vienen siendo objeto de tantas discusiones, que no es posible sino darles una acepción y latitud convencionales. En efecto, lo que en la civilización moderna es reputado como delito político, arranca de los pueblos primitivos de una manera salvaje y evoluciona con ellos bajo gobiernos despóticos o monárquicos, con formas semirreligiosas, que no podía menos que sancionar ese código tremendo en que estuvieron de acuerdo las primeras sociedades y las viejas monarquías. Grecia y Roma establecen una noción más racional que se oscurece y muere al oscurecerse y morir en lo sucesivo la civilización de que fueron foco. De manera que las doctrinas liberales más o menos llevadas a la práctica han sido la pauta en que ha de apreciarse la evolución de los llamados delitos políticos hasta la edad contemporánea, en que hay una decidida tendencia a aminorar las penas señaladas por los códigos para esta clase de delinquimientos. La conspiración de 1797, por ejemplo, fue asimilada al crimen de alta traición, y, de consiguiente, seis de los noventa y cuatro reos fueron dos años después ahorcados y descuartizados y veintinueve mandados a presidio: Gual, uno de los que lograron fugarse, murió en Trinidad envenenado por un agente del gobierno español. Laschi piensa que la represión excesiva que en aquellos años se restauró, provino del miedo que puso en los soberanos la Revolución francesa.

Mas, si la atenuación de la pena ha venido a ser consecuencia de las ideas democráticas y del estudio más o menos racional de los derechos del hombre, no es menos oscuro el límite jurídico del delito formulado en su definición por cada publicista. Para el autor últimamente citado, el delito político es: «ogni lesione violenta del diritto costituito della maggioranza, al mantenimento e al rispetto dell’ organizzazione política, sociale, economica, da essa volunta.»[3] Para Stuart Mill es una «ofensa política cometida en el curso de una guerra civil, insurrección o conmoción política». Esta definición, más circunscrita y precisa que la anterior, nos lleva a pensar en el incremento de la criminalidad al término de una guerra –revolución social– y en la que Tarde llama «irradiación imitativa».[4] Tal incremento se ha creído notar en 1893 en Venezuela, y es conveniente saber si acrece en efecto la criminalidad, y si los hechos criminosos deben ser reducidos en absoluto a la categoría de crímenes o delitos comunes.

Pero Tarde se fija demasiado en las influencias sociales, hasta perder de vista los hechos anatomofisiológicos. ¿La civilización y la instrucción? Roma, en su edad de oro, fue cien veces menos ilustrada que en tiempos del imperio. En nuestro país –y para oponer esto ceteris paribus en una época ya citada– la instrucción primaria obligatoria data de 1870, y con ella tomó vuelo la enseñanza superior. Lo recuerdo también porque las estadísticas que se han levantado para demostrar el decremento de la criminalidad en las clases letradas o no clasificadas son algo sofísticas. Otra cosa es el indagar y confrontar los crímenes y delitos después de juzgados, en sus procesos mismos, con el fin de averiguar si se trata de un aumento aparente de criminalidad. Ante el denuncio casi siempre apasionado hecho ante un periódico, el móvil del crimen pasa inadvertido, y rodeado de circunstancias agravantes el crimen mismo. Se pregunta: ¿hay en el fondo ulcerada venganza? ¿Qué grado de concomitancia tiene el alcoholismo? ¿Cuál el impulso inconsciente? ¿Qué intervención pueden tener las ideas políticas más o menos transformadas en lucha por la vida? ¿Con cuánto número contribuyen los recidivistas? ¿En qué proporción andan los suicidios? ¿Es que hay ahora más órganos para denunciar lo que antes pasaba sin saberse –progreso del periodismo–? De buenas a primeras, sin estadísticas apropiadas, sería gran fatuidad responder; mayor todavía sorprender los puntos de enlace de la política con la curva de los delitos. Vamos a concretarnos.

II

Asombra ver cuál consideran la «guerra a muerte» los que la han sometido a su examen. Como si toda ella hubiera sido obra de un solo individuo que hubiese intervenido en sus elementos, en su objeto, en sus interferencias y circunstancias concomitantes, se empeñan únicamente en averiguar si le cabe o no la responsabilidad a Bolívar, y, como es natural, llegan con frecuencia a contradictorios resultados. Así, el general Urdaneta,[5] el brigadier Ricaurte,[6] Baralt y Díaz, J. V. González, C. Mendoza, E. Blanco. Acaso hay otro método de examen basado en las nuevas nociones del libre albedrío, las cuales podrían ser el verdadero punto de vista del asunto, y basta que puedan serlo, para que lo indiquemos aquí.

En los días que siguieron al terremoto de 1812 y a la debelación de los republicanos hay que suponer una exaltación de los espíritus rayana al fanatismo. Preparados estaban los elementos, que consistían en un pueblo ignorante y realista y en todos los resabios heredados del gobierno español. Las represalias que hasta mediados de 1813 fueron usadas por Monteverde, no se distinguieron de ninguna manera por atentados contra la vida, aun con ser tan crueles v vengativas; y en cuanto a los demás jefes –Cerveris y otros–, no se podía esperar que fueran muy humanos como beligerantes. Otro tanto puede decirse de los asesinatos de los negros, cuya insurrección fue «provocada, auxiliada y sostenida por los enemigos de Monteverde».

González observa que ya el Congreso de Nueva Granada había expresado por medio del señor Camilo Torres ideas como estas desde el 20 de mayo de 1813, en su alocución a los venezolanos. «Sacrificad a cuantos se opongan a la libertad que ha proclamado Venezuela…, el odio debe haberse encendido en vuestros corazones para perseguir hasta el escarmiento y la muerte misma a los que hacen profesión de tiranizar…»[7] Todavía pueden hallarse los primeros vestigios en la proclama de Briceño, Carabaño y Tejera (2 de noviembre de 1812), expedida en Cartagena. Ello es que el pensamiento maduró en el cerebro del coronel Antonio Nicolás Briceño, que había escapado, así como Bolívar, de las garras de Monteverde.

Briceño había nacido en el pueblo de Mendoza (Trujillo), y tenía treinta y un años a la fecha de su muerte: era ya abogado del Colegio de Caracas al estallar la revolución de 1810, y luego fue diputado y secretario en el Congreso de 1811, vocal de la Alta Corte de Justicia y miembro del Poder Ejecutivo. Don José Domingo Díaz afirma que en los días de la revolución manifestó «un carácter de moderación, con que generalmente se creía revestido».[8] «Su cuerpo era gentil, su cabeza bella… como la de Euménidas».[9] Habíase reunido a Bolívar en Cúcuta, y comprado que hubo con recursos propios algunos elementos de guerra, concibió el plan de libertar a su patria. Comenzó por publicar en Cartagena (16 de enero de 1813) un plan de guerra contenido en un extraño documento que Austria nos ha conservado, y cuyas proposiciones concurrían al propósito de que en virtud de la guerra a muerte no quedaría vivo un solo español europeo en el territorio de Venezuela, y a ella se adhirieron ocho individuos más en la forma que sigue:

Nous soussignés, ayant lu les dites propositions, acceptons, et signons le presente, pour s’y conformer en tout, selon ci-dessus ecrit: en foi de quoi nous mettons de propre volonté, et de notre main, nous signatures. —Antoine Rodrigo, cap. de carabiniers. Joseph Debrain. Luis Marquis, lieuten. de cavalerie. George H. Delon. B. Henríquez. L. Caz. Juan Silvestre Chaquea. Francisco de Paula Nava. (Solo estos dos últimos eran venezolanos).

Bolívar y Castillo aprobaron el 20 de marzo estas proposiciones ciñéndose a matar tan solo, por entonces, a los españoles que encontraran con las armas en la mano, mientras que se ejercería una vigilancia en el ejército sobre los que parecieran inocentes. Conforme a esto, Briceño, que se había adelantado a San Cristóbal a disciplinar sus reclutas jinetes de Bochalema y Chinacota, publicó un bando declaratorio de la guerra a muerte y ofreció la libertad a los esclavos que matasen a sus amos españoles o canarios; luego, el 9 de abril, hizo matar a dos españoles ancianos y pacíficos y remitió sus cabezas a Bolívar y a Castillo, con sendas cartas cuyas fechas estaban escritas con sangre de las víctimas. Con lo último pretendía comprometer a sus reclutas y con lo primero aterrar a los españoles para que abandonasen el país. Castillo recibió el presente horrorizado; y noticioso el Congreso de lo ocurrido, ordenó a Bolívar sujetase a Briceño bajo un formal juramento a las órdenes de la Unión de la Nueva Granada, prometiendo aquél ejecutar la orden y publicar un bando revocatorio del promulgado por Briceño. El oficial Pedro Briceño Pumar fue enviado a reemplazar a Briceño: pero ya este se había internado hacia Guasdualito desde el 4 de mayo y batido por Yánez fue conducido a Barinas, sometido a un Consejo de Guerra y fusilado el 15 de junio;[10] su cadáver fue mutilado.

Bolívar dio parte al Congreso de la derrota de Briceño el 30 de mayo. Copio los siguientes párrafos del despacho:

Tengo el dolor de incluir a V. E. copia del parte que el Comandante de Armas de San Cristóbal me ha dado sobre el suceso de las armas del comandante Antonio Nicolás Briceño, y la lista de los individuos que han podido escapar del poder del enemigo. V. E. verá que la inobediencia de este intruso militar lo ha conducido a su ruina, y quizá a la muerte, arrastrando tras sí a todos los imprudentes y desgraciados que tuvieron la mala suerte de seguirlo a una expedición desesperada, sin armas de fuego, sin municiones, sin cartuchos y aun sin valor; pues la acción se ha decidido vergonzosamente por la muerte de un solo caballo.[11]

Quince días después expide la célebre proclama de Trujillo, que viene a ser, en síntesis, el plan de Briceño, y con la misma fecha comienza a fijar la era política así: 3° de la independencia, y 1° de la guerra a muerte. Su lenguaje se hace enconoso y en forma se da a ejecutar lo que en Briceño fue delirio. ¿Qué había sucedido?

Ni el suplicio de Antonio Nicolás y Juan José Briceño, y de los conspiradores de Barinas, fue ilegal; ni Bolívar estaba en cuenta de que semejante exasperación se manifestaba en toda la República. Los ejecutados en Barinas fueron no más que un pretexto para Bolívar firmar su proclama, ya que él no había manifestado el horror de Castillo al recibir la cabeza enviada por Briceño; y si alguna vez reprueba los excesos a que este se había precipitado, es por deferencia al Congreso, a quien debía obedecer. Briceño mismo lo decía:

Si le ha estremecido a usted el acto que llama violento, de haber hecho matar aquí los dos únicos españoles que encontré, y si le ha horrorizado haber visto escrita la fecha de mi carta con la sangre de aquellas víboras, yo también me he admirado al leer la carta de usted llena de insultos e improperios por solo aquel motivo, no porque yo no conozca que debo sufrir mucho para llevar a cabo la idea que he concebido de destruir en Venezuela la raza de los españoles, sino porque jamás le creí a usted capaz de contrariar estas ideas con las denigrativas expresiones que se leen en dicha carta.

Por otra parte, las crueldades de Zuazola comenzaron en el otro extremo de la República, a principios de febrero, casi simultaneando con la determinación de Briceño: los asesinatos de Antoñanzas en San Juan de los Morros tal vez no se conocían en detalle; y si se duda que en Bolívar asistiese la secreta intención de aprobar lo hecho por Briceño, reflexiónese sobre lo que escribe González.[12] En una carta fechada en Cúcuta se le decía a Briceño:

Aquí ha habido de todo; unos aprueban tu hecho, otros no; pero creo que en lo interior todos se han alegrado infinito. Girardot lo ha aprobado con aquella satisfacción de todo hombre orgulloso, que no quiere que otro lo exceda. Tejera, lo mismo, lo ha celebrado mucho; en una palabra, eres el coco de estos lugares…

¡Y el infeliz caminaba hacia la muerte! Tan crudos eran aquellos tiempos, que un gran ciudadano, honor de la magistratura, escribía estas palabras a su deudo y amigo el coronel Briceño: «El pasaporte de los godos a todos les gusta, pero muchos no lo aprueban, porque creen escapar de este modo, si ellos los cogen». ¡Cómo hervían en aquellos ulcerados pechos las vengativas pasiones!

De que Bolívar llevó con espantosa exactitud a la práctica su pensamiento, es cosa más que evidente. Las crónicas y memorias de ese tiempo lo confirman de una manera vaga en sus exageraciones, pero uniforme en todas partes. Ya es un capuchino inofensivo de Barinas la víctima, ya muchos prisioneros pasados a cuchillo en la toma de Valencia, ya sesenta y nueve sospechosos de conspiración fusilados en Caracas. Durante el sitio de Puerto Cabello se determina usar de la guerra a muerte contra los propios americanos. A fines del año hicieron raya por su número las ejecuciones de Arismendi. Bermúdez mataba a más y mejor en Cariaco, Carúpano y Río Caribe. Cerveris, por su lado, en Yaguaraparo; Zuazola, en Aragua; Puy, en Barinas. En todo el año siguiente continuó de una manera extraordinaria la competencia. El misoneísmo del pueblo redimido, vuelto de su primera sorpresa, le hizo rebelarse. Sucedió algo semejante a la reacción realista que hizo se alzara en Francia la guillotina. Rosete ejerció sus venganzas en Ocumare; Boves, en Cumaná; Morales, en Maturín; Bolívar, en Caracas, La Guaira y Valencia.

Conviene, además, que nos fijemos, más que en la cantidad, en la calidad de los asesinatos. Con vivos colores lo pinta el secretario de Estado Muñoz Tébar, en su manifiesto de 24 de febrero de 1814, especie de justificación de los cadalsos levantados por el coronel Palacios para los prisioneros de las bóvedas de La Guaira; pero estas decapitaciones fueron también soberanamente bárbaras, como lo cuentan las elocuentes páginas que a ellas consagra el biógrafo de Ribas, y habían sido precedidas por las del coronel Arismendi en Caracas a fines de 1813. Los asesinatos de febrero son asimilables a los de la Comuna y el Terror; tuvieron su ça ira, y J. M. Pelegrón, que se destacaba implacable entre las turbas, escribía a Bolívar en 1828 con los mismos sanguinarios arrebatos. Los delincuentes se complacían, como las tribus salvajes, en el tormento y en refinamientos de su venganza: Cerveris mataba con el látigo; Zuazola, desorejando; Rosete, desollando.[13]

En resumen, los actos criminosos ejecutados en los años de 1813 y 1814, que precedieron y siguieron a la declaración de guerra a muerte, corresponden en todas sus apariencias a un desarrollo regular de criminalidad epidémica, y bajo este concepto podría estudiarse racionalmente la cuestión.

III

Analizar el atentado político del 24 de enero de 1848 es analizar la evolución que tuvo la ley de 14 de octubre de 1830 sobre conspiradores y traición, hasta el momento en que apareció la de 3 de abril de 1849, que abolió la pena capital por delitos políticos. Esa evolución fue, como es de suponer, penosa, porque es el reflejo de la que experimentó el partido democrático, en cuya formación figuró como núcleo principal, un puñado de amigos de Bolívar.

La ley arriba citada sufrió una reforma ocho meses después, y entre ambos documentos contienen una clasificación de los delitos tal, que con dificultad se hubiera podido inventar cosa peor: las penas son como para inspirar terror e imaginadas como si los legisladores estuvieran presenciando una espantosa conspiración. Cuando, en 1836, llegó la oportunidad de aplicar esa máquina de suplicio los ejecutores desplegaron una tan extraordinaria vehemencia, que la resolución de 19 de marzo fue bautizada con el merecido nombre de decreto monstruo. En los diez años que siguieron tuvo espacio la propaganda democrática para desarrollarse de una manera regular, de modo que en 1846 cobró fuerzas bastantes para disputar al gobierno las elecciones desplegándose de una y otra parte una grande e inusitada animosidad. El gobierno creyó salvar su política imponiendo a Monagas; pero este se ingenió de manera que sin comprometer sus opiniones quedaba en capacidad de reparar sus antiguos reveses, y la conmutación de la pena de muerte infligida a Guzmán advirtió a los paecistas en qué especie de error habían caído. El conflicto era tanto más inminente cuanto que Monagas puso en juego una rara habilidad y un carácter no inferior al de sus conspiradores, que ejerció una influencia decisiva en el curso de los acontecimientos.

La psicología de este hombre, sus relaciones con sus amigos y con sus adversarios, la influencia que sobre él ejercían hombres como Urbaneja; la perturbación o transformación que en la marcha de los partidos causa su política calculada, metódica y resuelta; las pasiones sobreexcitadas de la turba de políticos y de la turba popular; todas esas cosas y otras análogas, preparan el estado de nerviosidad extraordinaria en que se encuentran los ánimos al instalarse el Congreso (de 1848).[14]

Los conservadores, empero, confiaban todavía en su fortaleza y disciplina, y no vacilaron en provocar el combate. J. V. González, en Caracas, y A. Quintero, en Valencia, no habían cesado de hostigar y amenazar con osadía a Monagas, y este, por su parte, había removido desde fines de 1847 varios gobernadores de provincias y comandantes de armas para reemplazarlos con otros de su devoción. A esto correspondió la Diputación Provincial de Caracas formulando el 1° de diciembre una acusación contra las «arbitrariedades» del Presidente para presentarla a la Cámara de Representantes. «No hay duda que los motivos (…) eran de muy poca importancia para llevar a cabo un juicio de responsabilidad».[15]

Era asunto del dominio público y harto discutido por la prensa, que si las Cámaras admitían la acusación contra el Presidente o resolvían cambiar de residencia, este disolvería el Congreso. El diputado Santos Michelena había dicho: «Iré a Caracas para ver este 18 brumario».[16] El 21 de enero escribía el señor Blas Bruzual:

Los conjurados oligarcas dicen que cuentan con una mayoría en la Cámara de Representantes para suspender al Presidente de la República, y, luego que hagan pronunciar a esa Cámara, piensan correr en busca de Páez, que dicen está dispuesto a sostener ese pronunciamiento. Todos los oligarcas están provistos de caballos para salir de la ciudad luego [de] que la Cámara extienda su acta; pero ellos no deben salir de la capital: los alcaldes y jueces de paz deben tomar las medidas convenientes para que no se evadan los conjurados. Preparémonos, pues, para sostener al Gobierno constitucional y someter al orden a los revolucionarios.[17]

Conservadores y liberales están de acuerdo en sentar que a nadie se le ocultó la próxima catástrofe. Bruzual y González[18] lo afirman expresamente, y la calidad y rango de los miembros del Congreso no eran para suponer una torpe equivocación. Los puntos en disputa eran además de todos conocidos y la ansiedad de los ánimos estaba a la altura de los peligros que se indicaban. El Congreso debía reunirse el 20 de enero, conforme al mandato constitucional. No habiendo quorum desde luego, hubo, por lo tanto, de mantenerse en comisión preparatoria hasta el 23, en que se instalaron las Cámaras en el Convento de San Francisco, resultando elegidos de presidente y vicepresidente, en el Senado el obispo de Guayana y el señor Jacinto Gutiérrez y en la Cámara de Representantes los señores doctor Miguel Palacio y José María Rojas. Había 44 representantes a la sazón. Una vez instalada esta Cámara, fue su primera providencia decretar una sesión secreta en la cual removió a su antiguo secretario señor Juan Antonio Pérez, y acordó, con una mayoría de 32 votos, la traslación de las Cámaras a Puerto Cabello en el término de diez días, dando aviso al Senado para solicitar su asentimiento.[19]

Monagas, en consecuencia, tomó con prudencia y resolución sus medidas: dos batallones de la milicia de reserva, que, por su posición social de proletarios, era «la que menos garantía ofrecía», fueron destinados a reemplazar la milicia activa, desarmada oportunamente, compuesta de burgueses y adicta al Congreso.[20] Contaba, pues, este solo con su influjo moral, y esto cuando veía ya en las barras los mismos grupos que causaron la asonada del 9 de febrero, en actitud amenazante; lo cual lo hizo pensar en la atribución constitucional que le facultaba para conservar la policía del local,[21] y, al efecto, Guillermo Smith, uno de los directores del Banco Nacional, y al capitán Bernardo Zamora, y pasó aviso al Poder Ejecutivo y al secretario de la Guerra, coronel Mejía, para que suministrase en caso de necesidad armas, fornituras o municiones. Smith comprendió al punto lo inútil de esta última circunstancia; pero por solo cumplimiento fue a casa del gobernador de la provincia, señor Marcelino de la Plaza, y mostró a él y al jefe político su nombramiento, recibiendo, en cambio, la seña y contraseña de la noche y suplicando a aquellos diesen orden a las patrullas para que no interviniesen en el edificio del Congreso, puesto que las puertas se cerrarían a las nueve de la noche.

Ya a las siete se había divulgado la resolución de los representantes de trasladar el Congreso. En el Senado adoptose un plan de obstrucción que imposibilitó al cuerpo el tomar en consideración la cuestión del día. Vista la actitud de los representantes, el gobernador reunió sin tardanza más de 3.000 hombres, milicianos y voluntarios;[22] en el parque fueron aprestados los cañones, y todo con tal precipitación, que en la ciudad cundió una gran consternación; y como el gobierno negó, cual era de esperarse la entrega de las armas al Congreso, en cuanto Smith regresó a San Francisco entre ocho y nueve aproximadamente, encontró allí a más de doscientas personas «asiladas», entre congresistas y ciudadanos. Organizose la guardia cívica y la formaron 52 jóvenes armados de fusil y 22 con escopetas de caza y trabucos; los demás lo estaban con pistolas, lanzas y espadas o sin arma ninguna. Montose la guardia con los que tenían armas de fuego y a las nueve se cerró la puerta exterior del edificio.

Aunque algunos grupos armados rondaban en las afueras del convento, nada particular ocurrió hasta la medianoche, en que el gobernador fue personalmente a entregar a Smith una nota del ministro del Interior, doctor Sanabria, por la cual ordenaba a aquél fuese a averiguar qué número de personas estaban reunidas en el edificio, con qué objeto se habían reunido y cuáles armas tenían. Satisfecho al parecer, se retiró Plaza; mas a corto rato volvió uno de los secretarios de la Gobernación, acompañado de un oficial militar, llevando una comunicación del gobernador en que ordenaba a Smith dispersase a los ciudadanos congregados en San Francisco, entregase las armas pertenecientes al Estado y redujese la guardia al número de ciudadanos que el Presidente de la Cámara creyese necesario. Notificado este, que entonces estaba allí, ofreció considerar la materia. El general Carreño y algunos más se retiraron; pero otros se quedaron hasta la madrugada, y al amanecer no había sino 20 jóvenes de guardia y 20 de reserva.

Los representantes se reunieron el 24, a las ocho aproximadamente, en sesión extraordinaria, con el fin de considerar las ocurrencias de la noche anterior y una nota del ministro que negaba a la Cámara la facultad exclusiva de ejercer la policía del local. Los diputados presbítero J. V. Quintero y M. V. Maneiro declararon entonces que al pasar por frente a la guardia del parque el oficial de ella encaró con ellos y exclamó: «¡Vagabundos! De aquí a mañana las cabezas de todos ustedes andarán rodando por el suelo». Al disolverse la Cámara quedó reducida la guardia a ocho hombres. Desde las diez, aproximadamente, más de mil personas ocupaban la calle del Palacio de Gobierno, adonde entran o de donde salen sin cesar. A mediodía llega el Presidente con el coronel Sotillo, 16 lanceros y 16 infantes; los caballos son aprestados en la Casa de Gobierno y se colocan centinelas a las puertas de los Ministerios.

Para las doce estaba fijada la sesión ordinaria. Antes de esa hora ocupaban sus puestos las 20 personas de la guardia[23] y una reserva de casi igual número. Diose cuenta en la sesión de un nuevo oficio de Sanabria en que disputaba a la Cámara el derecho que le daba el artículo 75, o, según Rojas, insistiendo a nombre del gobierno y «declarando que este no podía tolerar que en las puertas del local de las sesiones existiese una fuerza armada y que, en consecuencia, no extrañase la Cámara cualquier procedimiento ulterior». Tomando en consideración dicho oficio, el diputado Fermín Toro manifestó, con la elocuencia que le era peculiar, que la Cámara debía sostener sus derechos, e indicó algunas medidas que le parecían convenientes en aquellas circunstancias. La Cámara nombró inmediatamente una comisión compuesta de los diputados doctor Francisco Díaz, Pedro José Rojas y José Antonio Salas, para que redactasen la contestación definitiva que había de darse al gobierno.[24] Monagas, en tanto, se paseaba tranquilamente en los corredores del Palacio.

A las dos y treinta llega Sanabria acompañado de un grupo de individuos de aspecto siniestro y de un oficial vestido de uniforme. El oficial salió a poco y se dirigió a la Casa del Gobierno en compañía de la mayor parte del grupo, y el ministro quedó en la Cámara dando lectura al mensaje presidencial; hecho lo cual preparábase a despedirse, cuando el diputado J. M. Rojas propuso, y fue aprobado por unanimidad, que permaneciese allí el ministro y se llamase a los demás miembros del Gabinete para que diesen cuenta de las medidas que el gobierno había tomado para conservar el orden y proteger la independencia de la Cámara.

Sabido esto, abriéronse las puertas del parque a la multitud, y a eso de las tres el oficial que acompañaba a Sanabria reapareció en la plaza con otro oficial también de uniforme, a la cabeza de tropas del gobierno, que formaron frente al convento. Smith, como había convenido, se adelanta solo y sin armas e interpela a los oficiales, quienes, sin hacer caso, continúan sus movimientos hostiles. Queriendo entonces volver al convento y cerrar las puertas, halló que en el interior luchaba el centinela «con un hombre del pueblo», que, al fin, lo desarmó; sigue entonces a cerrar el portón, y a menos de quince pasos recibe sin daño alguno una descarga de los agresores; pero mal asegurada la puerta, el mismo que desarmó al centinela mete la bayoneta por la abertura y hiere al coronel en el costado.

Hasta este momento se descubre alguna regularidad en los hechos. Los demás están confusos en cuanto a la sucesión cronológica, y esto es lo más importante en cuanto al giro de las pasiones de los autores. En la Cámara, Rojas –de Caracas– amenaza a Sanabria con un puñal, por intimidarle, dicen; interpónese Michelena, Madriz, Rojas –de Cumaná– y José Hermenegildo García. García, alto, pálido, enjuto, era uno de los caracteres conspicuos entre los conservadores, por su valor y por la pujanza de su pluma; y cuanto a Sanabria, arrojado de las filas liberales, sin duda por sus riñas con los Quintero y con Mérida, era valido de Monagas y tenido en gran estima como jurisconsulto, si bien adolecía de esa intransigencia que es distintivo y defecto de los genuinos conservadores. ¿Qué influencia tuvieron estos y otros hombres aquel día? En la Casa de Gobierno, Monagas monta a caballo y se dirige al parque con su guardia, el general Diego Ibarra y el ayudante Luis Delpech; Ibarra envía una pieza de artillería a San Francisco y todos regresan al palacio.

A este tiempo los agresores atacan la guardia y matan al miliciano Pedro Pablo Azpurua; de aquellos había muerto el capitán de milicias Miguel Riverol y el sargento Maldonado. Entonces Sanabria resuelve escribir a Monagas lo que sigue:

Excelentísimo señor: Un tumulto popular ha atacado en este momento a la honorable Cámara de Representantes, y tan sorprendente como horrible acontecimiento me impone el deber de suplicar a Vuestra Excelencia se sirva dictar las medidas más eficaces para contener este desorden, este escándalo. Sírvase Vuestra Excelencia aceptar mi súplica, y salvar la vida de tantos venezolanos que se hallan amenazados. Tomás José Sanabria.

Eran las tres de la tarde. A poco rato llega el senador presbítero Barroeta solicitando garantías a nombre del Senado. Entre los gritos de “¡Viva el Senado!”, y entre dos filas de soldados, es conducido este a la Casa de Gobierno, por disposición de Monagas, corriendo grandes riesgos el senador Juan José Michelena. Los diputados Salas y Michelena resultan muerto el uno y, malamente herido el otro. En El Revisor aparece que fueron crímenes premeditados. La Cámara pretende salir en cuerpo junto con algunos espectadores, y en una descarga mueren entre aquéllos Juan García y el doctor Manuel María Alemán. Los diputados se desbandan, quedando solo en la Cámara Sanabria, Díaz, Rafael Losada y Rojas –de Caracas–, y al intentar salir a la plazuela se salvan, por interposición del mismo Sanabria, Bruzual, el comandante Ramos y otros.

A excitación del señor Wilson, ministro de Inglaterra, trasladose el Presidente a San Francisco a contener los asesinatos. González sale entre Bruzual y Arteaga; otros, como Oráa, Nadal y J. H. García, logran escapar del convento o se asilan, bien así como otras familias principales de Caracas, en las casas de los ministros extranjeros.

Los ministros de Estado Mejía y Acevedo,

… no solo no concurrieron a la Cámara, sino que el primero se aprestó a formalizar el ataque contra ella y el segundo se asiló en la Legación británica y desde allí envió al Presidente la renuncia del cargo que desempeñaba, la cual no fue por el momento tomada en consideración.[25]

Es inexacto lo que afirma Páez, que «una soldadesca compuesta de la milicia de reserva armada invadió la Cámara (…) e hizo fuego sobre los representantes del pueblo».[26]

Tales fueron las peripecias de aquel drama. Poco es lo que podrían añadir los que lo narraron[27] para guiar al observador imparcial; pero aún nos resta un epílogo no menos afrentoso. Atropelladas las fórmulas legales, quiso Monagas en la noche oír las opiniones de sus amigos. Todos se pronunciaron por la proclamación de la dictadura, menos el vicepresidente Urbaneja, «probado estadista, que no tomó parte alguna en la comisión del crimen»,[28] el cual indicó como medida salvadora la reinstalación del Congreso, con el objeto de que promulgase una amnistía, y no se interrumpiese el régimen legal. Tal vez esto, que mereció unánime aprobación, fue lo que movió a decir flemáticamente a Monagas: «La Constitución sirve para todo».[29] El 25 de enero, a las cinco de la tarde, fue reconstituida la Cámara de Diputados. Nadal es llevado en silla de manos, por haberse lujado un pie. Votose el decreto de amnistía y la autorización para hacer uso de las facultades extraordinarias. He aquí los que, no sé cómo, protestaron contra la coacción ejercida sobre el Congreso para que continuara en sus deliberaciones: Soteldo, Lossada, Orellana, Nadal, F. García y P. J. Rojas. Se habrá observado que los senadores sobrellevaron menos maltratos y humillaciones y que su papel fue en cierto modo secundario.

¿Cómo explicó el suceso a la nación el gobierno? Monagas cree que fue por «ponerse en pugna la guardia de la Cámara de Representantes con la masa popular, que quería asistir, como siempre, a la barra de las Cámaras a presenciar la discusión parlamentaria».[30] Acevedo, que fue «por haberse detenido en la Cámara de Representantes al secretario del Interior cuando, después de haber presentado el Mensaje de costumbre del Presidente de la República, se preparaba para ir a presentarlo al Senado».[31] Los escritores liberales, en general, han considerado el suceso como un tumulto popular, al paso que los conservadores, sin excepción, niegan esto y atribuyen a Monagas toda la responsabilidad. De Páez son, no obstante, estas notables palabras: «Hubo, es verdad, empeño en complicar al pueblo; pero este es disculpable hasta cierto punto, cuando se le ve seguir la voz y los impulsos del primer magistrado».[32] Yo imagino que Monagas no pensó llevar las cosas tan al extremo, y que, llegado a un punto crítico a que lo condujo la oposición parlamentaria, fue a su vez arrastrado por la exasperación de las tropas y del pueblo; la consecuencia es que nos encontraríamos aquí en presencia de lo que se ha denominado «la turba delincuente». Se nos ha querido pintar a Monagas y a su familia, a Yépez, Ibarra, Bruzual y a los principales personajes de la comunión liberal, embriagados con los recientes crímenes de casa de Monagas –Rojas dice fue en el Palacio de Gobierno–. La escena tiene aires de novelesca, sobre todo si pensamos que ya aquí no era el mismo medio social que en la plazuela de San Francisco; a menos que se piense describir un cenáculo de beodos o de locos políticos. Entre los muertos había amigos de Monagas, y el mismo Michelena a todos inspiraba respeto y deferencia.

En cuanto al motín de San Francisco, el asunto cambia de especie; repárese que al abandonar Smith el portón del edificio después que recibiera el bayonetazo, el portón fue abierto por uno que salía del convento; que los que penetraron a dispersar la guardia fueron a todas luces gente del pueblo; que ni esta ni los soldados no subieron al salón de las sesiones; que la plazuela estaba llena de gente armada de a pie y de a caballo; que la tropa estaba en formación al salir los senadores; repárese en todo esto y se tendrán los indicios de un delito colectivo, en que la idea del asesinato puede haber nacido instantáneamente, a despecho de Monagas y en la persona de algunos a quienes no aborrecía.

El alma de una turba no es equivalente ni idéntica a la suma de las almas individuales que la componen. Los individuos piensan y sienten –y obran– de un modo cuando están aislados, y de otro modo cuando están reunidos y unidos por un sentimiento análogo –en el teatro, por ejemplo: sentimiento artístico– o por una pasión análoga, preexistente o provocada sur place –en las reuniones políticas–. Individuos honrados pueden componer una turba criminal: en los motines y sediciones sucede esto a menudo. La sugestión –provocada por un tribuno, por un hombre de prestigio, por un militar, etc.– puede cambiar instantáneamente y radicalmente el alma de la turba, la cual obra entonces como masa inconsciente.[33]

El suceso del 24 de enero llenó de estupor, como cosa nueva y nunca oída, a la República y retumbó en la América toda, provocando la indignación de hombres eminentes, como Arboleda e Irizarri, pero esto llegó a indicar, en la historia de América española y en el lapso de 1811 a 1849, los atentados siguientes: disolución del Congreso de Chile por los hermanos Carreras y en México por Iturbe; disolución de la Legislatura de Honduras (1827); en Guatemala, por Morazán, desconocimiento del Congreso en Bolivia por Belzu.[34] Hay que convenir, sin embargo, en que el delito que examinamos tiene circunstancias agravantes que lo diferencian al primer golpe de vista de los mencionados por Irizarri; lo cual no impidió que Rendón calificase de santo el 24 de enero y que Level de Goda asegurase que se hizo muy mal por tenerlo como escandaloso y lamentable. Más aún: el Congreso de 1849, compuesto en su mayoría de liberales que gozaban de alguna independencia, declaró esa fecha día de fiesta nacional en un decreto de 14 de marzo. Aquí se ve un nuevo ejemplo de la sugestionabilidad de las asambleas, reuniones o cuerpos colegiados, cuando median convicciones sociológicas anómalas. Pero, ¿cuáles fueron esas condiciones? No veo que puedan ser sino la cruda y sorda guerra que a Monagas y a los liberales movía, por todos los medios imaginables, el partido conservador. O homines ad servitutem paratos! (exclama al recordar esa fiesta nacional un amigo mío, que ignoraba tal vez que también pensó en Tiberio el general Cordero al explicar su conducta en la capitulación de Manapo. De todos modos el mismo Monagas debió despreciar a tales hombres). Por sí o por no, suspendamos aquí el inventario de esas miserias. Basta saber que el decreto de 14 de marzo no fue ni pudo ser efectivo, para honor del pueblo venezolano.[35]

IV

Por el mes de junio de 1859 había una extraordinaria agitación en la capital de Venezuela. El país venía siendo gobernado, desde que fue República independiente, bajo un sistema central, a que se adaptó una constitución calculada para admitir reformas sucesivas en el sentido de la descentralización política. Húbolas así en 1857 y en 1858, y en ambas quedó concertada la adopción de la forma unitaria. Era cosa positiva que diversas insurrecciones pretendieran escribir en su bandera la palabra federación; mas su propaganda fue siempre circunscrita, y ellas contadas, de manera que los partidos oligarca y liberal, en sus turbulencias y oposiciones, manifestaron numerosas contradicciones e inconsecuencias exhibiendo al desdoblarse, por lo menos después de la insurrección de 1846, su carácter de círculos políticos inadaptables a determinado programa. Quienquiera que, a ejemplo del señor Olavarría, se tome el trabajo de entresacar fragmentos de los escritos en que los voceros de los partidos han reproducido sus ideas, se vería en grande aprieto al haber de reconstruir un cuerpo de doctrina. Hay más. Los que empuñaron las armas el 20 de febrero eran los mismos que antes se hallaban bienquistos con el centralismo y habían aceptado de buen grado una reforma contraria al sistema que de improvisto proclamaron. Antonio Leocadio Guzmán decía ante un Congreso, enfáticamente: «Supuesto que toda revolución necesita bandera, ya que la Convención de Valencia no quiso bautizar su Constitución con el nombre de federal, invocamos nosotros una idea; porque si los contrarios, señores, hubieran dicho federación, nosotros hubiéramos dicho centralismo».

¿A quiénes se refería al proferir ese nosotros? Es difícil contestar categóricamente. Hagamos, empero, caso omiso de una aseveración producida en el ardor de una discusión, aseveración que no ha osado apoyar ninguno de los correligionarios del tribuno. Recordemos que varios diputados habían consagrado, en la Convención de Valencia, su talento y sus esfuerzos al triunfo de la reforma federal, y volvamos más bien nuestra consideración a las leyes sustantivas que elaboraron los vencedores al término de la lucha. Arosemena se adelanta hasta despojar de sus caracteres esenciales al código fundamental de 1864; lo cual no impide que tenga su puesto natural ese documento en la serie evolutiva de nuestro derecho federal, y que al citar la frase de Guzmán nos atraiga la persuasión de que presumía sugerir a una colectividad un pensamiento quien era él mismo sugestionado por esa colectividad.

Hacia la mitad de 1859 existían así dos o tres fracciones en el seno de los unitarios, al paso que los federalistas contaban con dos bien caracterizadas que reconocían como jefes a los generales Falcón y Zamora. El primero aparece como creación de Monagas, cuya vida pública, desde su exaltación a la silla presidencial, fue un perpetuo guerrear contra el León de Payara y su disciplinado bando. ¡Qué tiempos! ¡Cómo se revolvía a intervalos acre y tenebroso sedimento! ¡Qué amargo pan, qué vino emponzoñado se fabricaba con aquella levadura y aquel mosto! Muy al principio se nutría una animada y virulenta polémica entre El Republicano, de Caracas, y El Revisor, de Curazao, en la que Bruzual llama a Irizarri «viejo infernal», e Irizarri, a Bruzual «insigne charlatán». En verdad que los conservadores no sospechaban las excelentes cualidades que dormían en el corazón del guerrero del oriente, que astuto y suspicaz, sabía gobernar según sus propias inspiraciones, y desdeñó el papel secundario que le había reservado Páez y apartó a Guzmán de las listas eleccionarias. Arrancando a un reo del patíbulo arrancaba la popularidad al candidato. Es efímero el triunfo de los tribunos. Y mientras que Monagas meditaba sus actos profundamente y se envolvía según los casos en la reserva o la audacia, sentíase a cortos descansos respirar iracundos a los que, vencidos en los combates, yacían a merced del nuevo régimen, y cada sacudimiento era seguido de sangrientas represalias. Y crecían el odio y la humillación en el pecho de los vencidos.

Los tiempos, además, abundaron en impresiones fuertes para el pueblo. Cuestiones fiscales de gran momento fueron resueltas con incomparable arrojo; la ley de espera conmovía al comercio; con una plumada se vieron emancipados millares de siervos, y la riqueza pública experimentaba violentas oscilaciones. Conculcadores y dilapidadores del erario eran señalados con el dedo en una confusión fin de siglo que se prestaba a sorprendentes contradicciones. Hacíanse cargos al ministro Gutiérrez por más de doce millones de francos en emisiones de deuda pública; Larrazábal le cubre de ultrajes. Otros le vieron pasar vida de lacerías y trabajar duramente en los almacenes de Lozano, Suárez y Compañía; mientras que el contraste era aún mayor en los mismos Monagas, quienes, ricos y distinguidos desde su cuna, no fueron, que yo sepa, envueltos en semejantes exacciones. La naturaleza también, con epidemias asoladoras y movimientos sísmicos, arrojaba sobre el odio y el coraje el vaho del terror y la superstición.

Sobre todo ese cuadro nada consolador se alza la figura del ministro Planas, que descolló entre los suyos. Quantum lenta solent super viburna cupressi. Subió al Ministerio a los treinta y tres años, y escuchaba sin inmutarse que al cruzar por las puertas de la Universidad le dijesen a gritos los estudiantes desvergonzado y ladrón. Política odiada, pero firme, era la suya. El vio triunfar la revolución de marzo y elevarse y descender diferentes jugadores de la lonja política, pretorianos, comediantes, utopistas, sicofantes. Se eclipsa durante la guerra federal, reaparece al firmarse la paz, y a poco andar aquel hombre, tenaz y flexible como el acero, muere arrebatadamente; los médicos que practican la autopsia del difunto encuentran el poderoso cerebro nadando en sangre; y los restos de tan robusta inteligencia son llevados a los Hijos de Dios bajo la lluvia torrencial que sobrevino el día de los funerales.

He aquí lo que en el orden de las ideas y a grandes rasgos precedió al Ministerio de 20 de junio, punto de partida de estas reflexiones. Conviene fijarse en las personas destinadas a preparar la crisis que se denominó más tarde el «2 de agosto». Eran de ellas Aranda y el general Silva las más conspicuas e influyentes, bien que ausente como estaba el segundo, y aun sin ello, quedaba Aranda como natural primer ministro, ya por sus señalados servicios en la antigua República de Colombia, ya por sus indisputables dotes como hábil consejero y jurisconsulto, rehabilitado como estaba por los tribunales, de un pasado proceso, cuya memoria Rojas nos ha conservado. Talento vaciado en los moldes del genio y el amaestramiento de la voluntad, y que procedía a la ejecución de sus planes con determinado método y como de acuerdo con los títulos de un código, contra él se mancomunaron los ataques de los unitarios y en él se echó toda la responsabilidad de la situación. Carecía tal vez de la obstinación que en ciertos casos llaman firmeza, y en esto difería de su antecesor Planas, aunque en ambos abundaban inteligencia, conocimientos especulativos, vivo aprendizaje, sangre fría y lo que pudiéramos llamar moral política. Aranda, no obstante, hizo de piloto en hora en que las acciones y reacciones andaban en mayor desconcierto y brotaban con mayor pujanza que en los días de la restauración. ¡Hombre singular! Sus adversarios le dejaban, a mucho quitarle, sagacidad y destreza en el combatir. Uno de ellos, y no común, le pinta más teórico de lo que en realidad solía ser.

Sentimientos variables y comprimidos, en su conducta, más circunspección que vuelo; en sus odios, más hiel que arrebatamiento; en su ambición, más vanidad que orgullo; en su palabra, más arteria que nervio y llama… El goza de una vida abstracta, en que su imaginación acumula moldes confusos e ideales en que arrojar el ajeno pensamiento; pero el alquimista político, al prescindir de los hechos y de la realidad, se pierde en monstruosos ensayos, a veces sangrientos como los de los que buscaban la piedra filosofal y los secretos de la vida en el cerebro de los niños y las entrañas de las vírgenes.

Por lo que respecta a los otros miembros del Gabinete, solo recordaremos la conducta inexplicable de Silva en la campaña de Barinas, las ideas que había manifestado Rendón desde que tomó asiento en la Convención Nacional hasta que lo abandonó, a causa de haberse negado el proyecto de dar a la Constitución forma federativa, y la actitud siempre subversiva de Echeandía. Tiénese con esto lo bastante para juzgar a priori de la próxima infidencia que el Presidente se preparaba a añadir a las de 1835 y 1858. Las ideas políticas de las personas que formaban el Gabinete simpatizaban según su cándida expresión, con sus propias inclinaciones.

El Ministerio de 20 de junio, observaba El Heraldo, será un ministerio pasajero. Después de haber llegado al poder público entre los brazos de unos grupos que se llaman partido liberal, él se detiene y como reflexiona y piensa sobre el abismo que le rodea. La oleada que le trajo, descontenta, sospechada, huye y se extiende con murmullos de reprobación y disgusto.

Y el 20 de julio: «El único hombre responsable del actual estado de la patria, a quien deben bendecir o maldecir las madres, amar o aborrecer los pueblos, es al señor licenciado Francisco Aranda».

Se alega que todas las medidas que tomó inmediatamente a su cargo el Gabinete fueron conciliadoras y enderezadas a obtener la paz con los rebeldes. Está bien. Pero constan igualmente secretas inteligencias del Poder Ejecutivo con los revolucionarios, y la idea no podría sostenerse en el terreno legal. El 26 de julio decía esto el ministro del Interior:

El Presidente de la República, firme en la política que trazó con el Ministerio de 20 de junio, no se desviará de ella, cualesquiera que sean los obstáculos que se le pongan, manifestando cada vez más que no la ha aceptado ligeramente sino por convicción de que, rodeado de todos los ciudadanos que aman la libertad y desean el triunfo de los principios, asegurará la exclusiva influencia de estos, apartando las pasiones de los unos y venciendo la resistencia de los otros.

Una serie de documentos de redacción equívoca y ambigua median entre el 26 de julio y el 2 de agosto. Sin embargo, de vez en cuando movía fatídicamente los ojos aquella esfinge. El 30 hacía el Presidente la declaración que sigue: «Si apareciere que la Federación que se proclama es el voto verdadero de la mayoría de la nación, el gobierno le prestará todo su apoyo». Espinal, cuyas ideas eran tan imparciales, y que a lo que más se acercaba un sí es no es a las de los federalistas, opinaba con razón que desde el momento en que el Presidente hizo tal revelación había cesado en la legitimidad constitucional de su mando. Este es uno de los puntos capitales de la cuestión.

Una especie de mitin se preparó en la casa el último de julio y en el animado debate a que dio margen manifestó el señor Ramírez el mismo parecer de Espinal. Rendón guardó un silencio prudente. Echeandía ni siquiera asistió a la reunión. Cuando al Vicepresidente, incapaz de desafiar tan tirante situación, se había fugado. El resto del día pasó de este modo, sin otro acontecimiento que el de la publicación de las listas para constituir el gobierno provisional. Desbordábase una fermentación de los espíritus en que la virtud, el fanatismo, la ambición, la austeridad y la desvergüenza parecen tener la misma suerte.

El día 1° de agosto los batallones Convención y Cinco de Marzo proclaman la Federación, después de haber hecho arrestar al Presidente en su propia casa por medio del capitán Vallenilla, con la compañía de Cazadores de Convención. El designado, doctor Gual, a quien se entera de lo acaecido, se determina a restablecer la legalidad, y al día siguiente se presenta a la Casa de Gobierno, asume el mando, se hace obedecer por los batallones no ha mucho sublevados y el Presidente, viéndose perdido, deposita en manos del anciano su renuncia. He aquí otro punto esencial para dar con la clave de aquel imbroglio, en cuanto que el paso dado por los jefes militares fue por lo menos incorrecto y erróneo.

Con la actitud del designado, que era absolutamente legal, no quedaba más remedio al gobierno provisional sino disolverse, y así lo hizo; pero las milicias, acuarteladas en un edificio que daba a la plaza, se mantuvieron allí, desoyeron la intimación de rendirse, y sin expresas órdenes del gobierno provisional, empeñaron un porfiado combate en que resultaron vencidas, habiendo apenas tomado parte en él, una columna llevada de La Guaira por el general revolucionario Aguado. Esta fue la célebre jornada del 2 de agosto.

Se pretende que el suceso fue en gran parte debido a las arengas del señor Michelena, quien, a la cabeza de una turba, recorrió las calles incitando al pueblo a la reacción. La idea es pueril y es preciso investigar si existen otros móviles que no sean los propuestos por el enojo de los partidos. Entendemos que la proclamación de Falcón como jefe de la Federación hecha por los jefes militares, en la cual excluimos todo plan de asechanza, envolvía por sí sola una responsabilidad tremenda. Se excusan diciendo que en la espantosa anarquía que pesaba sobre Caracas ellos quisieron conjurar atropellos y venganzas, atraerse a Urrutia, al arzobispo Guevara, F. Esteves, J. M. Blanco, R. Urdaneta y otros amigos de Falcón, de preferencia al doctor García, Bruzual, Rendón, J. C. Hurtado y otros partidarios de Zamora, y adelantarse a los planes de Castro, a quien todos rechazaban. Eso no basta para cohonestar el hecho. La desmoralización pública no alcanzó además a resolverse en crímenes y motines que eran de esperarse; y aunque pronto volvieron los militares a la legalidad, ya era imposible evitar un rompimiento.

Por lo que hace el combate de San Pablo, tiene todos los aspectos de un amotinamiento, o dígase émeute sangrienta, si bien no se descubre en ella premeditación o deliberado propósito, ni encarnizamiento particular en los vencedores. En circunstancias como aquellas, en que el desenfreno vive agolpado y sedicioso a las puertas de la indulgencia, hubiera sido ridículo esquivar el combate por parte del gobierno y pensar solo en medios pacíficos. No puede haber equidad ni justicia en las reacciones.

Queda en pie el delito de traición y quebrantamiento de la Constitución, de que fue responsable y acusado el Presidente, y que es el verdadero delito político del 2 de agosto. Los ministros Aranda, Rendón y Echendía fueron igualmente acusados por los mismos delitos y por infracción de las leyes. El asunto fue considerado por el Congreso de 1860, y el proceso instruido, formalizado y sustanciado en toda regla. A partir del 1° de junio se había fijado el procedimiento en los juicios de que conocía el Senado; se había establecido la clasificación de los delitos contra la seguridad de la República por traición, rebelión o sedición, y expedido una ley de procedimiento criminal y un código orgánico de tribunales; que no parecía sino que, no esperándose tan grave atentado, se legislaba con el pensamiento fijo en los magistrados llamados a juicio. Echeandía y Rendón no tuvieron por cierto mayor parte que Silva en el asunto y, sin embargo, Silva se libró de la acusación, aunque no de las prisiones. De Silva se dice que era centro en la campaña de Barinas de una fusión militar. En el ejército no hay fusiones, sino ordenanzas; mayormente en presencia del enemigo, en que hay además pena de muerte. Aranda, el más comprometido de todos, salió mejor librado aún, pues no se admitió la acusación contra él propuesta.

El Senado hizo todo lo que puedo por esquivar el proceso. Opuso peros y cortapisas y se anduvo con pies de plomo en el curso de las actuaciones; y no desmintiendo el papel análogo que había desempeñado el 24 de enero, pronunció al fin, el 28 de julio, una extraña sentencia que decía:

… el Gran Jurado declara: que el general Julián Castro es culpable del delito de traición, pero no se le impone pena, en uso de la facultad discrecional que tiene por el artículo 54 de la Constitución; y que absuelve a los señores doctores Manuel María Echeandía y Estanislao Rendón de las imputaciones respectivas.

¿Qué pensar de esto? En primer lugar, obsérvese el efecto que en semejantes actos determina la dualidad de la representación nacional, manifestada por la doble Cámara. Sin perjuicio de la aprobación que tiene todo rasgo de clemencia, el Senado exhibió la inoportunidad de su fallo en el discurso de la prensa ministerial:

Los nombres de los senadores –se lee en El Heraldo– que declararon exento de todo crimen al que la República entera reconoce por traidor son: general Carlos Soublette, Fermín Toro, Miguel Guerrero, Pedro Naranjo, Blas Valbuena, N. Fernández, F. José Mármol y Diego Troconis, los recomendamos a la piedad y compasión de las generaciones futuras… No queremos ser injustos, y por eso no juzgaremos con la misma severidad a los dos miembros de la Corte Suprema, cualquiera que haya sido su influencia. El objeto de la ley, al llamarlos al Jurado Nacional, es que informen acerca del Derecho; y debió contarse con el carácter y disposiciones naturales de estos fanáticos de Temis. Esclavos de la fórmula, encarnizados en la letra, enemigos del espíritu, que confunden con la arbitrariedad, polillas de Papiniano y Marculfo, en cuyo árido imperio pasean sus miradas abstractas y ensimismadas, su intervención en los juicios políticos es siempre expuesta y peligrosa.

Las manifestaciones populares, encabezadas por Michelena, tuvieron que ser reprimidas por la policía; y, al fin, como lo que mal comienza mal acaba, el resultado fue que por sustraer al ex Presidente del enojo popular, se le condujo a La Guaira con el fin de proteger su salida del país; y tras de un año de prisión cumplió de hecho la misma pena que la ley indicaba.

Otra consecuencia es que los jueces, que eran de filiación oligarca, preparaban con su fallo un modo de ver relativamente moderno y liberal sobre los delitos políticos, considerándolos más bien como pseudodelitos y reclamando para ellos una evolución análoga a la que ha sufrido la moral en el curso de los siglos. Al haber juzgado la Convención a Monagas, ¿hubiera procedido de otro modo? Las disposiciones penales señaladas por la ley de 1860 y su clasificación de los delitos, más humana que la del pacto fundamental de 1858, hubiéranlas considerado inmorales y heréticas los legisladores de 1831; y así y todo, el Gran Jurado tuvo miedo, al sentenciar, de tener en sus manos la espada de la ley; que para Castro como para Monagas desplegó la elocuencia de Toro todas las seducciones y atractivos que su benevolencia sabía.

¡Chanzas del destino! Cuando Guzmán Banco determinó perder a Salazar, en el tribunal que hubo de juzgar a este como traidor a la patria y condenarlo al último suplicio, una firma aparecía la primera en la lista de aquellos jueces: la de Castro. Estos son, como se expresaba el molinero de Sans Souci, «juegos de príncipes». La justicia humana se ha considerado desarmada e impotente para reparar en tales pecadillos, y bien hacen con representarla vendada; porque hojeando los anales y biografías de hombres notables de Venezuela, vemos con sonrojo a más de uno que olvidó su palabra empeñada al desnudar su espada en defensa de una idea, y que volviéndose contra sus compañeros, sin reparo los hirió. ¿Llegará un día a abrazar el mundo ese espantoso círculo que en la política y diplomacia forman, dándose las manos, la astucia, el disimulo, la hipocresía, el engaño, la infidelidad, la perfidia, la defección, y los que apañan, crecen y se burlan del honor, sin grandes cualidades, ni valor, ni fortaleza… e solo con la lancia con la qual giostró Giuda?

***

Notas

[1] «Desde que el planeta Saturno ha entrado en la constelación del León, tal acción, reputada antes por inocente, ha comenzado a ser crimen». (Pensées, III, 8)

[2] Filosofía penal, p. 85.

[3] Jl. del. pol. e le rivoluz, p. 437.

[4] La criminalité comparée, p. 90.

[5] Memorias de O’Leary, VI, p. 276.

[6] Ídem íb., XIII, p. 473.

[7] O’Leary, XIII, p. 230.

[8] Recuerdos, etc., p. 132.

[9] Biografía de José Félix Ribas.

[10] O’Leary, XIII, pp. 212, 231.

[11] O’Leary, XIII, p. 236.

[12] González, Ob. cit.

[13] Rojas, Leyendas históricas de Venezuela, 1° serie, p. 51, y 2°, pp. 28, 301.

[14] Gil Fortoul (carta del autor).

[15] Olavarría, Estudio histórico-político, X, p. 54.

[16] Páez, Autobiografía, II, p. 453.

[17] El Republicano, n° 165 (citado por Irizarri en El Revisor, n° 9).

[18] «Venezuela y los Monagas», en El Heraldo.

[19] Constitución, artículo 74. Las Cámaras residirán en la misma población; ninguna podrá suspender sus sesiones por más de dos días, ni emplazar para otro lugar distinto, sino con el consentimiento de la otra.

[20] Relación anónima publicada en El Revisor, n° 3, p. 4 (15 de marzo de 1849). Esta narración tiene tantos puntos de contacto con la que inserta Rojas en sus Bosquejos, escrita por Smith, que bien parecen ser ambas de un mismo autor.

[21] Art. 75. Podrá también (cada Cámara) castigar a los espectadores que falten al debido respeto o embaracen sus deliberaciones. Las Cámaras, en la casa de sus sesiones, gozarán del derecho exclusivo de policía, y fuera de ella, en todo lo que conduzca al libre ejercicio de sus funciones.

[22] El Republicano, n° 166, bajo el epígrafe «Instalación del Congreso».

[23] En la inserción de Rojas dice Smith 30, quizá por equivocación.

[24] Bosquejos, p. 147.

[25] Rojas, Ob. cit., 167.

[26] Autobiografía, II, p. 454.

[27] Valbuena, Larrazábal (en El Patriota, n° 85), y Acevedo (Apuntamientos para la historia de la conspiración de Páez contra las instituciones de su patria. Impreso en Caracas después del suceso de los Araguatos y citado por Irizarri en El Revisor, de Curazao).

[28] Rojas, Bosquejos, p. 170.

[29] Doctor L. Pulido, Recuerdos históricos, Caracas, 1880, p. 97.

[30] Mensaje del 25 de enero.

[31] Apuntamientos, etc.

[32] Autobiografía, II, p. 461.

[33] Gil Fortoul, carta citada.

[34] El Revisor, n° 4, p. 4 (31 de marzo de 1849).

[35] Doy gracias expresivas al señor don Ramón María Ugarte, de Ospino, que ha tenido la bondad de ilustrarme en detalles interesantes relativos al tiempo que nos ocupa.


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