Literatura

Las penas de Zio

Fotografía de Anna Turolla | Flickr.

23/06/2023

Cuento ganador del primer premio del Concurso de cuentos Julio Garmendia, de la Policlínica Metropolitana.

El muchacho, acostado en la cama, veía los estantes vacíos del cuarto cuando escuchó que tocaron la puerta. Hacía calor, pero la ventana estaba cerrada y el ventilador apagado, sin embargo, no sudaba. Todo, incluso sus reacciones fisiológicas, se suspendían en ese pequeño espacio. Antes del golpe solo se percibía el ruido de la estática y una que otra plaga molesta. Oyó la primera vez que los nudillos tocaron la puerta, luego una segunda vez. Volteó a ver el espacio de donde venía el ruido esperando el golpe, solo que no hubo tercera oportunidad, la puerta se abrió.

—Ya es hora, Zio —se asomó su papá.

De la cara morena de su padre solo resaltaban los vasos rotos de sus ojos, parecían estar encendidos, enfermos y febriles. No lo había visto llorar, pero sabía que, en algún momento de la noche anterior, se entregó a la tristeza.

—Ya voy —respondió el muchacho. Esperó que cerrara la puerta para sentarse en la cama, miró sus zapatos y repasó nuevamente el intento de biblioteca. Otro proyecto truncado, pensó. Finalmente se levantó, antes de salir se masajeó las cejas. Conque esto es una migraña, dijo para sí.

Los sonidos lo aturdieron cuando salió de la habitación. En la cocina se oía el tintineo de las tazas, la furia con la que el gas brotaba de la estufa y el agua corriendo por la llave del fregadero. Había demasiada gente en la casa, ¿para qué? Era ya demasiado tarde para hacer algo, si querían colaborar, un mensaje puntual, un saludo más adelante o incluso la ignorancia sobre lo que estaba pasando hubiese sido un gesto más respetuoso que el morbo con que se presentaban en la puerta de su casa. Veía a sus vecinos murmurando entre ellos, señalando con torpe disimulo y dedicándole una sonrisa compasiva cuando se percataban de que su ceño fruncido los escrutaba con obstinación y pensaba que, en definitiva, tanta asistencia bien podía ser una virtud o una maldición.

Se recordó a sí mismo muchas otras veces en situaciones como esa que ahora debía sobrellevar, sentado en las sillas blancas de festejo en un momento que distaba mucho de ser festivo, en silencio, a la espera de que el tiempo fuera prudente para acercarse al afectado y decirle Disculpa, debo irme, al mismo tiempo que estiraba su mano para darle un apretón. Estaba hacia el final de sus veinte, pero era demasiado formal. Si la juventud de su rostro no lo delatara, los demás podrían pensar que se trataba de un hombre con familia y responsabilidades propias.

Era muy parecido en modales al abuelo con quien pasó la mayor parte de su infancia; cada vez que alguien señalaba esta característica de su personalidad, Zio pensaba que quizás lo había aprendido del abuelo Antonio.

Sácate las manos de los bolsillos, carajito.

Lo recordaba muy bien, casi podía escuchar su voz gruesa y ronca al lado de él. De pronto sintió la urgencia de subir la mirada, pero todavía estaba en sus cinco sentidos y sabía que, si lo hacía, solo se toparía con el techo del porche. El abuelo Antonio había muerto mucho tiempo atrás, pero ese no había sido el primer funeral al que había asistido.

En su memoria resonaba una calurosa tarde de septiembre en Puerto Ordaz; aún vivían allí. Su mamá lo había vestido con un pantalón de drill, una guayabera negra y los Kickers que usaba para ir al colegio. Estaba mordiéndose el labio inferior y movía los hombros de un lado a otro. Se trataba de la hermana menor de un compañero del colegio, fue justo después del inicio del año escolar, tenía siete años y ese día le pidieron que le dijera a su amigo que lo sentía mucho mientras le daba un abrazo. El acto era penoso, no solo porque Zio no entendía qué era dar el pésame, sino también porque la muerte, siempre dolorosa, esta vez era trágica. Escuchó a una señora mayor decir entre sollozos que jugaban en el cuarto del niño.

Estaban dando vueltas canelas en la litera, la ventana del cuarto estaba abierta y la niña salió disparada desde un quinto piso.

Aunque esta vez no estaba meciéndose, se dio cuenta de que mientras miraba al suelo, en su abstracción, se mordía el labio. Un impulso hizo que sacara las manos del pantalón, como lo había hecho tanto tiempo atrás y se secó una lágrima que apenas había encontrado su camino de salida. No había podido llorar.

El gato de la casa, que se había estado escondiendo de los hijos de los vecinos, entró por los barrotes de la fachada, se acercó hasta él y frotó su cara contra el ruedo del pantalón.

—Buena vaina nos echaron encima, ¿verdad, Negro? —El gato se le quedó mirando con la expresión de sorpresa que siempre parecía tener, pero nadie respondió su pregunta.

—¿Listo? —preguntó su padre con las llaves de la casa en las manos.

—Sí. Dionisio ya viene por ahí, escucho el carro.

—Luis dijo que prefería quedarse con tu mamá.

—Me parece bien.

Estos eran los momentos que Zio había procurado evitar toda su vida adulta. Su madre lo había juzgado como un muchacho difícil, pero lo cierto era que le gustaba mantenerse distante de todo aquello que implicara una respuesta emocional. Así como los demás, también él había experimentado el amor, las decepciones y, sobre todo, las frustraciones. En realidad, sentía demasiado, hasta el punto en que la emoción lo consumía, pero le gustaba atravesar su padecimiento en privado. Si sentado en la sala escuchaba los sollozos de su madre en la habitación de al lado y no se paraba a tocar la puerta para consolarla, era porque algo más grande que él mismo se lo impedía, no porque no quisiera hacerlo como ella lo había hecho saber en otras ocasiones. Tenía poca paciencia, era cierto, y cuando su mirada se volvía dura y hostil, era porque le molestaba la incapacidad de los demás para ver que a él también le dolían las mismas situaciones que a ellos.

Mientras el vecino los acercaba a la salida del pueblo, Zio no dejaba de pensar en que esa era una tarea que hubiesen afrontado con mayor entereza su madre o Mariana, pero ambas estaban imposibilitadas. No, mentira, nadie tiene suficiente temple para esto; pensó. Su padre, delante de él en el asiento del copiloto, se veía las manos. El muchacho no estaba seguro de que pudiera salir del carro una vez que llegaran al pequeño edificio y, a medida que el destino se dibujaba cada vez más imponente en el horizonte, Zio entendía que era él quien debía hacerse cargo del asunto de una vez por todas.

En el portón los recibió un señor entrado en años, vestido con un pantalón marrón y zapatos de fiesta, encima tenía una bata de laboratorio blanca. Cuando penetraron las puertas envejecidas de la planta baja el ambiente terminó de tensarse, adentro la humedad era asfixiante.

Por el rabillo del ojo el muchacho veía cómo su padre iba ralentizando el paso y en la nuca sentía la responsabilidad erizarle los vellos. Cuando subieron las escaleras y las puertas de la habitación se abrieron, el hombre alcanzó a ver unos pies azulados. Se dio media vuelta y empezó a temblar.

—No puedo, hijo. Yo no puedo —decía pálido, sudado de repente y con las manos en la cabeza.

El muchacho, tomando a su padre entre los brazos, empezó a sobarle la espalda y, con voz firme y calmada, le dijo: Tranquilo, tranquilo. No importa, yo lo hago. Lo sentó en la sala de espera y tomó el tapabocas que el señor le tendía.

—Esto puede ser difícil, chamo —dijo el hombre mientras se ponía los guantes. Zio solo asintió y el señor enseguida levantó la sábana.

—¿Reconoces este cuerpo? —preguntó.

—Sí, es mi hermana. —dijo Zio mirando fijamente el rostro de Mariana.

—Las diligencias están hechas, nos pidieron que enviáramos el cuerpo a la funeraria del centro, es allí donde deben mandar la ropa con que quieren vestirla. Lamento tu pérdida, chamo.

Zio, con las manos en los bolsillos, estiró sus labios en una sonrisa inexpresiva. ¿Realmente lo sentía? Después de todo, ¿este no era su trabajo? Recibir muertos, examinarlos y reportar las causas del deceso. Frente al cuerpo de su hermana se preguntaba si él mismo lo sentía, ¿lamentaba que su hermana estuviese muerta? En casa estaba su madre, sedada; su hermano, al lado de la cama en estado catatónico; su padre afuera de esa habitación llorando como un niño. Y él que había acabado de ver el rostro de Mariana, pálido por la muerte, lo único que le sorprendía era la tonalidad ceniza que su pelo, antes negro y sus cejas, apenas ayer espesas, habían adquirido. El ceño de Mariana, en una eterna mueca de molestia, ahora estaba relajado, más nunca tendría migrañas.

De regreso a casa recordó que ninguno de los miembros de su familia quería abandonar Puerto Ordaz, ni siquiera Mariana con lo pequeña que era, pero el contrato de su padre en una de las empresas básicas se había acabado y la petrolera les estaba ofreciendo otras oportunidades. En el pueblo se había sentido solo los primeros meses, sin amigos, sin el abuelo Antonio, sin los vecinos que se habían vuelto parte de su familia. Hasta que llegó Simón, pasó todas las tardes sentado en el porche comiendo galletas de soda con mermelada junto a Mariana; a esa hora Luis veía clases de nivelación en el liceo.

—¿Qué pasó? ¿A ti no te dejan salir a la placita? —preguntó con la cara asomada entre los barrotes, con el ánimo que lo caracterizaba. A los padres de Zio les pareció graciosa la pregunta. En los ojos de aquel niño solo traslucía el brillo de la inocencia y una vez que Zio cruzó la puerta de su casa aquella tarde más nunca se separó de Simón.

Era un niño con carencias reales y en casa de Zio lo trataron como a un hijo más, hasta el momento en que decidió dejar de estudiar, el uniforme y los útiles los compraban los papás del muchacho. Si había algo que no entendía de sus clases, sabía que en casa de su amigo alguien le explicaría y podría resolver la tarea. En cada celebración o viaje familiar, Simón siempre estaba incluido.

La vida, sin embargo, era injusta y él lo había aprendido mucho antes que su amigo; de su rostro se había borrado la expresión divertida y allí donde debía haber preocupaciones juveniles, solo había espacio para responsabilidades adultas. Una madre alcohólica, un padre ausente, muchos hermanos, el abuelo Alejandro demasiado viejo para hacerse cargo de sus nietos y la falta constante de dinero lo obligaron a salir de su hogar.

El día que se despidió de su amigo le dijo que se iría hasta Apure y allí trabajaría con el esposo de su tía.

—Nos volveremos a ver, hermano —le dijo antes de que ambos se abrazaran fuerte, pero Zio no estaba tan seguro de ello.

Ese fue el primer aviso de la adultez que le llegó. Era uno de los fines de semana que visitaba su casa, estaba en los primeros semestres de la universidad y se había mudado a Maturín. Con el tiempo y en vista de que la partida de Simón no había mejorado la situación de su familia, empezó a hacerle compañía al señor Alejandro. Aunque era muy distinto al abuelo Antonio, su presencia le resultaba familiar y ambos compartían el vacío que la ausencia del muchacho causaba en sus vidas. Se sentaban en la acera a tomar café, los dos con las piernas cruzadas. Mientras el más viejo hablaba sobre épocas mejores, el más joven escuchaba con atención y de vez en cuando hacía un comentario que arrancaba una risa a los pulmones melancólicos del señor Alejandro. Zio jamás tuvo un amigo como Simón y si bien tenía más cosas en común con sus amigos del liceo y luego con los de la universidad, el hermano que la vida le había dado lo hacía sentir cómodo, con los pies sobre la tierra. Más adelante, cuando él mismo tuvo que congelar sus estudios por un tiempo, entendió la ansiedad que empujó a Simón a crecer de golpe; también en su familia estaban empezando a experimentar carencias económicas, tenía que salir a trabajar.

Las visitas a casa empezaron a escasear y antes de que pudiera darse cuenta, Zio estaba tan envuelto en su propia desdicha que perdió el rumbo; era la época en que todo el mundo parecía estar pasando un mal momento y sus planes, sueños y deseos se desdibujaron en el presente infame. Su trabajo, sin embargo, le permitió conocer la otra cara de la moneda y alivió, al menos, la carga que representaba para sus padres. Trabajaba en el negocio de un amigo de la universidad, destajando y pesando pescados; atendiendo a las señoras encopetadas que preguntaban por el flaco; aceptándoles tragos de Cantaclaro a los chamos que recién salían de La Pica y le pedían que les regalara un pescadito para llevárselo a la jeva y a los carajitos; parándose firme ante los uniformados que se creían dueños del establecimiento, mejor persona que él. No era la vida que quería, pero ciertamente era mejor que subirse a un camión sin barandas para tratar de ir a clases con el estómago vacío.

En muchas ocasiones viajó con su amigo hacia las costas orientales buscando el pescado. Frente al mar podía distinguir las luces lejanas de Trinidad, el país del que había emigrado el abuelo Antonio. En los pueblos más recónditos de Cumaná, el suyo, donde había crecido, en realidad parecía el punto más alejado del país. Había visto la belleza que dejó perpleja a tanta gente antes que a él y reconoció la violencia que mantenía a sus habitantes con la cabeza enterrada en el piso. Muchachas más jóvenes que su hermana, apenas unas niñas, se le ofrecían a cambio de comida y en dos o tres oportunidades Zio les compró una empanada por pena, si su amigo no le hubiese pedido que dejara de hacerlo, seguro el sueldo se le hubiese ido en alimentar a las niñas que no tuvieron las oportunidades de Mariana. Niños del tamaño de su sobrino, con la piel tostada por el trabajo bajo el sol de oriente trataban de envolverlo, de hipnotizarlo con sus ojos negros y la gracia de su acento para sacarle la billetera de los bolsillos. Muchachos de su edad y con el cuerpo lleno de cicatrices y tatuajes mal hechos, tan delgados como él, caminaban por las calles con armas en la cadera que parecían tumbarlos.

—¿Qué están montando en esa lancha, Rafael?

—Nada que nos interese, Zio —respondió mientras tomaba al muchacho del brazo y lo alejaba de la carga que tapaban con una lona negra.

La noticia sobre el asesinato de Simón la recibió en el Morro de Puerto Santo, estaba buscando una carga de sardinas. Mientras trataba de sintonizar la emisora trinitaria que podía escucharse en ese caserío, recibió una nota de voz de uno de los vecinos con el que ambos se criaron. Simón también había sucumbido a la desdicha, con el tiempo se dio cuenta que de su madre había heredado el gusto por el ron y antes de los veintidós ya estaba alcoholizado. Perdió su trabajo y la protección de su tía, se juntó con malas personas, tomó peores decisiones y cuando la gasolina escaseaba en occidente, empezó a traficarla por la frontera colombiana. Un mal día quedó atrapado en un enfrentamiento y a él también lo balacearon, creyeron que era de los tipos malos. Estaban equivocados, Simón solo estaba confundido.

Zio hubiese preferido que la señal no hubiese entrado en ningún momento de la tarde, el morbo había traicionado a su vecino y, con los detalles de lo sucedido, le envió una foto del cuerpo de Simón pervertido por el agua del río, las balas y el alcohol. Vomitó, era la primera vez que veía un cadáver.

Desde aquello había pasado un buen tiempo y, de vuelta en su casa, pensó que quizá por eso ver a Mariana tan apacible no lo había alterado. Había tratado con la cara más cruel de la vida mucho antes de poder llamarse a sí mismo un hombre y ahora ella le decía que las cosas no podrían ser como las quería. Sus padres antes que él y mucho más jóvenes se habían enfrentado a la misma encrucijada, pero Zio no quería resignarse. Tenía ansias de conocer el mundo y de experimentar, de verdad, la agitación que le producían las fotos de los viajeros, los cuentos y experiencias ajenas. Sentía la urgencia de salir corriendo y perderse en un pueblo recóndito en el país asiático más alejado del suyo. Quería temblar de emoción frente a la imposibilidad de reconocer un idioma extraño, quería sacar su libreta y perforar las hojas con el ímpetu que caracterizaba su caligrafía mientras reconocía sonidos extranjeros. Le asustaba que toda posibilidad de exaltación se quedara en las canciones que lo conmovían hasta el punto de lagrimear y que escuchaba escondido en su cuarto, con la puerta cerrada.

—¿Estás llorando, Zio?

—Es la canción, es triste, pero muy hermosa.

—Sí, tienes razón —respondió Andrea, apenada, mientras veían Tarzán. Esperó que el muchacho se secara las lágrimas y le dedicó una sonrisa dulce y cómplice.

Se trataba de la única mujer que había amado en sus cortos años y que, sin esperar que su novio lo articulara, pudo interpretar en su llanto silencioso el peso de su más profundo secreto: era un hombre, sí, pero sentía que la responsabilidad lo superaba. La vida y sus penas lo interpelaban.

Volvió al cuarto de Mariana para mirar las perforaciones en la pared, recordó el día que le preguntó a su papá cómo hacer las mediciones, quería montar unos estantes de un mueble que habían desarmado para improvisar un escritorio y la biblioteca.

—¿Para qué? —le preguntó Zio—. Todos tus libros están en Caracas.

—Sí, pero en algún momento voy a ir a rescatarlos. ¿Verdad, Negrito? —El gato se le quedó mirando y ella se respondió—: Sí, sí vas a ir. Mientras ceceaba con voz infantil y en la pared empezaba a trazar una línea.

—Mariana, por favor, pareces una loca.

—Ah, pues —respondió riéndose.

El gato entró una tarde a la casa, antes de eso no lo habían visto nunca. Pasó con familiaridad por la sala y se acostó a dormir en la cama de su hermana. Tan pronto lo bañaron y le pusieron nombre, se convirtió en el miembro más querido de la familia. Zio se descubrió a sí mismo cuidando de Negro, sirviéndole la comida y sobándole la pancita; preguntándole a Mariana por las cosas que el gato había dicho.

—Ah, no. Estoy loca o soy chistosa, pero ambas cosas no puedo porque me confundo.

Cuando la muchacha hacía las voces, la casa estallaba en risas. Parecía que por primera vez su familia se sentía en paz y verdaderamente feliz, como lo fueron tiempo atrás. No todo había sido malo, pensaba Zio frente a la biblioteca, pero la tristeza era cruel compañía y todo lo empañaba.

Al caer la tarde la casa se fue sumiendo en el silencio, la electricidad falló y los vecinos se retiraron y le dieron a la familia privacidad. Todos los detalles del velatorio estaban arreglados, no había nada que hacer. En cada una de las habitaciones estaba alguien asumiendo la pérdida, Zio podía escuchar las respiraciones aletargadas y acostado en la cama de su hermana, con el gato durmiendo sobre él, miró por la ventana y se dio cuenta de que el atardecer era digno para el fin del mundo. Se quedó dormido.

Ahora que veía su reflejo en la ventana que tenía a su derecha, sentado, con las piernas estiradas debajo de la mesa y las manos en los bolsillos, recordó el día que compró su boleto de ida. Sentía satisfacción, parecía que al fin había llegado a su orilla segura y podía descansar. Fue por la fecha en la que recibió su título, después de mucho tiempo se había podido graduar, estaba aliviado, se sentía ligero como una pluma. El verdadero reto fue despedirse de la familia, cuando el gato se acercó a oler las maletas y empezó a restregar su cuerpo contra las piernas del muchacho, Zio lo cargó. Al mirarlo a los ojos, grandes y redondos por la oscuridad de la sala, algo dentro de él detonó.

—Perdóname, perdóname. —Lloraba mientras besaba y abrazaba al animalito. —Yo no quiero hacerte esto, lo siento tanto, tantísimo, mi Negrito.

—Hijo, tranquilo. Más adelante, cuando puedas, vendrás por él. Vendrás a buscarlo —le decía su madre mientras le apretaba el hombro.

Zio sabía, sin embargo, que sobre los después no podía asegurarse nada y lloró, lloró todo lo que no había podido sacar de su cuerpo en mucho tiempo. Mientras esperaba su llamado pensaba en lo equivocada que estaba su hermana, había sido una muchacha inteligente, pero no podía ver cómo su familia se sobreponía a las dificultades; nunca nadie se resignó, ni siquiera ella o él, con lo inseguro que podía mostrarse algunas veces. Si el azar hubiese elegido a alguien más, esa bala perdida no hubiese atravesado a Mariana y ella estaría frente a él tomándose un café en el aeropuerto de alguna ciudad hacia el sur del continente. De pronto sintió la necesidad de llamar a su mamá.

—¿Aló, mamá?

—¿Qué pasó, hijo? ¿Te fue bien? —respondió su madre con voz nerviosa.

—No, todo ha ido mal. Pero tranquila, ya estaremos mejor, mamita. Ninguna pena es eterna.


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