La muerte del Libertador, por Anotnio Herrera Toro. Óleo sobre lienzo, 1883
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El Congreso Constituyente de Valencia se instala el 27 de noviembre de 1830. La agitada ciudad se ha convertido en centro de los negocios políticos y todos los ojos se detienen en los movimientos de los representantes del pueblo, no en balde está en juego la suerte de Colombia y el nacimiento de una nueva autonomía republicana. Justo cuando inicia trabajos la Comisión Preparatoria de la asamblea, que debe hacer un reglamento de debates y recibir las credenciales de sus miembros, una señora interrumpe el trajín para plantear una queja personal que se trata de atender con preferencia. Debido a la gestión, se escucha por primera vez en el salón de sesiones el nombre del Libertador.
Hablamos de una vecina llamada Petronila Urquía, quien introduce una demanda ante la Corte de Apelaciones para disputar a Bolívar la propiedad de dos minas ubicadas en los Valles de Aroa. Lleva un oficio de la citada Corte, a través del cual se pide a los diputados la indicación del curso que se debe dar a la petición. Los jueces quieren escuchar la opinión del Constituyente antes de trabajar el caso. Es una solicitud insólita porque los magistrados deben saber cómo se hace ante reclamos sobre una propiedad privada, y porque, en esencia, no es un asunto que deba ocupar la atención de los parlamentarios. Sin embargo, la alta judicatura prefiere atenerse al parecer de la política.
El vericueto tiene explicación. Desde el nacimiento de Colombia, nadie ha topado con una querella privada contra quien ha sido, a partir de la reunión del Congreso de Angostura, el hombre más poderoso de la sociedad. Tampoco se ha cruzado entonces en el camino de los asuntos importantes una señora como Petronila Urquía, quien muestra unos arrestos que pocos habían exhibido en el pasado para obligarlos a apurar un trago inhabitual. El individuo poderoso que había sido agasajado en mil festines es ahora conminado por una ciudadana sobre cuya vida no ha circulado noticias hasta la fecha. El asomo de una querella entre una mujer de poca monta y un político de la talla de Simón Bolívar, presentada ante los tribunales y ventilada en la Convención que quiere liquidar la unión colombiana, anuncia los desenlaces arduos que en breve experimentará la sociedad.
La Comisión Preparatoria no se apresura ante el desafío. Argumenta que debe revisar unos documentos del general Santiago Mariño, presentados el día anterior en sesión secreta, y envía el trámite al despacho del Secretario de Estado del Interior para que la guíe en el resbaladizo terreno. A su vez, el funcionario requerido prefiere esperar sugerencias del Segundo Corregidor, quien por fin redacta una comunicación de la cual no queda copia en las actas del parlamento, pero que conduce a la siguiente decisión de los diputados:
La Antigua Venezuela ha desconocido la autoridad de S.E. el General Bolívar y se ha separado del Gobierno de Bogotá, y en semejante caso, para que la causa no quede indeterminada, considera necesario consultar a S.E. el Jefe Civil y Militar de la misma Venezuela lo que deba ejecutarse. A este fin compruébese testimonio de la providencia del juez interior y de este asunto, y diríjase con oficio a S. E. para que se sirva ordenar lo conveniente.
Se refieren a Páez, desde luego. Aunque estamos frente a un trámite que, en términos generales, ha sido usual en los procedimientos civiles desde los tiempos de la Colonia y manejado con normalidad entre particulares en el anterior período republicano, el poderoso Centauro debe resolver el enigma planteado desde el principio por una Corte de Apelaciones curiosamente desconcertada. Salta a la vista la importancia que ha adquirido el hombre de armas dentro del proceso de la secesión, en medio de cuyos aprietos se le pide participación en un asunto sobre el cual no debería opinar, si se respetan las pautas de justa administración o de división de los poderes públicos que han regido desde 1811 y sobre cuya valoración se ha insistido en Venezuela durante los últimos años, cuando aumenta el descontento ante las autoridades establecidas en Bogotá.
Seguramente don José Antonio no se quebrará mucho la cabeza debido a la muerte del demandado y porque no aparece testimonio de los nuevos movimientos que hace doña Petronila, o que realizan los sucesores del difunto, sobre la pretensión que distrajo la atención de los convencionales de 1830 cuando se estrenaban en su oficio. El episodio viene hoy a cuento para ver cómo pueden discurrir las cosas cuando languidece la estrella de quien fuera todopoderoso en la víspera, hasta el punto de permitir el banal descubrimiento de una querellante que después vuelve a su oscuro rincón.
Elías Pino Iturrieta
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