Perspectivas

Leer en el siglo XX y en el XXI

Fotografía de Paul Bence | Flickr

18/12/2019

En 1996, en esos últimos años del siglo XX que fueron como la bisagra no solo entre dos milenios sino entre dos épocas o períodos históricos, el argentino Alberto Manguel publicó en Estados Unidos un libro que, en apenas unos meses, fue traducido a nada menos que veinte lenguas. Estoy seguro de que muchos de nosotros lo leímos con fruición cuando apareció en su versión española, en 1998. Se trata, como sin duda ustedes recuerdan, de Una historia de la lectura, ese vasto recuento de más de cuatrocientas páginas sobre las distintas maneras de leer y los diferentes tipos de libros que se han sucedido en el tiempo, desde la Antigüedad hasta el momento contemporáneo. Entre sus numerosas virtudes, el ensayo de Manguel tenía la de ser una buena vulgarización de un sinnúmero de trabajos universitarios que se venían realizando por entonces en torno a estos temas no solo en Estados Unidos sino también en Europa y Latinoamérica. Digamos que las exitosas páginas del ensayista argentino fueron algo así como la vitrina más visible para el gran público de una importantísima corriente intelectual que, a fines del siglo XX, señaló la emergencia de una especialidad que hoy conocemos, en los medios académicos, como la Historia del Libro y la Lectura.

¿Cómo se define esta disciplina? ¿Y qué es lo que analiza o de qué se ocupa? Básicamente, y para decirlo del modo más simple, se trata de estudiar las distintas maneras cómo los lectores de las más diversas geografías del planeta se han ido apropiando, a través de los siglos, de los contenidos textuales inscritos en los más variados soportes. ¿Cómo hemos pasado, por ejemplo, del pergamino manuscrito al libro impreso y del libro impreso al libro electrónico o a la tableta? ¿Y qué han implicado estos cambios en nuestro modo de acercarnos a los textos? O bien, ¿cómo se forma un público lector en una época dada? ¿Quiénes educan a los lectores y con qué instrumentos y con qué objetivos se les enseña a leer? O, en fin –mi último ejemplo–, ¿qué significa leer en voz alta o en silencio, leer por obligación profesional o por puro placer, leer para mantenerse informado y participar en la vida de una comunidad, o leer para conocerse mejor a sí mismo y explorar zonas desconocidas de nuestro fuero íntimo?

La Historia del Libro y de la Lectura trata de responder hoy a todas estas preguntas e interrogantes. Su campo de trabajo es amplio y riquísimo, ya que toca áreas tan diferentes como la antropología, la política, la psicología, la educación, la literatura y las nuevas tecnologías, entre muchos otros. Quizás una de las mejores definiciones recientes que se ha dado de esta especialidad compleja y proteiforme es la que nos ofrece el argentino Alejandro E. Parada en un ensayo reciente donde la vincula con la Historia de la Cultura Escrita. Dice este investigador:

Cuando intentamos (hablamos ahora solo de un intento) decir e identificar ¿qué es la Historia de la Lectura?, estamos inmersos en un área genérica propia de la Nueva Historia Cultural y, en forma particular, dentro de un campo de la Historia de la Cultura Escrita que denominamos, en modo singular, Historia de la Lectura, y cuyos objetivos se centran en estudiar las prácticas, representaciones, usos, apropiaciones y respuestas que hacen los lectores de los textos en el tiempo y que ocasionan individual y colectivamente cambios en sus modos de pensar y accionar en el mundo (real o imaginario, poco importa). [«Historia de la Lectura, debate en torno a su definición», Información, cultura y sociedad n° 37, diciembre 2017, pp. 149-150.]

Este último aspecto de la definición, o del intento de definición de Parada, es fundamental porque responde a una pregunta que nos concierne a todos y que le atribuye a la Historia de la Lectura la misión de estudiar cuál es el papel del acto de leer como factor de cambio social. O para decirlo de otro modo, Parada nos hace ver que la Historia de la Lectura no solo se ocupa de analizar la manera cómo la práctica de la lectura cambia en el tiempo, sino también cómo la lectura se vuelve, a su vez, un elemento trasformador de la vida individual y colectiva. De hecho, para algunos estudiosos del tema, como David Finkelstein y Alistar McCleery, una de las funciones primordiales de la Historia de la Lectura es dar cuenta de cómo esta práctica actúa en la historia como una fuerza de cambio y transformación, con tanta eficacia que sería imposible narrar hoy la historia de la evolución de las sociedades modernas sin referirse al rol que la lectura ha desempeñado en ellas. [David Finkelstein y Alistair McCleery, «Aproximaciones teóricas a la historia del libro» en Una introducción a la historia del libro, Buenos Aires, Paidós, 2014.]

Quisiera situar nuestra reflexión dentro del marco de este concepto de la disciplina que la caracteriza, a la par, como el examen de las transformaciones de la propia lectura y como la exploración de las transformaciones que la lectura hace posibles. No es otro el lugar intelectual desde donde se han venido enunciado, desde hace ya dos décadas, distintos trabajos latinoamericanos que ponen de manifiesto el vigor y la creatividad del campo de la Historia de la Lectura en nuestro continente. Sin ir más lejos, se ha publicado en Bogotá un magnifico volumen colectivo intitulado Lectores, editores y cultura impresa en Colombia, siglos XVI a XXI (2018), dirigido por los profesores Diana Paola Guzmán y Álvaro Garzón Marthá, una coedición del CERLALC y la Universidad Jorge Tadeo Lozano. En ese libro se conjuntan estudios de diecisiete especialistas que, desde los puntos de vista más diversos (sociológico, antropológico, bibliográfico, filológico y literario) recorren las diferentes edades de la lectura en Colombia, entre el período colonial y la edición contemporánea, pasando por las imprentas de la Independencia, por la formación de los lectores en el siglo XIX y por las campañas de alfabetización en el siglo XX.

También en otros países latinoamericanos la especialidad conoce actualmente un auge sin precedentes, como es el caso de Argentina donde se editó, en 2012, el volumen colectivo Historia de la lectura en Argentina. Del catecismo colonial a los netbooks estatales, dirigido por Héctor Rubén Cucuzza y Roberta Paula Spregelburd. En él se recopilan, como en el libro colombiano, estudios sobre las distintas épocas, los diversos soportes y los diversos modos de leer que se han sucedido en la historia del país sureño. Dos años antes, en 2010, se editó asimismo en México el volumen Leer en tiempos de la colonia. Imprenta, bibliotecas y lecturas en la Nueva España dirigido por Idalia García Aguilar y Pedro Rueda Ramírez, un conjunto de trabajos más especializados sobre los siglos XVI y XVII. Existe además un buen número de libros recientes sobre el tema publicados en Chile, Brasil, Uruguay, Perú y Venezuela; pero quizás una de las muestras más accesibles de los trabajos en curso está en el dossier que se publicó en 2012 con el número 18 de la revista electrónica argentina Orbis Tertius. En él alternan ensayos de investigadores colombianos, venezolanos, argentinos, uruguayos y chilenos sobre prácticas y representaciones de la lectura, esencialmente contemporáneas.

Como lo ha mostrado uno de los maestros y fundadores de la Historia de la Lectura, el francés Roger Chartier, en América Latina el examen de la lectura y de sus prácticas, representaciones y funciones no tiene las mismas fuentes que en Europa y tiende a asociarse principalmente con tres problemáticas específicas y propias de nuestra trayectoria histórica: en primer lugar, la formación de las naciones y de las comunidades nacionales latinoamericanas a partir del siglo XIX; luego, las campañas de alfabetización y la enseñanza de la lectura en los siglos XIX y XX; y por último, la historia de la literatura y las circulaciones literarias entre las dos orillas del Atlántico entre los siglos XIX, XX y XXI [Roger Chartier, «La historia de la lectura en América Latina, vista desde Francia», Magallánica, Revista de historia moderna, 1/1, julio-diciembre 2014, pp. 26-33]. Para llegar al momento contemporáneo, al momento de tránsito entre la lectura del siglo XX y el de la del siglo XXI, podemos esbozar un rápido recorrido por nuestra historia de la lectura a través de las tres problemáticas que señala Chartier.

Si se la pone en perspectiva, sobre el eje de una duración larga de tres siglos, nuestra historia se presenta como un relato que arranca con una cifras muy precarias y poco esperanzadoras. Sabemos que la población latinoamericana a principios del siglo XIX, cuando estallan los movimientos de independencia, giraba alrededor de los dieciocho millones de habitantes desigualmente repartidos por el continente. Entre ellos, sólo se contaban unos tres millones de hablantes de español que, en su mayoría, ni leían ni escribían. La difusión del español como lengua común y la enseñanza de la lectura y la escritura en español van a ser obra principal de nuestras repúblicas independientes a lo largo del siglo XIX, partiendo de una situación muy desventajosa que obedece en buena medida al legado de la Colonia y a las restricciones que la monarquía española impuso no solo a la fabricación y circulación de materiales impresos sino incluso a la lectura misma.

En efecto, como es sabido, la historia de nuestra relación con la lectura está marcada por las políticas contrarreformistas de la monarquía católica española, que buscaban controlar, desde los comienzos mismos de la colonización, la difusión de la imprenta, la circulación de impresos y el acto de leer. Si la reforma protestante es impensable sin la aparición de la imprenta, sin la traducción y publicación de distintas versiones de la Biblia y sin la formación de nuevos lectores capaces de interpretar los textos sagrados, la contrarreforma católica combatirá la propagación del cisma controlando justamente las técnicas, los objetos y las competencias que posibilitaron la ruptura de la unidad religiosa en Europa. Domingo Faustino Sarmiento resume la situación en una frase a mediados del siglo XIX: «Para ser católico es necesario ante todo tener fe. El catolicismo lo dice. Para ser protestante es preciso saber leer para leer la Biblia». Nosotros somos hijos de esta historia. De ahí que, si dejamos de lado a México y Perú donde se introduce la imprenta en el siglo XVI bajo estricta supervisión eclesiástica y virreinal, en las demás zonas del continente haya que esperar hasta prácticamente la segunda mitad del siglo XVIII, para ver aparecer las imprentas en las principales ciudades. Esto no quiere decir que, en las colonias, no circularan textos en forma manuscrita o en libros impresos, pero esa circulación local, o fruto del comercio transatlántico, era controlada y restringida, y ante ella, el analfabetismo general de la población representaba sin lugar a duda el instrumento más eficaz de control social. A fines del siglo XVIII, el 85 % de la población de un territorio tan gigantesco como Brasil era analfabeta y en el mundo de habla hispana los porcentajes podían ser aún superiores, ya que el aprendizaje de la lectura estaba reservado en general a las castas españolas y criollas, y, excepcionalmente en México y Perú, a algunos miembros de las élites indígenas.

En Argentina, en Venezuela, en Colombia y en muchos otros lugares del continente, la imprenta empieza a introducirse, gracias a las reformas borbónicas, a mediados del siglo XVIII –cuatro siglos después de que la inventara Gutenberg– y con su llegada se va a producir una intensificación de la circulación de impresos y la formación de nuevas comunidades lectoras entre las minorías que saben leer y escribir y que pronto van a liderar el proceso de Independencia. Todos los colombianos conocen el ejemplo paradigmático de la famosa imprenta de Antonio Nariño y de la traducción y edición de la Declaración de los derechos del hombre y el ciudadano en 1794. Dicha edición va a activar las alarmas de la censura virreinal y llevará a la cárcel al propio Nariño y a su colega impresor Diego Espinosa, quien era nada menos que el hijo del director de la Imprenta Real de Nueva Granada, don Antonio Espinosa de los Monteros. Son estos pequeños grupos de lectores patricios los que van a contribuir decisivamente con la difusión y con la discusión de las ideas revolucionarias, republicanas y liberales que constituyen el soporte ideológico del movimiento independentista en todo el continente. No en vano nuestras guerras de independencia fueron también una guerra entre imprentas, publicaciones y lectores. Pequeños periódicos u hojas sueltas llevan y traen por entonces las noticias de la contienda y permiten fijar posiciones y trabar el debate ideológico. Así, en Venezuela es famoso el enfrentamiento feroz entre la Gaceta de Caracas, de tendencia realista, y el Correo del Orinoco, que era el órgano de prensa de los patriotas, publicado en Angostura.

Terminada la contienda, esta minoría lectora se encuentra ante la tarea de organizar unas «repúblicas del aire», como las llama Rafael Rojas, donde las imprentas oficiales publican constituciones, leyes y decretos que deben aplicarse a todos, pero que solo unos pocos ciudadanos pueden efectivamente leer y discutir. La escasa legitimidad democrática de nuestras repúblicas señoriales, donde solo votan y gobiernan los que saben leer y escribir, hace evidente en el siglo XIX que la viabilidad política de un proyecto nacional no puede disociarse de la alfabetización masiva. Para muchos de nuestros padres de la patria y de nuestros primeros liberales, la construcción de la nación en América Latina tiene que pasar por una ampliación de la comunidad de lectores y por la interiorización, a través de la lectura, de unos imaginarios y valores nuevos que garantice la cohesión social de distintos y dispares grupos humanos. Simón Bolívar, Andrés Bello, Simón Rodríguez, Benito Juárez o el ya citado Domingo Faustino Sarmiento, desde distintas latitudes, coinciden en ello. Por un lado, la prensa republicana asume así el papel de erigirse en foro popular de la vida pública y en espacio de un debate político que se quiere abierto y democrático; mientras, por otro, las novelas nacionales apelan a la sentimentalidad y a la formación de una sensibilidad común en la esfera privada. La Amalia de José Mármol (1841) en Argentina, el Martín Rivas (1862) de Blest Gana en Chile y la María (1867) de Jorge Issac en Colombia son todos intentos, como lo ha señalado Doris Sommer, de vincular la intimidad de los lectores latinoamericanos a la construcción de la nación y de ampliar así los públicos lectores nacionales. [Doris Sommer, Foundational Fictions, UCLP, 1991.]

Sin embargo, y a pesar de los esfuerzos de conservadores y liberales por desarrollar políticas de la lectura, bien a través de las órdenes religiosas, o bien a través de leyes que decretan una educación laica, gratuita y obligatoria, los resultados serán muy limitados y bastante desalentadores. Los porcentajes de que disponemos muestran que, a fines del siglo XIX, el 80 % de los brasileños, el 53 % de argentinos, el 57 % de cubanos, así como el 78 % de mexicanos y el 83 % de bolivianos eran analfabetos. Tenían razón los poetas modernistas, como José Asunción Silva o Rubén Darío, cuando se quejaban de casi no tener lectores en sus propios países. Entramos en el siglo XX con un déficit que muestra con una claridad prístina el fracaso de los proyectos decimonónicos de ampliación de nuestra comunidad de lectores y las enormes desigualdades que lastran a nuestras sociedades. De ahí que la alfabetización se convierta en una de las reivindicaciones principales de los distintos movimientos políticos que atraviesan el siglo XX, de la Revolución mexicana a la cubana, pasando por el peronismo, el aprismo y las corrientes indigenistas y feministas. Nuestra historia de la lectura reciente se confunde de esta suerte con una historia de la alfabetización que se declina a través de objetos como las bibliotecas populares, como las acciones pedagógicas y las campañas de aprendizaje y como los proyectos y los programas de promoción en los que muchos hemos participado.

La buena noticia es que, gracias a los esfuerzos realizados durante el siglo XX, empezamos el siglo XXI bajo mejores auspicios. Las cifras que dio a conocer el Instituto de Estadísticas de la UNESCO en 2016 ponen de relieve que, en los veintiséis años que corren desde 1990, nuestra tasa de alfabetización ha aumentado substancialmente, pasando del 85 % al 94 % de la población total del continente. Es decir, prácticamente hemos invertido los datos de fines del siglo XIX. En países como Argentina, Ecuador, Chile, Bolivia y Costa Rica se llega incluso a una tasa de alfabetización del 99 %, un nivel comparable al de Europa, Estados Unidos, el Sudeste y Este de Asia. Por supuesto, esto no significa que el problema esté completamente resuelto: de los seiscientos treinta millones de habitantes que tiene América Latina, todavía quedan unos treinta y dos millones de analfabetos. Además, un estudio reciente dado a conocer por la misma UNESCO en 2016, basado en un análisis de las pruebas PISA, ha puesto de manifiesto que un 36 % de los estudiantes latinoamericanos tienen problemas para entender lo que leen y sacar la información adecuada de los textos. La directora del ya citado Instituto de Estadísticas de la UNESCO, Sylvia Montoya, ha declarado a la prensa: «Que haya niños que no tengan las competencias básicas cuando se trata de leer párrafos muy sencillos y extraer información de los mismos yo lo consideraría como una nueva definición de analfabetismo. Carecer de comprensión lectora es una especie de discapacidad o de incapacidad para poder insertarse en la sociedad, poder votar y entender las propuestas de los candidatos, poder tener entendimiento de los propios derechos y deberes como ciudadano» [Ángel Bermúdez : «Van a la escuela pero no aprenden», BBC Mundo, 28 de septiembre de 2017, consultado el 30 de marzo de 2019]. Abundando en este mismo sentido, el investigador chileno Mario Waissbluth, director de la Fundación Educación 2020, lanzaba en 2016, en México, da una alerta al señalar que podíamos estarnos encaminando hacia un 60 % de adultos analfabetos funcionales en América Latina. [«América Latina : un continente de analfabetas funcionales», Noticias Flacso, México, 25 de abril de 2016, consultado el 1 de abril de 2019.]

Nuestra historia de la lectura conoce en el tránsito entre el siglo XX y el siglo XXI este momento paradójico en que los resultados de la alfabetización tan anhelada por fin se consiguen en el plano cuantitativo, pero de seguido aparecen como totalmente insuficientes en el plano cualitativo. Porque lo que está en juego, en estos principios de un nuevo siglo y milenio, es un asunto que toca a la calidad de la lectura. Hay que plantearse este problema y tratar de pensarlo hoy en el marco histórico de las transformaciones comunicativas, mediáticas y tecnológicas a las que hemos asistido en los últimos treinta años y que han venido a alterar profundamente no solo los soportes de los textos sino nuestra relación con ellos y con el acto de apropiárnoslos, leyéndolos. Para hacerlo, quisiera discutir brevemente tres coordenadas mayores en la configuración de la cultura contemporánea que, para muchos especialistas de nuestra disciplina, están afectando sensiblemente la práctica de la lectura. Se trata de tres fenómenos que tenemos que relacionar con los problemas que se están planteando en América Latina y en otros lugares del mundo a principios del siglo XXI.

El primero tiene que ver con el cambio de nuestra relación con el tiempo. Desde las últimas décadas del siglo pasado hemos entrado en un proceso de aceleración temporal sin precedentes dentro del mundo moderno. Según filósofos como el francés Paul Virilio, hoy vivimos como si nuestras vidas estuvieran chocando continuamente contra la barrera del tiempo y, según sociólogos como el alemán Hartmut Rosa, pareciera que nuestras sociedades hubieran alcanzado un punto crítico «más allá del cual se vuelve imposible sustentar la sincronización y la integración sociales» [Hartmut Rosa, Accelaration, una histoire sociale du temps, Paris, La Découverte, 2014]. Para Hartmut Rosa, este fenómeno de aceleración tiene tres dimensiones distintas que inciden en nuestras prácticas culturales y a cuyo influjo no escapa la situación actual de la lectura. La primera, y la más evidente, es la dimensión tecnológica: la revolución de las tecnologías del transporte, las comunicaciones y la producción le ha dado un ritmo incomparable al desplazamiento de personas y objetos en el mundo, al intercambio de información y a la fabricación y transformación de la materia y la energía. En segundo lugar, Rosa destaca la aceleración del cambio social propiamente dicho, es decir, el hecho de que existe una aumentación constante del ritmo de obsolescencia de nuestras experiencias, valores y expectativas, y por ende una inestabilidad creciente en las relaciones colectivas entre las generaciones y entre los individuos, así como también por lo que toca a nuestros vínculos con instituciones como la familia, la escuela o la nación. Por último, el sociólogo alemán le hace un lugar muy importante en su trabajo a lo que él llama «la aceleración del ritmo de la vida cotidiana» y que se manifiesta a la vez como una densificación de la cantidad de actividades que realizamos en la misma unidad de tiempo y como una reducción del tiempo que le dedicamos a cada una. Acaso el ejemplo más elocuente de ello es la generalización del multitasking que se traduce en la ejecución de varias acciones simultáneamente de manera concatenada.

La práctica de la lectura ha sido desde siempre una actividad sujeta a los contextos tecnológicos, socioculturales, políticos e históricos propios de las comunidades en las que ha aparecido y se ha desarrollado. En este nuevo capítulo de nuestra historia de la lectura que se abre con el siglo XXI, hay que incorporar la aceleración a la que estamos asistiendo a nuestro modo de entender esta actividad y a la adquisición de las competencias necesarias para dominarla y desarrollarla. Y es que estamos ante un contexto inédito por la cantidad y la velocidad de las informaciones que circulan en varios soportes distintos, por la rapidez con que los mensajes ganan y pierden actualidad, y por la incorporación del acto de leer a otro conjunto de acciones que estamos realizando sincrónica y cotidianamente en nuestro trabajo o en nuestra casa. El modelo de lectura que heredamos del siglo XX –la lectura silenciosa, individual e intensiva en soporte de papel– no solo ya no corresponde a la diversificación de los soportes que conocemos hoy, sino que tampoco tiene en cuenta la diversificación del acto mismo de leer en nuestras sociedades. Porque no es lo mismo ni exige la misma velocidad una lectura extensiva en la red o en las actualizaciones de Facebook o de Twitter, que una lectura intensiva y orientada a la memorización y a la adquisición de conocimientos en pantalla o en soporte papel. Creo que una de las claves para combatir el problema del analfabetismo funcional, que no es solo un problema latinoamericano sino también norteamericano y europeo, reside en la posibilidad de redefinir la lectura en plural y de concebir los distintos ritmos y actitudes que pide el acto de leer en función de los soportes, los medios, los contextos y los objetivos que lo determinan hoy. Porque no se puede leer de la misma manera ni con la misma cadencia una novela que un tweet, como no miramos de la misma manera un cuadro y un programa de televisión, ni escuchamos de la misma forma una canción y una conferencia. No estoy haciendo un juicio de valor: lo que me importa es insistir en la necesidad de diversificar nuestra idea de lo que es la lectura y de especializar las competencias que moviliza en el campo de la comprensión, de cara a la proteica realidad a la que nos confrontan los procesos de la aceleración contemporánea y uno de sus corolarios más sonados: el problema de los niveles de atención.

Junto a la aceleración, y estrechamente vinculados a ella, muchos especialistas de la lectura han destacado últimamente este peliagudo asunto, que también suele asociarse al crecimiento del analfabetismo funcional. Hay una polémica sorda, no siempre explícita ni abierta, entre quienes sostienen que las nuevas generaciones presentan un grave déficit de atención que está afectando el aprendizaje y la práctica de la lectura, y los que dicen que no se trata de un verdadero problema sino de un reajuste temporal de nuestro comportamientos y hábitos comunicacionales a la nueva ecología mediática que surge con la revolución tecnológica. Así, en una conversación que tuvo lugar en el Hay Festival de Cartagena en 2017, Michael Bhaskar, especialista en edición electrónica y autor de varios libros sobre lectura y comunicación en el mundo contemporáneo, decía lo siguiente:

Hay evidencia de que, en un nivel muy básico, la tecnología digital está reprogramando nuestros cerebros y, en términos más puntuales, dificultando la sumersión en una lectura larga. Las redes sociales, por ejemplo, funcionan como una especie de bucle: siempre se quiere recibir más novedades y vemos cómo cada vez que nos llega una notificación o un e-mail, nos reconforta un pequeño toque de dopamina. Un estudio al respecto muestra que algunos trabajadores en oficinas llegan a revisar su bandeja de entrada hasta treinta y seis veces en una hora. Y cada vez que sucede eso, cada vez que revisas tus e-mails, pierdes la concentración en lo que estabas haciendo y no puedes volver a conectarte con tu tarea sino después de un largo periodo. Entre más veces revisamos nuestros teléfonos, nuestros e-mails –la persona promedio mira su teléfono cientos de veces al día–, más reforzamos la implementación en nuestra mente de un patrón que produce la necesidad de recibir novedades constantemente y de que saltemos de una cosa a la otra sin involucrarnos realmente en ninguna tarea. Un estudio de Microsoft mostró que, en el año 2000, los seres humanos, en promedio, podíamos mantener la concentración en una tarea durante doce segundos. Para 2013, este espacio de tiempo ya había caído hasta los ocho segundos, un segundo menos que lo que un pez dorado puede fijar su atención en algo. Sabemos, pues, que ya estamos peor que los peces dorados. Digo todo esto porque veo que se ha convertido en una presión para mí mismo. Noto que, cuando leo algo, sea para el trabajo, sea por placer, siento de repente esas ganas de dejar la lectura y distraerme. Me parece claro que nuestras mentes están ahora más fragmentadas que antes. [El futuro de la lectura, Peter Florence y Michael Bhaskar en conversación con Marianne Ponsford, Bogotá, CERLALC, 2018, pp. 20-21.]

Esta preocupación se expresa asimismo en la opinión de otros especialistas que tratan de analizar la dispersión a que están sujetas las nuevas generaciones ante las solicitaciones continuas de los medios y las redes sociales. Se parte del principio de que la atención de los jóvenes que han crecido inmersos en el mundo de los dispositivos digitales sería muy pobre, ya que muchos serían incapaces de concentrarse por largos periodos de tiempo ni sabrían tampoco dedicarse a una sola actividad a la vez. Habría como una especie de carencia que les hace incapaces de focalizar su atención y por ende de entrar en procesos complejos de adquisición de conocimiento personales y de una cultura vasta y rica. Su constante dispersión nos daría la medida de los efectos perversos de la aceleración temporal y el multitasking, pues cómo no advertir la incompatibilidad entre las exigencias de la lectura y la posibilidad de navegar en la red mientras revisas el buzón de correo electrónico, respondes a un tweet, hablas por teléfono, miras las fotos de los amigos en Facebook y borras varias canciones de tu playlist en Spotify.

Frente a estas posturas, que resultan bastante pesimistas y hasta apocalípticas, encontramos otras que nos llaman a tratar de entender mejor los cambios en marcha y a distinguir entre los distintos tipos de atención en función de los distintos tipos de lectura que se practican hoy. Porque la atención, como tantas facultades humanas, no es un don sino una construcción social que se aprende de cierta manera en la escuela y, en particular, a través de la lectura silenciosa, intensiva y en soporte papel, que es una de las primeras experiencias de concentración para los niños. La profesora norteamericana Katherine Hayles califica a este tipo de atención voluntaria de «atención profunda» y la describe como «el estilo cognitivo asociado tradicionalmente a las humanidades, ya que se caracteriza por la concentración sobre un solo objeto por largos periodos de tiempo (por ejemplo, una novela de Dickens), ignorándose todo estimulo exterior y prefiriéndose una sola fuente de información». Pero, junto a este tipo de atención, Hayles le hace un lugar asimismo a otro tipo de atención que ella llama «la hiper-atención» y que se caracteriza «por cambios rápidos de focalización entre diferentes tareas, con una clara preferencia por múltiples fuentes de información en busca de un alto nivel de estimulación y con un nivel de baja tolerancia ante el aburrimiento». Si la atención profunda es una facultad esencial para la adquisición de conocimientos y la resolución de problemas complejos que corresponden a un mismo campo de reflexión, la hiper-atención, por su parte, resulta excelente «para negociar cambios rápidos del entorno en el cual varios focos informativos rivalizan para captar nuestra atención, siendo por el contrario muy deficiente cuando se tratar de focalizaciones largas sobre objetos no interactivos como una novela victoriana». [Katherine Hayles, “How we Read: Close, Hyper, Machine”, ADE Bulletin 150, 2010, pp. 62-78.]

Lo que quisiera retener de las ideas de Hayles es que, para entender la lectura en el siglo XXI, tenemos que aceptar que la nueva ecología tecnológica y mediática en que estamos inmersos ofrece modelos de atención que operan en contextos distintos por lo que toca a nuestra manera de acercarnos y apropiarnos de una información textual o no textual. Reconocer la existencia de estos distintos comportamientos atencionales es el primer paso para no seguir confundiéndolos y para discriminar entre los tipos de lectura que pueden efectuarse con cada uno de ellos. Porque no se lee con la misma atención cuando se efectúa una búsqueda en línea y en un servidor de internet donde se seleccionan diez o doce documentos a la vez, que cuando leemos una novela o un libro de historia o de física. Aprender a leer en el siglo XXI supone, a mi modo de ver, aprender distintas disposiciones y actitudes para la lectura que movilizan competencias diferentes en los individuos y que no deben mezclarse ni encabalgarse so pena de fracasar en todas ellas y de acabar alimentando las estadísticas del analfabetismo funcional.

Por último, junto al problema de la aceleración y de los niveles o registros de atención, quisiera concluir con algunas palabras sobre los viejos y los nuevos placeres de la lectura a principios de este nuevo siglo. En una encuesta de 2012 sobre el comportamiento de los lectores en España y América Latina, el Cerlalc nos muestra que siguen siendo pocos los lectores de libros en nuestro ámbito cultural, pero, al mismo tiempo, nos da una buena noticia: a saber, que, entre los que leen libros, un porcentaje muy importante lo hace por el puro placer de leer. Un 86 % de los españoles, un 79 % de los argentinos, un 49 % de los brasileños, un 44 % de los chilenos y un 37 % de los colombianos que leen libros, dicen que lo hacen por simple placer, por gusto o por necesidad espontánea [El espacio iberoamericano del libro, CERLALC, Bogotá, 2012, pp. 69-83]. La lectura silenciosa, individual e intensiva de un solo objeto textual sigue siendo así, en el siglo XXI, una fuente de deleite incluso entre las nuevas generaciones, como lo muestran los éxitos comerciales de sagas como la de Harry Potter o El mundo de Narnia, o, más cerca de nosotros, la trilogía distópica de Suzanne Collins, The Hunger Games (2008). Sin embargo, esto no debe de ser un obstáculo para que podamos hacerle un lugar paralelamente a los nuevos placeres que genera la aparición de una ecología mediática y tecnológica inédita. Tal y como lo ha señalado la investigadora francesa Claire Bélisle:

Con el libro de papel, el placer de leer suele asociarse a la lectura de novelas, de relatos históricos, de ciencia-ficción o de comics, mientras que con la pantalla el placer de leer se vive a través de los blogs, de los correos electrónicos, del hilo de Twitter, de los chats, de los resultados de una búsqueda, de la exploración de portales en la red o de las páginas personales de nuestros colegas y amigos… Así que no solo cambia el soporte sino también las razones para leer, los materiales que se leen y los momentos de lectura, que ya no se viven como momentos de soledad sino, por el contrario, como momentos de contacto, intercambio y comunicación. [Claire Bélisle, Lire dans un monde numérique, Villeurbaine, 2011, consultado en línea el 4 de abril 2019.]

La profesora Bélisle subraya que los nuevos placeres de la lectura proceden esencialmente de la conectividad que permite compartir, intercambiar, crear y recrear informaciones textuales y no textuales en línea, así como también intervenir en los textos en pantalla a través de la interactividad de las redes y vivir experiencias de inmersión dentro del universo digital de un portal o de una obra literaria, cinematográfica o pictórica. Pero las cosas no son tan claras ni tan simples. A propósito de estos nuevos placeres, otros investigadores como el ya citado Michael Bhaskar o Simon Sinek han venido denunciando la atracción casi adictiva que pueden producir en los jóvenes e incluso entre los menos jóvenes al provocar descargas constantes de dopamina que crean una dependencia en los sujetos. Este es un problema que, en cualquier caso, habrá que investigar con nuevos estudios. Recordemos que también en el pasado muchos hombres de iglesia y muchas buenas conciencias les advertían a los estudiantes que si leían demasiadas novelas se podían volver locos como don Quijote o Madame Bovary. Sea cual fuera la realidad de dicha amenaza, lo importante por ahora es que retengamos que, para entrar con buen pie en el siglo XXI, nuestra historia de la lectura, la historia que todos estamos escribiendo, debe aprender a distinguir entre los distintos tipos de lectura que se están difundiendo en nuestras sociedades y enseñar a adaptar cada uno de ellos a la temporalidad, al nivel de atención y a los placeres que suscita. Porque estamos entrando en un siglo en el que cohabitarán distintos soportes y prácticas comunicativas que hay que aprender a administrar en nuestras vidas. El libro de papel y la cultura que lo acompaña no van a desaparecer con la aparición del libro electrónico y las pantallas, como no desapareció la radio cuando se inventó la televisión ni el teatro cuando surgió el cine. En vez de adoptar actitudes catastróficas o alarmistas, es mejor y más útil, creo, aprender hoy a respetar los fueros de cada cual y tener la disciplina necesaria para no mezclarlos ni confundirlos.

Aún más, pienso que lejos de desaparecer, la lectura tradicional en silencio, intensiva y en soporte papel puede tener una nueva función y adquirir un nuevo valor emancipatorio en esta época hiperconectada, ya que se puede erigir en uno de los espacios de libertad que nos permiten ejercer nuestro derecho a la desconexión y al cultivo de nuestra subjetividad, al diálogo con esa impertinente vocecita que todos llevamos dentro. Porque uno de los mayores deleites que nos ofrece la lectura intensiva, como muchos de ustedes saben, está en los niveles de abstracción con que nos abduce y nos saca del tiempo, hasta hacer que nos identifiquemos completamente con los personajes y el mundo de la historia que estamos leyendo. «No hay días de nuestra infancia que hayamos vivido con tanta plenitud –decía Marcel Proust– como aquellos en que no nos vimos vivir porque los pasamos con nuestro libro preferido». Esa posibilidad, ese placer y ese derecho no lo debemos perder en el tránsito entre el siglo XX y el XXI. Creo que debemos asociarlo más bien a nuestras reivindicaciones sociales a través de las políticas de promoción de la lectura y al combate que nos espera en América Latina y en otros continentes contra la amenaza del analfabetismo funcional.

[Conferencia leída en el acto inaugural del Congreso de la Lectura realizado en el marco de la Feria del Libro de Bogotá en abril de 2019.]


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