Perspectivas

Lo que dice (y no dice). Sobre “1989 Diario de Washington”, de Simón Alberto Consalvi

22/03/2023

Simón Alberto Consalvi retratado por Vasco Szinetar

Prácticamente todo lo que pueda apuntar acerca de este libro de Simón Alberto Consalvi, titulado 1989/Diario de Washington, corre señalado en la introducción que estuvo a mi cargo para esta edición en físico, la cual comprende alrededor de unas diez páginas, más o menos. De modo que lo que pretendo es limitarme a dar cuenta de ciertos elementos que me llamaron particularmente la atención en aquella oportunidad y destacarlos en esta versión electrónica.

El primer elemento tiene que ver con el género escogido en este caso por Consalvi. Me refiero a que lo suyo es un diario, algo que, dentro de lo que podría llamarse la literatura autorreferencial, resulta ser un ejercicio bastante infrecuente entre los venezolanos. Con esto quiero decir, en otras palabras, que otras formas del género autorreferencial han sido mucho más comunes hasta ahora entre nosotros como, por ejemplo, las memorias, sin que tampoco falten en este sentido las memorias escritas por algunos venezolanos que también incursionaron en el mundo de la diplomacia.

Un diario es tan subjetivo como puede serlo también un libro de memorias; pero quizá una de las diferencias esenciales entre ambos estribe en que, mientras que en el caso de las memorias hay un registro reposado y sujeto a revisión por parte del autor, el diarista se deja guiar en cambio por la inmediatez de lo que está viendo y, en medio de tal proceso, todo cuanto tenga que decir se ve gobernado por la espontaneidad que exige este tipo de escritura. En el caso de un diario lo que pervive entonces es lo que ha querido dejarse anotado al calor del momento que se está atestiguando.

La segunda puntualización tiene que ver con el año 1989, el cual forma parte del título, especialmente por lo que significó ese año como preludio del fin del orden internacional establecido desde 1945 y, por tanto, del fin de la esquizofrénica dinámica de la Guerra Fría (hablamos, al menos, del fin aparente de la Guerra Fría, si es que, en estos tiempos, no nos hallamos viviendo todavía una prolongación de la misma). En todo caso, el ojo avizor de Consalvi se concentra, durante muchos tramos de este diario, en dar cuenta de esos cambios tan vertiginosos, inesperados e inimaginables como los que comenzaron a tener lugar a partir de 1989. Se entiende entonces que en estas páginas convivan, como no podía ser de otro modo a propósito de 1989, apuntes sobre Gorbachov o sobre la entonces aún incierta suerte de la Unión Soviética, o sobre China y los sucesos ocurridos en la Plaza Tiananmen.

Pero, particularmente, a partir de lo que el diarista observa al adentrarse ya el verano del 89, los movimientos emergentes en la Europa del Este también hallarían acomodo dentro de la atenta pupila de Consalvi. Me refiero, en este caso, y en rápida sucesión, a lo que dejó apuntado a propósito de Polonia y de la bravura del movimiento Solidaridad; o de la aparición del dramaturgo Vaclav Havel al frente de la pacífica revuelta checa; o del desprendimiento de las repúblicas bálticas; o del rumbo multipartidista tomado por Hungría; o del reencuentro (y pronta reunificación) de las dos Alemanias o, inclusive, de la creciente ola búlgara, la cual terminaría convirtiéndose en la más impensable de todas.

Al mismo tiempo, Consalvi dedica otras tantas páginas a ciertos elementos que se vieron sometidos, o silenciados, durante más de medio siglo por las exigencias de la Guerra Fría, y que él mismo presintió que tarde o temprano podrían acabar reemergiendo en forma de nuevas amenazas. Me refiero a distintos «ismos», como los antiguos nacionalismos o los fundamentalismos religiosos, tal como, sin que nuestro diarista se viera muy desencaminado, terminó siendo el caso.

Ahora bien, precisamente por tratarse de un diario, o partiendo de la propia modestia de Consalvi en el sentido de que jamás se sintió llamado a ser una autoridad interpretando las hojas de té, algunas de sus predicciones se cumplieron con bastante acierto; en otros casos, y como es lógico que así ocurriera, terminaron resintiéndose con el paso del tiempo. Pero lo importante es que se arriesgó a otear el horizonte, y más importante aún es el hecho de que en las páginas de este diario perdure la emoción con que fue registrando esa ristra de acontecimientos inesperados e inverosímiles que aún, en 1989, eran, en el mayor de los casos, de pronóstico reservado.

Aparte de la Guerra Fría en mayúscula, Consalvi pone la mirada también en otras variantes de esa guerra, especialmente como la que hasta ese punto venía ocurriendo en Centro América y, también, en otro tipo de guerra, como aquella de la cual fuera víctima Luis Carlos Galán en Colombia (momento, por cierto, en que aún se percibe vívidamente, en las páginas de este diario, la perplejidad y dolor que ello le produjo a Consalvi). Por cierto que, al hacer registro de esa otra guerra, cuyo epicentro era, en este caso, el tema de las drogas, no se salvarían del ojo crítico de Consalvi las baladronadas de Manuel Antonio Noriega, a quien de nada le sirvió blandir su machete autobiográfico ante George H. Bush puesto que, el «hombre fuerte» de Panamá terminó yendo a parar por igual a la cárcel acusado de tráfico de cocaína y blanqueo de dinero.

1989 sería precisamente el año del debut presidencial de George H. Bush y, en tal sentido, Consalvi se revela tan atento como discreto a la hora de hablar de ese gobierno y de sus méritos, así como de los altos y bajos que fue describiendo la actuación del cuadragésimo primer presidente de Estados Unidos durante su primer año de gestión (en todo caso hablamos, entre los dos Bush, del que realmente vale la pena decir algo respecto a su actuación, que es el primero de ellos, George Herbert).

A propósito de esta otra clase de apuntes que tienen que ver más bien con el día a día de la política washingtoniana, quise dejar anotado en mi introducción que era una verdadera lástima que, con un ojo tan atento a todo cuanto estaba ocurriendo en la capital federal, Consalvi solo haya abordado el año 89, y que su labor como diarista no se haya extendido al resto de su gestión como embajador en Washington, la cual no solamente coincidiría con el cuatrienio completo de Bush sino con los comienzos del primer gobierno de William Clinton. (Por cierto que, conociendo las picardías de Consalvi, no quisiera imaginarme lo que pudo haber dejado anotado, si su ejercicio como embajador se hubiese prolongado un poco más allá, sobre los devaneos de Clinton con su pasante, Mónica Lewinsky, en la intimidad del Salón Oval de la Casa Blanca).

Pero esto de su capacidad de seguirle el pulso al día a día de Washington lleva a decir otra cosa, en este caso, sobre la calidad de las interacciones que sostuvo con gente del más alto nivel dentro del gobierno de Bush, algo que también se ve frecuentemente reflejado en este diario. Hablo, por ejemplo, de retazos de sus conversaciones con Lawrence Eagleburger, quien terminó siendo el último Secretario de Estado de Bush; o con Brent Scowcroft, que fue su Consejero Nacional de Seguridad o, inclusive con Luigi Einaudi, quien fue embajador de Estados Unidos ante la OEA, quizá, dicho sea de paso, uno de los más destacados embajadores que haya tenido Estados Unidos ante ese foro hemisférico.

La tercera puntualización que quisiera hacer se refiere al arte, algo que no puede disociarse de las pasiones de Consalvi, así como tampoco del hecho –como él mismo reconoce– de haber llegado a Washington en 1989, es decir, en tiempos en que la ciudad había cambiado tanto que, de haber sido prácticamente marginal en términos de cultura, se hallaba ya para entonces dentro del itinerario casi obligado de los grandes eventos culturales. Lo interesante, en este caso, es cómo Consalvi va dando cuenta de la docena de exposiciones que tuvo la oportunidad de visitar en el complejo museístico del Smithsonian, bien en la National Gallery o en el museo escultórico Hirshhorn, dedicadas a Paul Cézanne, Franz Hals o Francis Bacon, por citar apenas algunas de las cuales dejó registro en este diario.

La cuarta y última puntualización con la que quisiera ir cerrando esta reseña, tiene que ver con uno de los elementos más perdurables quizá, como lo supuso su reencuentro con la historia venezolana luego de un largo hiato dedicado a las asperezas de la política. Pienso, en este sentido, que su paso por Washington fue fundamental por todo cuanto significaron para Consalvi los trasiegos documentales que emprendió tanto en los Archivos Nacionales como –aunque suene sorprendente decirlo– en los archivos de la propia residencia del embajador, donde existen cúmulos de papeles almacenados en sus sótanos.

De esos papeles, y de la humedad de esos sótanos, salieron al menos dos libros escritos por Consalvi durante sus tiempos en Washington, el primero dedicado a estudiar los avatares de Pedro Ezequiel Rojas como Ministro Plenipotenciario de Juan Vicente Gómez y, el segundo, sobre los avatares de otro no menos Ministro Plenipotenciario y no menos gomecista, como lo fue Pedro Manuel Arcaya.

Ese reencuentro de Consalvi, sobre todo afincado en el tema del castrismo y el gomecismo, habría de llevar –a mi juicio– a que durante la larga y última etapa de su vida, la cual arranca desde mediados de los años noventa, es decir, desde su regreso de Washington, hasta prácticamente el momento en que lo sorprendiera la muerte hace exactamente diez años, se dedicara casi de manera exclusiva a los afanes y desvelos propios del historiador. Insisto en creer que esa eclosión, como lo demuestra el número de títulos publicados en seguidilla por él entre 1993 y el 2013, tuvo mucho que ver con tal reencuentro con la historia venezolana durante su tránsito por Washington.

Lo último que quisiera decir tiene que ver con que esta cuidada reedición en formato electrónico del Diario de Washington no habría sido posible sin lo que significa el empeño que Francisco Soto, doctor en Historia por la ULA, ha puesto en dirigir el Grupo de Estudios Venezuela-Estados Unidos de la Universidad de los Andes.

En este sentido quisiera subrayar lo que, desde nuestra dolida Mérida (algo que implica que cualquier carencia de la cual podamos quejarnos los caraqueños sea una simple nimiedad), significa que Francisco Soto no solo haya librado la hazaña de mantener a pulso este grupo de estudios dedicado a ofrecer coloquios o seminarios en torno al tema de las relaciones Estados Unidos-Venezuela, sino que haya construido al mismo tiempo un fondo editorial que lleva acumulado nueve títulos, que promete alcanzar los doce al cierre de este año, y del cual el diario de Consalvi se presenta apenas como su más reciente criatura. A mi juicio, este fondo editorial de la ULA se inscribe entre las iniciativas más afanosas de las que están teniendo lugar, hoy por hoy, dentro del panorama editorial venezolano.

Acerca del propio Francisco Soto, quien tiene a su cargo dirigir –como llevo dicho– el grupo de estudios y de su fondo editorial, no quisiera dejar de mencionar que en el año 2019 fue merecedor del Premio Bienal “Rafael María Baralt” dirigido a jóvenes historiadores y organizado de manera conjunta por la Academia Nacional de la Historia y la Fundación Bancaribe para la Ciencia y la Cultura como reconocimiento –y a la vez como estímulo– al talento y esfuerzo creador de nuestras nuevas generaciones de investigadores.

Puedo decir, sin que me sobre nada por dentro, que si existe alguna razón para que yo permanezca, y pretenda continuar permaneciendo terca y rabiosamente aquí, en mi patio, es por jóvenes como Francisco Soto y por el tipo de iniciativas que pretenden dirigir desde las atalayas de nuestro mundo cultural. Soto, y el fondo editorial del cual forma parte el diario de Consalvi, es lo que precisamente representa la clase de futuro que todos aguardamos.


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